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Los titiriteros que manejan los hilos

José Manuel Rambla

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Que los titiriteros no son gente de fiar ya no los advirtió Cervantes. Uno se deja seducir facilmente por un locuaz maese Pedro, relatando con sus muñecos las peripecias de Don Gaiferos liberando a su cautiva y bella esposa Melisendra, y es incapaz de sospechar quién se esconde detrás de su sospecho parche: nada menos que Ginés de Pasamonte, también conocido como Ginesillo de Parapilla, el más bellaco de los galeotes que el infortunado Quijote tuvo a bien liberar cegado por las obligaciones que le impone la antigua orden de caballería que profesa. En suma, el villano más vil, el rufián más peligroso, aquel al que la justicia cargó con más cadenas para librar al mundo de sus felonías.

Claro que los titiriteros también tienen sus cosas buenas. Y no me refiero solo a esos momentos de holganza que nos proporcionan con las historias de sus personajes de madera, tela y cartón. Su propia condición de seres de malvivir, pícaros e inclinados a la vida disoluta les convierten en individuos muy sufridos, propicios al escarnio público, cuando no directamente idóneos para transformarse en una de esas figuras de tanto arraigo social: el chivo expiatorio. El propio Cervantes, sin ir más lejos, no tuvo ningún reparo en recurrir a ello, responsabilizando a Ginés de Pasamonte del robo de Rocinante, justificando de este modo en la segunda parte del Quijote la extraña desaparición del asno de Sancho que un lapsus narrativo del autor había dejado en el aire en el libro primero.

Y si el inmortal escritor tuvo a bien escudarse en argumentos tan pelegrinos para tapar sus despistes a costa de la mala fama del titiritero, ¿cómo nos puede sorprender que la policía, la fiscal Carmen Monfort y el juez Ismael Moreno no encuentren sólidas las supuestas pruebas que confirman la culpabilidad de los peligrosos cómicos detenidos en Madrid? ¿Cómo es posible desconfiar de evidencias tan palpables que ponen de manifiesto los aterradores planes urgidos por ETA, Al Qaeda y la Bruja Averías para desestabilizar nuestra democracia a través de peligrosos comandos de muñecos de trapo con garrote?

En realidad, las historias de Gines de Pasamonte, maese Pedro y los titiriteros a los que se les aplicó el grado 3 en la prisión de Soto del Real, tienen tantas similitudes que uno llega a pensar que todo se trata de la primera de las actividades improvisadas por el ministro Iñigo Méndez de Vigo para conmemorar el IV Centenario de Cervantes. Cualquier cosa con tal de superar a la Pérfida Albión en las celebraciones de Shakespeare. Impresión que parecía confirmar José Fernández Díaz al introducir en esta polémica uno de los grande temas de la novela cervantina: la locura, la enajenación mental, que a juicio de este ministro de Interior destacado por su afán por condecorar vírgenes, estaría sufriendo la alcaldesa de Madrid Manuela Carmena a la vista de su actitud en todo este desaguisado.

Luego está, por supuesto, la legítima discrepancia en los gustos. No me refiero aquí a la cuestionada calidad de la controvertida obra, que al parecer no es lo más fuerte de esta historia, sino a la predilección por otro tipo de entretenimientos más elegantes. Frente a los títeres y los guiñoles, géneros humildes de harapientos buhoneros, la buena sociedad prefiere la comedia de enredo y la ópera bufa. Ya se sabe, historias más complejas de guardias civiles entrando en la calle Génova, de ex presidentes autonómicos acusando a cuñados de reyes, de flamantes ex alcaldesas atrincheradas en pisos y senados.

Además, no hay que olvidar que los títeres son espectáculos más primarios pero a la vez más peligrosos, incluso aunque no hagan apología del terrorismo. Porque a poco que uno observe la evolución de los muñecos, tarde o temprano acaba reparando en que alguien en la oscuridad u oculto tras los telones mueve sus articulaciones, provoca sus gestos grotescos. Y si a algo aspiran estos señores es a evitar por todos los medios es que, por un descuido, acabe el respetable público sabiendo quienes son aquellos que manejan los hilos.

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