Pasolini sigue vivo e incómodo 50 años después de su muerte
A veces, los aniversarios funcionan como una luz indirecta: no revelan directamente un rostro, pero sí que ayudan a desempolvar el universo que lo rodea. En el caso de Pier Paolo Pasolini, la atención sobre su figura, debido a que este año se han cumplido 50 años de su asesinato (producido en la madrugada del 2 de noviembre de 1975, en la playa de Ostia, Roma), ha dado la oportunidad al gran público de conocer su figura más allá del cine.
Cinco décadas después y tras la reciente celebración de su centenario en 2022, la figura de Pasolini ha vuelto a ocupar, entre otros espacios, los escaparates y las mesas de novedades de nuestras librerías. Tanto con reediciones de su obra, entre las que destaca la de su novela inacabada, Petróleo (Nórdica, 2025), como con volúmenes que reflexionan alrededor de su persona como Las siete vidas de Pasolini (Dos Bigotes, 2025).
Este segundo libro es, sin duda, uno de los más interesantes de los editados este año si se busca adentrarse en el Pasolini más desconocido. Se trata de un volumen coral, prologado por el escritor Vicente Monroy, que tiene vocación de ampliar la visión que tiene el público en general de un artista que, por supuesto, fue un cineasta excepcional y único, pero cuya obra es mucho más extensa y variada. A la etiqueta de director de cine el libro añade seis más: poeta, novelista, pintor, dramaturgo, amante y filósofo.
Un artista que, como escribe Monroy, “no nos legó un sistema o una doctrina, sino algo más inasible e inquietante. Un aliento, una cadencia, un aura profética —Moravia lo comparaba con un profeta bíblico— que envuelve sus palabras y sus imágenes en una niebla seductora y desestabilizadora”.
Más allá de 'Saló'
También Moravia dijo en su funeral una frase difícil de rebatir: “Hemos perdido, por encima de todo, a un poeta. Y poetas no hay tantos en el mundo”. Y esa personalidad, la de poeta, escribe Monroy, atraviesa toda la obra de Pasolini. Ya que este no fue un teórico que utilizara el cine ni un director que se refugiara en la escritura, sino un poeta que se expresaba a través de múltiples formas artísticas.

Entrando en algunos de otros planos de los que se ocupa el libro, cabe destacar la pieza de la experta en Pasolini, Silvia Martín Gutiérrez, que se pregunta en su ensayo, titulado Pier Paolo Pasolini, ¿filósofo?, si el italiano puede leerse como tal. En su opinión, a pesar de que sus críticos atacaron frecuentemente al Pasolini por ir de tuttologo, él mismo reconoció que ni tenía formación filosófica ni pretendía ser uno de ellos.
No obstante, como artista, como poeta, la filosofía estuvo siempre presente en su obra. Es innegable, como señala Martín, la influencia en ella de la filosofía clásica, medieval, de la Ilustración, del marxismo, del existencialismo y, especialmente, el pensamiento del Marqués de Sade. Incluso de la filosofía hinduista, tras su viaje a la India junto a algunos otros intelectuales italianos.
A esa lectura se suma la del historiador Mario Colleoni, que aborda al Pasolini novelista y ensalza la ambición narrativa de alguien que jamás concibió la novela como un refugio psicológico, sino como un territorio de experimentación moral y política. Entre su producción, destaca la ya citada Petróleo, una obra-puzle inacabada que mezcla diarios, parodias, visiones, alegorías bíblicas, ensayos políticos y escenas de una lucidez casi insoportable, y que el artista concibió como una obra de arte total.
Pasolini la inició en 1967 y trabajó en ella, hasta la víspera misma de su muerte. Sobre el libro, en diciembre de 1974 dejó escrito: “Lo que he hecho desde que nací no es nada en comparación con la obra gigantesca que estoy llevando a cabo”; y en enero de 1975 precisó, como una especie de epitafio/manifiesto involuntario: “Contiene todo lo que sé, será mi última obra”.
Destaca también el texto escrito por la historiadora Déborah García, que aborda al Pasolini amante, un territorio donde deseo, clase y herida se confunden, y donde emerge una vulnerabilidad capital en todo su trabajo. Para García, el deseo del autor, que en su tiempo fue “incómodo, áspero, violento”, vertebra su obra.
Desde una mirada lésbica y crítica, García señala que esta pulsión no es un mero rasgo biográfico, sino una posición ética: Pasolini elige habitar el margen, deseando cuerpos que el sistema excluye y rechazando la domesticación burguesa del afecto. Así, el “temblor” pasoliniano se convierte en un archivo de la disidencia, donde el amor, aun doliendo o no siendo correspondido, actúa como un último refugio de verdad frente a la anestesia del consumo y la norma social.

Cada uno de los ensayos incluidos en el volumen ilumina, por tanto, una dimensión distinta del autor, pero todos convergen en un diagnóstico común: Pasolini sigue siendo un interlocutor incómodo para nuestro presente porque señaló problemas que continúan siendo completamente vigentes en nuestra actualidad.
El italiano entendió antes que nadie que la modernidad estaba devorando sus propios cimientos. Su diagnóstico sobre el consumo, entonces tildado de catastrofista, hoy parece una lectura anticipada del capitalismo tardío. Habló de “genocidio cultural” cuando casi nadie pronunciaba esa expresión. Denunció la “mutación antropológica” que borraba las formas de vida populares y advirtió que la televisión produciría “un nuevo tipo de italiano”, estandarizado y dócil.
En sus últimos textos, cuando ya percibía que la juventud proletaria había sido absorbida por la aspiración de clase media, escribió: “Amo lo que se pierde”.
Una memoria en disputa
Cincuenta años después, el legado de Pasolini sigue siendo un campo de batalla. Según Monroy, tras su muerte “su nombre quedó atrapado en una densa red de interpretaciones y tergiversaciones”. Y explica que muchos biógrafos “incurren en un exceso de mitificación” que termina alejándolo de los lectores de hoy en día. Y es cierto: la figura de Pasolini ha sufrido la doble condena del morbo y del mito. Lo han convertido en mártir, en profeta, en santo laico, en provocador profesional.
Pero cada aniversario obliga a retirar capas. Y, si lo hacemos, aparece un Pasolini más frágil y más feroz: un hombre que escribió contra su tiempo sin proyecto de salvación, que filmó sin obedecer al mercado, que amó lo que sabía efímero, que se equivocó con la desesperación de quien sabe que ya no hay remedio. Un artista que, como concluye Monroy, “insiste en regresar para recordarnos lo que fuimos, lo que hemos perdido y lo que todavía podríamos llegar a ser”.
Volver a Pasolini en 2025 no es un ejercicio nostálgico. Es un acto de supervivencia cultural. Libros como Las siete vidas de Pasolini resultan esenciales: no para “cerrar” a Pasolini, sino para permitir que siga vivo.
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