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Autores para leer en la cuarentena: Henry Miller

Henry Miller

Gonzalo Bolland

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Uno de los relatos incluidos en el libro Primavera Negra de Henry Miller, el que hace referencia al barrio de Brooklyn, a la sastrería donde su padre siempre acudía y a todos los personajes que transitaban por aquellas calles - tontos y listos, alcohólicos, lisiados mentales, prostitutas, pedigüeños, artistas furiosos, etcétera, etcétera - contiene, a mi juicio, uno de los mejores muestrarios de nuestra condición humana, además de algunas de las líneas más logradas de Miller, las más divertidas, las más honestas, las más vitales, con lo que esto significa en un autor que si por algo se caracteriza es por la vitalidad.

No hay, en este relato, ni una sola concesión a la nostalgia sino una profunda alegría por relatar los quehaceres cotidianos de unos personajes tan desamparados, tan perdidos y tan disparatados como la época: humor de Rabelais para un tiempo y una ciudad desquiciada; mínimas biografías que no relatan más que la furiosa brevedad de la vida; hombres y mujeres que se pasean por los bares de Brooklyn buscando alguien con quien compartir una borrachera, una cama, una carcajada o un desayuno sin diamantes; miserias de artistas derrotados, mujeres desquiciadas, animales deambulando, todo sucio, viejo, vacío pero, aún así, brillando tenazmente en la oscuridad como un escupitajo lanzado sobre el parabrisas de un coche siniestrado.

Siempre alegre y divertido. Esa es la consigna. Miller no es un novelista. No es un poeta. No es un ensayista. Miller escribe como si estuviera paseando por el puente de Brooklyn o pedaleando por la campiña francesa porque la vida no ocurre en las bibliotecas donde Azorín buscaba los adjetivos que nunca encontró ni en la mesa camilla donde Baroja se hacía pajas sino en la barra de los bares, en la vereda de los ríos, en la conversación con pintores y putas hambrientas o en los urinarios de los arrabales de un París prebélico de pastis, mostachos, bicicletas, limpiabotas rusos y buhardillas con goteras.

¿Por dónde hay que empezar a leer a Henry Miller? Por el principio, o sea, por Trópico de Cáncer que es el libro, contagiosamente vital, donde afirma que “No tengo dinero, ni recursos, ni esperanza. Soy el hombre más feliz del mundo porque me importan tres cojones el pasado y el futuro. Estoy sano. Irremediablemente sano. Sin penas ni remordimientos. Sin pasado ni futuro. Tengo bastante con el presente”. Transitar por el mundo a pecho descubierto sin planes y sin móvil, sin gps y sin pólizas de seguros, algo que esta época no hace nadie o casi nadie, no solo por culpa de virus como el que ahora nos corona sino porque, voluntariamente, nos hemos arrinconado en las múltiples pantallas que nos han arrebatado la personalidad, el tiempo, las ganas, los amigos y hasta el contacto con nuestros semejantes.

En nuestros días la gente apenas se relaciona. Se soporta, pero poco. La gente se busca, se requiere, se ‘guasapea’, se llama constantemente por el móvil y se insulta por las redes sociales, pero solo para mantener a flote, entre otras naderías, este negocio del intercambio de personas, animales y enseres – llamémosle capitalismo - pero la verdad es que ya apenas nadie soporta a nadie. Ni los curas a sus feligreses, ni los estudiantes a sus profesores. Mucho menos los administradores a los administrados por no hablar de los ricos a los pobres como lo demuestra la política europea en relación con los refugiados. Teniendo que ocuparnos constantemente de la miseria moral de nuestros actuales personajes públicos –empezando por Donald Trump como Emperador del Imperio que se desmorona y siguiendo por una larguísima caterva de tediosos, acartonados y mentirosos políticos, intelectuales y demás–, nos estamos perdiendo la herencia de los individuos sobresalientes que nos precedieron; sobre todo a la herencia de los menos sometidos, los más interesantes, los más provocadores... Todos aquellos que como Miller disfrutaron de la vida dándose la justa importancia; o sea sabiendo que en este mundo no hay mayor lucidez que tener por consigna procurar ser siempre “alegres y divertidos”.

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