Cómo compiten EEUU, China (y Europa) en la Guerra Fría tecnológica por la triple corona digital: IA, chips y tierras raras
Los ciclos geopolíticos y tecnológicos se solapan en el orden mundial, augura desde hace un par de años George Friedman, presidente de Geopolitical Futures, para justificar su premisa de que todos los cambios de paradigma vinculados a la innovación desde la Revolución Industrial han provocado alteraciones sustanciales en el orden mundial. Su proclama, que data de finales de 2022, conectaba los despidos masivos que se empezaron a impulsar las bigtechs americanas con la invasión rusa en Ucrania. “Las casualidades –decía– no suceden por arte de magia”. Un trienio después, la carrera tecnológica del siglo XXI –alerta otro analista ilustre, Stephen Roach, profesor de Yale y durante decenios el jefe de Morgan Stanley en Asia– ya no se decide únicamente en laboratorios, campus universitarios o centros de investigación privados. A su juicio, se dirime en planes industriales, controles de exportación, cumbres diplomáticas y mercados financieros.
La IA, los chips avanzados y las tierras raras han dejado de ser simples suministros técnicos para convertirse en instrumentos nucleares del poder geopolítico. Tan comparables a la energía o a las finanzas. EEUU y China rivalizan por determinar las reglas de este juego geopolítico que dominará la próxima fase del capitalismo digital. Europa, mientras, trata de evitar quedarse reducida a un papel pasivo, con mercado amplio, una intensa capacidad regulatoria, pero con una elevada dependencia estructural de tecnologías ajenas.
Roach ofrece un balón de oxígeno a Europa y otras latitudes rezagadas en esta carrera sin cuartel por la hegemonía digital. La ventaja inicial que refleja los mercados “no garantiza la victoria”, porque el liderazgo tecnológico real depende de la habilidad de cada territorio para consolidar sus avances innovadores a largo plazo; “especialmente en materia de investigación”, dice.
Durante la última década, el debate sobre la IA se centró en quién desarrollaba los modelos más potentes. Hoy, este foco se ha desplazado hacia una cuestión más profunda: quién controla la infraestructura que permite desplegar esa IA a escala. Centros de datos, nubes soberanas, chips, estándares técnicos y marcos regulatorios se han convertido en el verdadero campo de batalla. La competencia ya no es solo por innovar primero, sino por condicionar la adopción global.
Aunque, al mismo tiempo –enfatiza Roach–, el salvoconducto hacia el liderazgo lo conseguirá la nación que sepa pasar con mayor celeridad del laboratorio al tablero geopolítico.
Esta dicotomía no es fácil de resolver. Alex Krasodomski, director del Digital Society Programme de Chatham House, la plantea en estos términos: Washington está empujando a muchos países a una lógica binaria: tecnología estadounidense o made in China. En alusión a iniciativas como OpenAI for Countries o los compromisos europeos de Microsoft, coordinados explícitamente con el gobierno estadounidense, revelaban hasta este año una estrategia basada en la exportación de infraestructuras digitales y marcos normativos afines. Sin embargo, todo ello ha saltado por los aires bajo la segunda Administración Trump.
Quiebra de la hegemonía tecnológica global
China ya no responde de igual manera a la afrenta geoestratégica de Washington. Quizás el último conato de entendimiento lo lanzó a finales de julio pasado su primer ministro Li Qiang en la World Artificial Intelligence Conference de Shanghái, cuando propuso, en plenas negociaciones arancelarias entre ambas superpotencias (que se saldaron con una tercera tregua y sin acuerdo), avanzar hacia un marco de gobernanza mundial de la IA. Pero su advertencia de fragmentación normativa y de monopolios tecnológicos en sistemas duales, que convertirían la digitalización en “un juego exclusivo para un número reducido de países y empresas”, parece haber caído en saco roto. La diplomacia tecnológica orientada a legitimar modelos alternativos de liderazgo se ha impuesto sin remedio.
