Discursos

Los discursos. La manera que tenemos de distraer el tiempo largando discursos cuando aún no hemos resuelto el problema de si las cosas suceden antes de ser nombradas o por el contrario tras ser nombradas suceden. Los maestros en esta práctica, tras la escuela socrática, han sido los miembros de la Iglesia que, subidos a sus púlpitos, han logrado atravesar los siglos pronunciándose acerca de las cosas más dispares, tanto de dios como de las brujas poseídas por Satanás, ya de la pasión que sienten los franceses por los puerros como de los libros que han de arder en una hoguera para asegurarse una eternidad sentado a la diestra de Nuestro Señor.

En nuestro país cuando no había un sacerdote subido a un púlpito siempre había un general decimonónico con espadón, mostacho, larga patilla y condecoraciones en la solapa de la guerrera hablando en nombre de dios. Los discursos moldean casi todas nuestras rutinas. Lo mismo se pronuncian en un funeral que en un banquete de bodas, en la botadura de un portaaviones que en la entrega de cualquier premio.

Hay discursos que te hacen llorar, que te consuelan, que te excitan, que te manipulan, que te tientan a invadir Polonia en un arranque de determinación y luego están los discursos patrióticos, tan presentes en la historia de nuestro país, con los que algunos políticos cavernícolas han tratado siempre de librarnos de la fatiga de vivir mediante la exaltación del ardor guerrero. De este pelaje son también los discursos de quienes, desde determinados medios de comunicación, todas las mañanas nos arengan para que salgamos a la calle a insultar al gobierno, a encarcelar migrantes, a evangelizar infieles y a despreciar al movimiento feminista y de diversidad sexual escupiendo sobre una bandera bordada con los colores del arco iris.

Pero de entre todos los discursos que en la historia de nuestro país se han dado no hay ninguno tan esclarecedor, tan definitorio, como el discurso, tan patriótico, por otra parte, como el que el general Franco pronunció con el propósito de arengar a los moros que habían de acompañarle en la invasión de la Península: “Vais a reconquistar de nuevo tierras andaluzas. Vais por todo lo vuestro: la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba. Todas las tierras del Califato. Todo lo que ha sido de vuestros antepasados. Pero, además, oídme bien, soldados míos, hermanos del Islam: vais a matar cristianos”.

Franco. El héroe asesino. El héroe de demasiados jóvenes, casi, casi, adolescentes, que, fascinados por la autoridad mesiánica del dictador, se incorporan, ahora, a esta realidad de trapo que es la vida nacional.