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ANÁLISIS

Despedido por racista: verdades y mentiras de la 'cultura de la cancelación'

Trump habla con los medios el pasado 10 de julio a las puertas de la Casa Blanca.

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Donald Trump dice que la 'cultura de la cancelación' es “una de las armas políticas de la izquierda: hacer que la gente pierda su empleo, avergonzar a los disidentes y exigir total sumisión a quien no esté de acuerdo. Es puro totalitarismo”. El diccionario lo define de un modo más frío: “Retirar el apoyo a figuras públicas y empresas después de que hayan hecho o dicho algo considerado intolerable u ofensivo”.

Trump acusa directamente a la izquierda porque en los últimos años hemos visto varios ejemplos en los que un personaje conocido hace un comentario racista, machista u homófobo que desata una campaña que invita a no leer, escuchar o comprar sus trabajos. Es irónico que el presidente esté tan enfadado con el tema, ya que él ha llamado a boicotear tanto a marcas comerciales como a países enteros, y además ha pedido el despido de infinidad de periodistas estadounidenses de primer nivel. Pero la diferencia va más allá.

Mucho antes de que Trump tuviera 83 millones de seguidores en Twitter, ya poseía los resortes para protestar contra lo que no le gustaba. Durante décadas ha tenido personas a sueldo que se ocupaban de amenazar con demandas a periodistas críticos o silenciar a examantes dispuestas a hablar. Trump no necesitaba la 'cultura de la cancelación' de las redes sociales porque él ya tenía las herramientas más efectivas para “cancelar” gente. A otras personas de colectivos menos favorecidos, sin embargo, la ‘cultura de la cancelación’ les ha dado un arma para su activismo político.

El boicot como arma política

Por mucho que se hable de una “turba de internet” que va destruyendo la carrera profesional de diferentes personas, la 'cultura de la cancelación' tiene una fuerza limitada. Si la cadena ABC despidió a Roseanne Barr después de llamar “simio” a una asesora negra de Obama fue pura y simplemente porque los anunciantes respondieron a la llamada. Y si la discográfica del rapero R. Kelly no quiso volver a trabajar con él tras las decenas de denuncias de abuso sexual fue porque comercialmente le resultaba dañino. Y, aún así, los verdaderamente “cancelados” son pocos.

Quitando algunos ejemplos muy flagrantes, la indignación ante el supuesto poder de la 'cultura de la cancelación' sobrepasa su verdadero impacto. Se suele citar como víctimas de “la masa” a artistas como Kanye West, que insinuó que la esclavitud había sido “una elección” para los afroamericanos, pero que sigue en la cumbre de su carrera y ahora es candidato a presidente. Otro de los supuestamente “cancelados” fue el cómico Louis CK, que regresó a los escenarios con gran éxito tan solo 10 meses después de admitir que las denuncias sexuales contra él eran ciertas

Hace solo unos días, un numeroso grupo de intelectuales como Noam Chomsky y Francis Fukuyama, además de escritores como Salman Rushdie y J.K. Rowling, hacían referencia a la 'cultura de la cancelación' y denunciaban en una carta el clima de “intolerancia a las opiniones contrarias, la moda de avergonzar públicamente y condenar al ostracismo y la tendencia a disolver problemas complejos en cegadoras certidumbres morales”.

La denuncia contra la cancelación

Junto a la “cultura de la cancelación” ha surgido una “cultura de denunciar la cancelación” que pone el grito en el cielo por boicots que en ocasiones ni siquiera son reales. La enorme atención y condena que recibieron un puñado de tuits que denunciaban los dibujos animados de “La patrulla canina” por no abordar el racismo policial es un buen ejemplo de esto, pero hay muchos más. En las redes sociales siempre hay alguien enfadado por algo, pero la mayoría de las veces no alcanzan numéricamente la categoría de “turba” ni tienen el poder de cancelar nada.

Aunque un sector de la derecha estadounidense cargue contra un supuesto “discurso único” y asegure que no es para tanto un insulto homófobo o un incidente racista, lo cierto es que la “cultura de la cancelación” es una manifestación pura del libre mercado que muchos de ellos defienden a capa y espada. El Gobierno y la autoridad no cancelan a nadie fuera del código penal, son los consumidores los que sancionan socialmente, gastando su dinero en otro lado. El derecho a la libre expresión sigue garantizado, son las consecuencias de determinados discursos las que ahora son más graves. 

Pero esta táctica no es nueva y se ha utilizado tanto desde la derecha como desde la izquierda. En 2003, un grupo de manifestantes puso un tractor a aplastar discos de las Dixie Chicks cuando este grupo texano se opuso públicamente al presidente George W. Bush y su decisión de invadir Irak. Otros grupos conservadores también han llamado al boicot de marcas como Burger King por usar palabras malsonantes en sus anuncios o de Nike por apoyar a los deportistas que protestan contra el racismo. 

Lo que duele, parece ser, es que las grandes marcas se estén mostrando particularmente sensibles a las denuncias de racismo, machismo o LGTBIfobia y no tanto a las cosas que ofenden a esos grupos conservadores.

“Cancelados” anónimos

Es cierto que en las redes sociales se ha desarrollado un placer casi obsesivo por desenterrar lo más oscuro de un personaje, sus peores chistes, sus momentos más lamentables y usarlos para definir a esa persona. Es particularmente peligroso cuando el objeto de la cancelación es una persona anónima, pero determinadas “cancelaciones” han puesto en el foco comportamientos que antes de las redes sociales y los teléfonos inteligentes habrían quedado impunes. Un buen ejemplo es el de Amy Cooper.

Amy Cooper se hizo famosa casi instantáneamente mientras paseaba a su perro por Central Park. Empezó a discutir con un hombre afroamericano, Christian Cooper, que le pidió que le pusiera la correa a su mascota como indican las normas del parque. En el vídeo que él grabó se ve a la mujer exigiéndole que deje de grabar y amenazándolo: “Voy a llamar a la policía y a decir que un varón afroamericano está amenazando mi vida”. Ella misma ha reconocido que no era cierto. Después, Amy llama al número de emergencias y destaca en dos ocasiones que “un afroamericano” la está amenazando. Llorando, pide que “manden a la policía de inmediato”.

La poderosa imagen de una mujer blanca, una banquera de inversión, denunciando falsamente a un hombre negro el mismo día en que George Floyd murió a manos de la policía corrió como la pólvora. En pocas horas el vídeo tenía millones de reproducciones y las redes sociales ardían pidiendo su “cancelación”. Cooper se disculpó, pero su empresa decidió despedirla en un país donde el despido es libre. Ahora espera juicio por denuncia falsa y su abogado se queja amargamente de los efectos de la ‘cultura de la cancelación’. La propia víctima de todo esto, un editor científico de casi 60 años, ha dicho que no cree que “destruir completamente su vida” ayude a combatir el racismo. 

De la vida de Amy Cooper solo se conocen 60 segundos en los que se comporta de forma abiertamente racista. Parece un período de tiempo muy pequeño para todas las consecuencias que ha tenido, pero también es cierto que la historia de EEUU está llena de hombres afroamericanos muertos a manos de la policía. Hace unos años nunca habríamos sabido de algo así. Amy Cooper conservaría su empleo y no sabemos qué sería de Christian Cooper. La “cancelación” es un instrumento nuevo, a veces excesivo, pero que ha puesto consecuencias a algunas acciones injustas que durante mucho tiempo no las han tenido. 

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