Este año han arreciado los controles de exportación y vetos tecnológicos entre EEUU y China. Sobre todo, en torno al negocio de los chips y el abastecimiento de tierras raras. Ya existían desde octubre de 2022 cuando la Administración Biden aprobó diques de contención sobre los avances chino en IA y limitó su acceso a semiconductores con tecnología americana. Con instrucciones a sus aliados europeos y anglosajones para que siguieran su táctica exterior.
Sin embargo, el balance de situación es ambiguo. Para Ryan Hass, director del China Center de la Brookings Institution, la narrativa de una carrera con ganador y perdedor es engañosa. China no solo no se ha detenido, sino que ha acelerado su apuesta por la autosuficiencia tecnológica. Con el lanzamiento de modelos como DeepSeek R1 o Kimi K2, desarrollados con presupuestos muy inferiores a los de OpenAI o Google, ilustra un fenómeno incómodo para Occidente: las restricciones pueden generar el efecto contrario y fomentar la eficiencia. Como también subraya Melanie Sisson, directora del Foreign Policy Program de Brookings: “existen dudas claras sobre lo que Occidente puede lograr tratando de debilitar a China y los precedentes muestran que la necesidad estimula la invención”.
Chips y soberanía: tándem de la era digital
Los semiconductores se han convertido en el verdadero cuello de botella de la economía digital. Controlar su diseño, fabricación y distribución equivale a manejar el ritmo de innovación de la IA, la Defensa, la energía o la movilidad del transporte. EEUU puede que aún domine los chips más avanzados, de alta gama, pero depende de cadenas de suministro globales frágiles. Y China avanza con diseños propios, pese a que todavía podría estar rezagada en nodos sofisticados. La UE, por su parte, reconoce abiertamente su vulnerabilidad.
El informe Innovation made in Europe del European Round Table for Industry (ERT) es revelador. Europa invierte menos en I+D-i que sus dos competidores y, sobre todo, destina una proporción mucho menor a desarrollo experimental de alto riesgo, el tipo de innovación que genera saltos tecnológicos de cierta dimensión. El problema, pues, no es tan solo financiero, sino estructural, y tiene que ver con un exceso y una dispersión regulatoria y con una brecha crónica para escalar proyectos digitales. La Comisión Europea confía en que el Green Deal Industrial Plan sirva como catalizador. Sin embargo, los propios líderes empresariales avisan de que, sin un marco legal que priorice el llamado business case for innovation, la soberanía tecnológica europea seguirá siendo más aspiracional que real.
Regular sin ofrecer incentivos nítidos puede reforzar valores, pero también empujar al capital y su talento fuera del continente. Este es el mensaje de sus patronales sectoriales.
Pero la dimensión más olvidada –y quizás la más determinante– de esta carrera tecnológica está bajo tierra. Las tierras raras y los minerales críticos son las materias primas para fabricar chips, baterías, motores eléctricos, armamento avanzado y energías renovables. Y China domina no solo la extracción, sino sobre todo el procesamiento y su mercado exterior, una amplia ventaja estratégica. Silenciosa, pero poderosa.
Financial Times describía hace unas fechas cómo los nuevos controles chinos a las exportaciones de tierras raras y magnetos han provocado un auténtico rally bursátil en empresas occidentales del sector. Compañías como MP Materials o Lynas han disparado sus valoraciones, mientras la Casa Blanca adopta una política industrial sin complejos, con reservas estratégicas, unos suelos de precios y una participación directa del Tesoro en empresas mineras.
Para David Merriman, director de investigación de Project Blue, parte de este entusiasmo está justificado, porque los productores tienen que “llenar el vacío” generado por las restricciones chinas. Pero también augura ana tormenta de expectativas que puede alimentar el oportunismo en torno a “las tensiones por reforzar la seguridad nacional sin inflar una burbuja financiera”.
