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Edgar Wright, un huracán pop que no encaja en el cine 'blockbuster'

Wright ha firmado varias obras sobre jóvenes que no acaban de querer madurar, como la comedia de amor y peleas de videojuego de lucha 'Scott Pilgrim contra el mundo'

Ignasi Franch

19 de noviembre de 2021 22:38 h

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¿Qué tienen en común 'The Sparks Brothers', un documental sobre un grupo de pop excéntrico de larguísima vida creativa, y 'Última noche en el Soho', un cuento con jovencita en peligro que remite a los 'thriller' psicológicos italianos y a las películas británicas de liberaciones sexuales y posibles advertencias moralistas que asomaban por las pantallas en los años 60 y 70 del siglo pasado? Ambas tienen a los mandos a Edgar Wright, antiguo 'enfant terrible' del audiovisual británico convertido en cineasta global a raíz de 'Zombies party' o 'Scott Pilgrim' contra el mundo. Un cineasta que, en lugar de sacarse conejos de la chistera, rescata de su memoria mil y una referencias a la cultura pop.

Los caminos inexcrutables de la distribución cinematográfica han provocado que Wright tenga dos películas en las salas españolas de manera simultánea. Suponen el regreso por duplicado a la gran pantalla de este guionista y director, fogueado en el ámbito de la televisión británica en proyectos compartidos con uno de sus principales colaboradores en el asalto al séptimo arte: el guionista e intérprete Simon Pegg. Juntos coescribieron la informal trilogía formada por 'Zombies party', 'Arma fatal' y 'Bienvenidos al fin del mundo', que dirigió Wright y protagonizó Pegg. Desde su mismo titulo original (Shaun of the dead) y su secuencia de créditos, la primera película establecía un diálogo juguetón con los modelos históricos de la narrativa de caminantes putrefactos y hambrientos de cerebros: 'La noche de los muertos vivientes' y 'Zombi' (de título inglés Dawn of the dead), ambas de George Romero. Los guiños a las obras del fallecido maestro eran constantes, con el culto 'british' al pub sustituyendo el apego estadounidense al centro comercial, y con la maduración demorada de unos eternos adolescentes tomando el relevo a la agenda política de Romero. 'Bienvenidos al fin del mundo' rebozaría las comedias de gestas etilícas y reuniones de viejos amigos con una cobertura sci-fi reminiscente de 'La invasión de los ladrones de cuerpos' o Están vivos. El gusto por el material de serie B se mezcló con estallidos de acción digital más cercanos al lenguaje del blockbuster de pretensiones comerciales elevadísimas.

Entre medias, tuvo lugar la primera tentativa de Wright de firmar una superproducción: 'Scott Pilgrim contra el mundo'. El proyecto, que tenía algo extraño por su presupuesto quizá demasiado holgado, cosechó más reputación que ingresos en taquilla. Esta comedia romántica de iniciación a la vida adulta acabó de sentar las bases del lenguaje de Wright: construcción de catedrales del pop que hacían un uso intensivo de la referencias fílmicas y musicales, que empleaban las posibilidades de la imagen y el montaje digital de una manera a ratos agresiva, y que se abrían al lenguaje del videojuego y a lo que hiciese falta.

'Scott Pilgrim contra el mundo' fue una nueva fiesta pop donde se volvían a escenificar las tensiones entre el deseo 'peterpanesco' de no crecer y la asunción de tener que pasar a la siguiente fase de la vida. Aplicar la lógica de los videojuegos de lucha a la vida cotidiana podía abrir el camino a lanzar unos cuantos dardos sobre las exigencias neoliberales de competir en todas las esferas de la vida, pero Wright siempre ha sido más bromista que satírico. La segunda incursión del realizador inglés en las producciones gigantescas terminó peor: dio un paso al lado en su intención de dirigir 'Ant-Man', la duodécima película del Marvel Cinematic Universe, en la que fue acreditado como guionista. Su posterior obra, 'Baby driver', una celebración de la música pop y de las películas de genios de la conducción automovilística al servicio de la delincuencia, parecía una agradable película de transición.

¿Un John Carpenter del nuevo siglo?

