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'El pan de la guerra': la joya animada de la temporada no se ha estrenado en cines

Parvana y su amiga Shauzia se hacen pasar hombres jóvenes para conseguir un trabajo

Francesc Miró

Parvana solía salir a la plaza del mercado con su padre, Nurullah, un profesor que había perdido la pierna durante la guerra ruso afgana. Le echaba una mano vendiendo antiguas posesiones para poder comprar algo de arroz y verduras. También le ayudaba a leer y escribir cartas para la gente del lugar, en pastún o farsi, a cambio de unas monedas. Era habitual que la gente fuese analfabeta y no serlo se había convertido en el negocio familiar. Sin embargo, a medida que el poder de los talibanes iba creciendo, la libertad de las mujeres iba menguando: pronto no podrían salir a la calle sin sus maridos o sus padres.

Un buen día, alguien discute con Nurullah porque la niña de once años no va suficientemente tapada. No lleva burka, sino un sencillo hiyab, lo cual da lugar a una pequeña disputa en la calle que tendrá consecuencias inmediatas. Esa tarde, su padre es apresado por resistencia a la autoridad. Incapaz de quedarse de brazos cruzados, Parvana decide hacerse pasar por un chico para conseguir trabajos de medio pelo con los que sacar a su familia adelante. Al menos antes de que estalle la guerra y las bombas empiecen a caer sobre Kabul.

Así arranca El pan de la guerra, recientemente estrenada en Netflix. Se trata de la nueva película de Nora Twomey siete años después de El secreto del libro de Kells, película que dio a conocer al estudio del que es cofundadora -Cartoon Saloon-. Se trata de un film de animación tradicional de los que cada vez vemos menos, y que más allá de su impecable factura y bella historia familiar, reivindica la mitología tradicional afgana.

Historias de Afganistán

En los últimos años, Saloon Cartoon se ha confirmado como el estudio de animación tradicional de más prestigio del mercado europeo. Y, sin embargo, todas sus películas hablan en pasado porque tienen el mismo propósito: recuperar y renovar. Traducir al audiovisual contemporáneo la tradición oral olvidada de culturas pretéritas. Films con vocación de cuento.

En El secreto del libro de Kells, recuperaban la cosmogonía medieval irlandesa y la combinaban con la mitología celta para construir una magnífica historia en torno a una abadía de la Irlanda del siglo XI que resistía los embates de los vikingos. En La canción del mar, la mitología irlandesa arraigaba hasta el ADN de una historia en la que brujas, gigantes y silkies -focas que se transformaban en humanos en el folklore precristiano-, se mezclaban con la vida de dos hermanos que intentaban superar la desaparición de su madre. En ambas, la narración estaba trufada de cuentos, ya fuesen escritos en los libros de miniaturas de la primera o recitados por la voz maternal de la segunda.

El pan de la guerra no es una excepción pues a medida que se nos narra la historia de Parvana, tan real y dolorosa como la guerra y el hambre, descubrimos que su desarrollo se compone también de pequeños cuentos sobre princesas bactrianas y jóvenes campesinos que recuperaban las semillas de su pueblo, robadas por malvados y ancestrales dioses.

“Las historias perduran en el corazón incluso cuando todos nos hemos ido. Nuestra gente lleva contándolas toda la vida, desde que éramos Partia y Jorasán. Una tierra partida por la cordillera del Hindu Kush, abrasada por la mirada ardiente del desierto del norte. Escombros chamuscados y cumbres congeladas”, explica el padre de Parvana al inicio del film.

Así, con total respeto por la tradición a la que se aproxima sin reparos, por el calado de las enseñanzas de cuentos farsíes o pastunes, El pan de la guerra se constituye como una fábula preciosista de una energía expresiva fuera de toda discusión. Reflexión sobre el poder de la palabra y la capacidad redentora de la leyenda.

“Éramos científicos, filósofos, cuentacuentos. Las preguntas buscaban respuestas y más preguntas. Encontrábamos nuestro lugar en el universo, pero limitábamos con imperios en guerra”, cuenta el viejo y cojo Nurullah. “Durante miles de años las fronteras no dejaron de redefinirse. Nos gobernaron poderosos hombres como Ciro el grande de Persia, Alejandro Magno de Macedonia,el Imperio Maurya, Gengis Khan… y así uno tras otro. Siempre se derramaba sangre, y siempre había supervivientes. Porque todo se repite una y otra vez. Todo cambia, Parvana, las historias nos recuerdan eso”, añade.

Animación para el tiempo del olvido

Sobre el papel, El pan de la guerra podría recordar a un drama infantil de ribetes clásicos heredados de la literatura de Dickens y Twain. Al fin y al cabo, lo que vemos es a una niña vestida de niño que se busca la vida en una realidad llena de pobreza e insensatez. Trabaja en lo surja, roba y malvive en las calles de una ciudad corrompida con el objetivo de sacar a su padre de prisión. Sin embargo, su historia se ambienta en un ayer muy cercano: la guerra de Afganistán. Kabul cayó en noviembre de 2001, cinco días después de Mazari Sharif… y eso fue ayer.

La nueva película de Nora Twomey es también la más urgente. Donde sus anteriores obras, como codirectora o productora, recreaban con la paciencia del orfebre narraciones sobre leyendas de las que podíamos aprender, El pan de la guerra nos dice que no olvidemos lo que pasa fuera del imaginario occidental contemporáneo, reivindicando de paso el papel político del acervo juglar borrado del mundo en el que vivimos.

Con la animación como herramienta, Cartoon Saloon vuelve a manifestarse como una alternativa de cada vez más calado al relato hegemónico estadounidense. Y, esta vez, transmite con una fuerza emocional irresistible el recado inaplazable que uno de sus personajes resume sucintamente: cuando todo vaya mal “alza las palabras, no la voz. Es la lluvia lo que hace crecer las flores, no los truenos”.

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