En un contexto en el que, además, “China no necesita cerrar completamente el grifo”, sino que le basta con introducir fricción regulatoria para alterar mercados y forzar reacciones políticas en terceros países, aclara. En su opinión, se ha hecho evidente que la soberanía tecnológica ya no empieza en el software ni termina en los chips. Más bien, se construye también desde el control de los recursos naturales estratégicos.
Europa entre la dependencia y la tercera vía
Entretanto, Europa intenta evitar el pulso geoestratégico Washington-Pekín. Krasodomski incide en que algunos socios comunitarios buscan ganar margen de maniobra más que alineamientos con sus vecinos del club. En medio de una elevada dependencia de la computación, el software y el cloud estadounidenses, de los chips asiáticos y de minerales críticos que debe importar, lo que “condiciona cualquier estrategia de autonomía”.
Aun así, donde Europa conserva poder de influencia es definir estándares internacionales, en la regulación de la IA y en modelos de gobernanza tecnológica que han despertado el interés de mercados emergentes como India o Brasil, cuyas autoridades han demostrado que es posible construir infraestructuras digitales soberanas en ámbitos como la identidad digital o los pagos. En IA, el reto es mayor. Aunque no imposible si se combina –destaca Krasodomski– “inversión, colaboración público-privada y pragmatismo regulatorio”.
El mapa global de la competitividad en IA deja espacio para el optimismo. El Global AI Vibrancy Tool 2025 del Stanford Institute for Human-Centered AI –uno de los rankings de referencia– sitúa a EEUU como líder indiscutible, seguido de China y de una India en rápido ascenso. Pero también muestra una creciente diversificación, con países de tamaño medio capaces de competir gracias a estrategias digitales coherentes. En esta clasificación, además, España ocupa un digno séptimo puesto, dato que pudiera parecer sorprendente, pero que refleja avances reales en adopción tecnológica empresarial, en talento técnico y en cooperación institucional. “España no lidera en modelos fundacionales ni en inversión privada masiva, aunque destaca por su capacidad para la integración de la IA en sectores productivos, servicios públicos y proyectos europeos” reconoce el estudio.
España escala como mercado innovador
Los expertos del Stanford Institute resaltan la posición española dentro de la UE. En parte por su facilidad de acceso a fondos de transición digital y energética, y una creciente especialización en aplicaciones industriales y de gobernanza tecnológica que le ofrecen una ventaja comparativa silenciosa. No se trata de ganar la carrera global, sino de elegir bien dónde competir. Y la cuarta economía del euro “ha diversificado con celeridad y precisión” hacia la digitalización y hacia la sostenibilidad su patrón de crecimiento.
España es un ejemplo de la tercera vía que debería inculcar la UE y potencias medias, basada en una innovación pública, modelos abiertos e infraestructuras compartidas, impulsada por países que no quieren repetir la pérdida de soberanía digital de las últimas décadas. Frente al lema bursátil de que EEUU innova, China replica y Europa regula --no del todo cierto--, la gran lección de esta nueva Guerra Fría tecnológica es que la soberanía no debe equivaler a aislamiento. Porque la IA está desvelando una verdad incómoda: que la hegemonía tecnológica y el cetro competitivo del siglo XXI se construye con tanto algoritmos como con una política industrial, una diplomacia y unos recursos estratégicos que no están al alcance de todos ni de nadie.
Además de una evidencia casi científica, que el “Mine, baby, mine” trumpista en busca de nichos de tierras raras por todo el planeta es, en el fondo, otro giro intervencionista americano que no concuerda con el laissez-faire liberal, sino que inyecta subsidios, adquiere acciones federales de empresas estratégicas --entre ellas, mineras-- con relajación de los objetivos medioambientales e invoca la seguridad nacional para controlar cadenas de valor y suministro protegidas. Todo ello insufla un aire de burbuja financiera que podría explotar si el entusiasmo inversor no coincide con las cuentas de resultados de las compañías tecnológicas. Todavía hay mucha confusión entre regulación y freno, soberanía y repliegue, y tecnología y propaganda, advierten en Stanford.
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