En realidad, las dificultades sufridas por Wright en el ámbito del cine de presupuesto elevadísimo parecen hablar de la escasa ductilidad de la industria del 'blockbuster', aunque Eternals haya escenificado recientemente algunas concesiones a la autoralidad incluso dentro de Marvel Studios. La sensibilidad de Wright parece nacida para encajar en el bucle nostálgico ochentero del audiovisual del presente, donde la cultura 'freak' se ha convertido en hegemónica. Aunque una especie de nostalgia antinostálgica domine varias de sus películas, el realizador suele apostar por el tono amable y por las bromas que la audiencia difícilmente pueden vivir como dardos demasiado penetrantes. Su retrato de la generación de 'Bienvenidos a Zombieland' no es completamente autocomplaciente, pero está lejos de resultar sangrante. Suelen incorporar una cierta simpatia hacia sus personajes, incluso los más desastrados, de la que suelen carecer los más despiadados hermanos Coen y otros tótems de generaciones previas del posmodernismo audiovisual. Y sí, algunas de sus referencias se escapan del limitado mapeado más 'mainstream' de Los Goonies o Regreso al futuro, pero están tratadas para poder ser disfrutadas por una audiencia amplia.

De momento, Wright ha encontrado su espacio en las películas de coste elevado pero muy lejano de las pretensiones milmillonarias. Cada una a su manera, 'Baby driver y Última noche en el Soho' siguen el camino establecido con 'Bienvenidos al fin del mundo': presupuestos que rondan los treinta millones de dólares, suficientes para otorgar muchos recursos sin el grado de escrutinio corporativo inherente a los proyectos de nueve dígitos, y un acercamiento que mantiene algunas distancias con las convenciones del 'blockbuster' pero que encaja perfectamente en el cine de género para un público amplio. Porque Wright quizá no sigue la plantilla de Marvel y compañía, pero ofrece dosis generosas de tiros, persecuciones, correrías e incluso alguna imagen de apocalipsis digital. Podría considerarse una especie de John Carpenter (director de la mencionada 'Están vivos', 'La noche de Halloween', La cosa y otros títulos emblemáticos) del nuevo siglo: un narrador muy astuto, capaz de conectar con los gustos del 'fandom' del fantástico y sus aledaños, pero que se estrelló comercialmente con algunas de las producciones más caras de su carrera.

'Última noche en el Soho' no parte de los referentes más comúnmente compartidos por los aficionados a los terrores fílmicos, no mira a las franquicias estadounidenses de presencia constante en el imaginario colectivo a través de nuevas secuelas y remakes, sino que remite a las películas de Dario Argento ('Suspiria') o Mario Bava ('Las tres caras del miedo') y al cine 'exploitation' inglés más en contacto con las culturas urbanas de 'mods, roqueros y hippies'. Con todo, la obra ofrece las suficientes dosis de cuchilladas y sustos espiritistas como para satisfacer a los aficionados. La historia de una joven fascinada por la cultura pop de los años sesenta permite volver a lanzar el ya habitual discurso de crítica blanda de los excesos nostálgicos, envuelto con unas formas que transmiten contradictoriamente un cierto enamoramiento del pasado. Wright parece asumir unas cuantas reivindicaciones feministas… que termina subvertiendo, de manera no sabemos si del todo consciente, tras un giro supuestamente sorpresivo que puede leerse en clave antifeminista. El recorrido puede resultar agradable para los fans del giallo y de un fantástico esteticista (y, quizá, moralista), aunque su confuso transfondo ideológico pueda generar perplejidad.

'The Sparks Brothers' parece otro ejemplo de propuesta nacida del gusto y la pasión personal ejecutada de una manera que facilita la satisfacción de una audiencia mayoritaria. Dedicar una película a un grupo musical de culto, y proponer un metraje de 140 minutos, puede tener un componente de riesgo. Con todo, Wright echa el resto para mantener el interés de la audiencia: mucha posproducción para animar la procesión de cabezas parlantes, uso irónico de las imágenes de archivo... El realizador inocula estereoides visuales en su filme para ahuyentar cualquier asomo de aburrimiento. Y ofrece un retrato basado en recuerdos y anécdotas, a menudo evocadas con cómica estupefacción, sobre las aventuras de estos outsiders del éxito masivo que podrían haber sido estrellas absolutas en un mundo un poco diferente y menos previsible. Quizá como el mismo Edgar Wright, que no ha acabado de tener suerte cuando ha querido dar el salto al 'blockbuster' más masivo. Aunque haya conseguido una cómoda situación en la industria que le permite pagar 'Baby driver' o 'Última noche en el Soho', vistosos caramelos pop que regalarse a sí mismo y que regalar a los fans.

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