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Tailandia, un infierno para los refugiados sirios palestinos

Ibrahim Ghazal posa frente a la sede de Naciones Unidas en Bangkok frente al único documento que tiene, un permiso de viaje que le permitió entrar en Tailandia./ L. Villadiego

Laura Villadiego

Bangkok (Tailandia) —

Ibrahim Ghazal dejó su Siria natal porque no quería empuñar un arma. “Nos llamaron para unirnos al Ejército. No podíamos decir que no, pero yo no quiero matar a nadie”, explica. Ibrahim decidió, al igual que han hecho otros dos millones y medio de sirios, que lo mejor era huir de esa guerra que en poco más de tres años ha matado a más de 150.000 personas, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, y ha reducido el país a escombros.

Sin embargo, para Ibrahim las cosas han sido incluso más difíciles que para el resto de refugiados: a pesar de haber nacido en Siria, su familia es de origen palestino y, por tanto, no tiene ninguna nacionalidad reconocida. “Sólo tenía un permiso de residencia en Siria. Pero aún así querían que me uniera al Ejército”, dice mientras sostiene una especie de salvoconducto que consiguió en Líbano y que le permitió llegar hasta Bangkok, la capital tailandesa. Ese salvoconducto que tenía que haberse convertido en su garantía de una vida mejor fue una piedra más en el camino.

Con sus playas paradisíacas y sus hoteles de lujo, Tailandia parece en la mayoría de las postales un paraíso en la tierra. Muchos de los que abandonan sus hogares para escapar de las guerras o las persecuciones de las autoridades también se sienten atraídos por un país que no exige demasiados trámites para poder entrar. Pero Tailandia es, sin embargo, un segundo infierno para los refugiados.

El Gobierno no ha firmado la Convención del Refugiado de 1951, y tanto demandantes de asilo en espera de obtener el estatus de refugiados como aquellos que ya han sido reconocidos por Naciones Unidas son tratados como inmigrantes en situación irregular y detenidos en centros especiales para extranjeros que no tienen los papeles en regla. “En Tailandia, la seguridad [de los refugiados] es un problema grave, Son tratados como delincuentes aunque estén reconocidos por la ONU”, afirma Anna Nguyen, una asistente legal que trabaja para el Jesuit Refugees Service en Bangkok.

El caso de los sirios palestinos es aún más delicado. “Los sirios palestinos son muy vulnerables porque no tienen ningún Estado ni consulado que les respalde y al que puedan apelar. Son refugiados por partida doble”, asegura Leon Deleon, secretario de la Campaña de Solidaridad con Palestina de Tailandia. La organización calcula que durante el último año han llegado hasta el país asiático unos 300 refugiados con este perfil.

De entre ellos, al menos 15 demandantes de asilo, incluyendo tres menores, han sido ya arrestados y enviados a alguno de estos centros de detención de inmigrantes, asegura Tamman Tamin, otro refugiado que huyó de Siria “para mantener a salvo a mi familia” y que ahora hace de portavoz del grupo.

“Los tienen hacinados y no les dan comida halal [según los estándares de la religión musulmana]”, dice. “Para los niños es muy duro porque no tienen juguetes ni reciben educación”. La condición para salir es la misma que para el resto de detenidos, a pesar del peligro que corren los refugiados en sus países de origen: reunir dinero suficiente para comprar un billete de vuelta. Muchos, no obstante, salen de los centros gracias a la corrupción de las autoridades y al pago por parte de las familias de varios cientos de dólares.

Una vida condenada a la pobreza

Las persecución por la policía y la falta de papeles les impiden trabajar y la mayoría subsiste con pequeños empleos ilegales o pidiendo limosna. “Apenas tenemos qué comer. Sólo podemos permitirnos una comida al día aunque mi mujer está embarazada”, cuenta el hombre de 37 años, quien lleva ya un año en la capital tailandesa y que tiene otro hijo de 9 años. Conseguir el reconocimiento por parte de ACNUR es fundamental para ellos, porque el organismo les da una pequeña ayuda de entre 50 y 100 euros mensuales, insuficiente para sobrevivir, pero a menudo el único ingreso de muchos refugiados.

Si Tamman fuera un solicitante de asilo normal, le quedarían al menos tres años más en la capital tailandesa, sufriendo el acoso de las autoridades y la pobreza. El proceso normal de reasentamiento en un país de acogida –puesto que Tailandia no concede asilo– tarda una media de cuatro años en el país asiático. Pero por difícil que sea el procedimiento, para ellos no hay vuelta atrás. “Aunque se acabe la guerra, no tenemos un sitio al que volver”, dice Tamnan. “No podemos volver a Siria, pero tampoco podemos entrar en Palestina”.

Ibrahim también sabe que será difícil volver a Yarmuk, el campamento de refugiados palestinos más grande de Siria, en el que nació hace 22 años. El joven, que consiguió hacerse un camino y estudiar en la universidad, explica que mientras Bashar al-Asad siga en el poder no podrá volver, pero que podría tener alguna posibilidad si se instaura otro Gobierno. “No estoy seguro. No soy un sirio ni un palestino. Soy las dos cosas y al mismo tiempo no soy ninguna de ellas”.

Para Anna Nguyen ése es el principal obstáculo para apátridas como Tamman e Ibrahim, ya que en el proceso es fundamental poder demostrar la nacionalidad. Sus procesos se alargan y la mayoría se ve atrapado entre las fronteras de este infierno del que no pueden salir porque nadie más acepta sus permisos de viaje.

Ante la desesperación, muchos acuden a las nutridas redes de tráfico de personas que operan en el país y que venden pasaportes falsos para poder entrar en países occidentales.

Es lo que hicieron los dos pasajeros iraníes que iban a bordo del Malaysia Airlines MH370 que desapareció el pasado 8 de marzo y que, se cree, eran también solicitantes de asilo que se habían cansado de sufrir el tortuoso camino de los refugiados en Tailandia.

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