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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

El coste de la decisión negativa

Pedro Sánchez, en una imagen de archivo.

Javier Pérez Royo

Nunca podremos saber qué habría ocurrido si Carles Puigdemont hubiera decidido disolver el Parlament y convocar elecciones. Pero sí sabemos lo que ha ocurrido como consecuencia de su negativa a hacerlo. Activación del 155 por el Gobierno de Mariano Rajoy. Querellas por el delito de rebelión ante la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Elecciones autonómicas con candidatos en el exilio o en prisión. Juicio ante el Tribunal Supremo cuya sentencia parece que va a ser hecha pública en unos días...

Previsiblemente, nada de esto habría pasado y, aunque el conflicto catalán estaría lejos de estar resuelto, estaríamos en condiciones menos negativas para enfrentarlo que aquellas en que ahora mismo nos encontramos. Estoy convencido de que Carles Puigdemont no habrá dejado de arrepentirse ni un solo día de no decidir lo que debió decidir a finales de octubre de 2017.

Nunca podremos saber cómo estaríamos si se hubiera podido constituir gobierno, de coalición o de no coalición, y no se hubieran disuelto las Cortes Generales y convocado elecciones para el 10 de noviembre. Pero sí sabemos cómo estamos y estamos empezando a vislumbrar cómo vamos a estar.

Estoy convencido de que tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias (no soy equidistante y no responsabilizo a ambos por igual), están ya arrepentidos de haber optado por la no formación de gobierno y la consiguiente repetición de elecciones. De aquí al 10 de noviembre pueden pasar muchas cosas, pero ninguna buena. Tenemos un sistema político muy deteriorado y es prácticamente seguro que el 10 de noviembre lo estará todavía más. Un poco más. Mucho más. O muchísimo más. Pero nunca menos.   

Y en un sistema no solamente deteriorado sino que continúa deteriorándose, es prácticamente imposible que la manifestación de voluntad del cuerpo electoral sea una manifestación clara que permita la formación de un gobierno razonable y estable. Un proceso electoral que nadie puede explicar convincentemente por qué se ha producido tiene que acabar produciendo un resultado confuso.  La confusión en el procedimiento es garantía de la confusión en el resultado. Es lo que empiezan a anticipar las encuestas de estos últimos días, si exceptuamos la del CIS, que, aunque ha sido dada a conocer tras la disolución de las Cortes Generales, se hizo antes de la misma.

Lo que deduzco de las encuestas conocidas estos días, que son las mejores que puede esperar el PSOE de aquí al 10 de noviembre, es que vamos a un escenario de ingobernabilidad como el de 2015-2016. De manera distinta. Con el PSOE ocupando el lugar del PP, pero sustancialmente similar desde una perspectiva global. Aunque no de una manera rotunda, dicho escenario de ingobernabilidad se había corregido con el resultado del 28A. Con la composición de las Cortes Generales del 28A, la formación del Gobierno no solamente era posible sino que, además, una vez formado, no había alternativa para una posible moción de censura. Gobierno posible y estable para la legislatura.

Con los resultados de las encuestas conocidas estos días nos vamos alejando de ese escenario. La mayoría, si no absoluta, sí suficiente para tener asegurada la investidura, que parece que es lo que ha llevado a Pedro Sánchez a la repetición electoral, va camino de convertirse en un espejismo, en una ilusión óptica que parecía verosímil en la distancia, pero que se desvanece en la proximidad. La experiencia enseña que cuando un presidente convoca elecciones anticipadas para que los ciudadanos le amplíen la mayoría, suele ocurrir lo contrario. El precedente de Mariano Rajoy en 2016 no puede ser invocado, porque él no podía formar gobierno de ninguna manera tras las elecciones del 20 de diciembre de 2015. La repetición de elecciones no fue una opción para Mariano Rajoy. Para Pedro Sánchez sí lo ha sido.

Es más que probable que tras el 10N no haya una mayoría para la investidura, que no sea la gran coalición PP-PSOE o PSOE-PP. Y esa gran coalición puede ser aritméticamente posible, pero no políticamente. En el caso de que se intentara, pienso que sería el prólogo a la implosión del sistema político configurado a partir de la entrada en vigor de la Constitución, más que un instrumento para la preservación del mismo.

La temeridad de la decisión de no formar Gobierno resulta cada día que pasa más evidente. Para Unidas-Podemos no hay nada más que seguir la información que nos transmiten todos los días los medios de comunicación. El proceso de desintegración que se hizo visible entre el 28-A y el 26-M, en lugar de corregirse, sigue su curso. Para el PSOE la unidad interna parece garantizada hasta el 10-N. Después ya veremos.

El deterioro del sistema de partidos está siendo interiorizado en  cada uno de los partidos con la única excepción del PNV. En el PSOE ese proceso que estaba en marcha se detuvo con la moción de censura e incluso empezó a revertir con los resultados del 28-A. La incapacidad del formar gobierno y la repetición de elecciones, lo puede hacer retroceder a la situación anterior  a la de la moción de censura. El PSOE está más lejos del partido de la era del bipartidismo, (1979-2011),  que del partido de las legislaturas posteriores (2011.2019). Su estrategia tenía que haber sido la de consolidar lo ganado el 28-A y no la de apostar por una mayoría imposible. No lo ha hecho y me temo que va a tener una noche muy amarga el 10 de noviembre.

Lo peor es que lo acabaremos pagando todos.

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