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ENTREVISTA

Karl Deisseroth, neurocientífico: “El coronavirus nos ha cambiado a todos”

Karl Deisseroth.

Richard Godwin

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La pandemia del coronavirus ha sido una emergencia desconcertante. Una catástrofe que ha marcado a una generación. Pero para muchos de nosotros, el día a día ha sido solitario, incluso aburrido. Ha sido una alerta y, sin embargo lo más útil que podemos hacer es quedarnos en casa.

La COVID-19 es una enfermedad que ataca a los pulmones, pero también ha empeorado la salud mental de muchas personas y a la vez ha reducido drásticamente la cantidad de pacientes que buscaron ayuda por depresión, autolesiones, trastornos alimenticios y ansiedad. Karl Deisseroth, pionero en la neurociencia estadounidense, bioingeniero y ahora escritor, dice que cualquiera sea el rumbo que tome la pandemia desde ahora, “el coronavirus nos ha afectado a todos y nos ha cambiado a todos. No cabe ninguna duda de eso”.

Deisseroth, 49 años, conversa desde el frondoso jardín lleno de ardillas de su casa en Palo Alto, en el norte del estado de California, donde ha pasado gran parte de la pandemia cuidando a sus cuatro hijos. Pero también ha estado ocupado en muchas otras cosas. Ha terminado su libro Conexiones: una historia de los sentimientos humanos, una investigación sobre la naturaleza de las emociones. Ha atendido a sus pacientes psiquiátricos por Zoom y ha trabajado turnos nocturnos en un hospital de emergencias psiquiátricas.

Y mientras tanto ha seguido con su trabajo cotidiano, que implica el uso de diminutos cables de fibra óptica para disparar un láser a los cerebros de unos ratones a los que les han introducido células de algas sensibles a la luz para luego observar qué sucede, milisegundo a milisegundo, cuando las neuronas se encienden o se apagan.

Creador de uno de los mayores avances científicos

Esta es la metodología básica de la optogenética, una técnica en la que Deisseroth y su equipo fueron pioneros en 2005 en lo que ahora es el Laboratorio Deisseroth de la Universidad de Stanford. Este ha sido reconocido como uno de los mayores avances científicos del siglo XXI. Básicamente, Deisseroth encontró una forma de activar o desactivar células cerebrales individuales con una precisión increíble, lo cual a su vez ha generado una revolución en la neurociencia.

Ahora, la optogenética es una disciplina por mérito propio, con sus propias técnicas y sus propios principios que son utilizados en cientos de laboratorios en todo el mundo en busca de avances en la comprensión de los circuitos cerebrales y los efectos de patologías como la esquizofrenia, el autismo y la demencia.

Esto se lleva a cabo mayormente mediante experimentos en animales, estimulando o apagando los circuitos cerebrales que controlan, por ejemplo, la agresividad. Sin embargo, las posibilidades parecen ser casi infinitas. El mes pasado, el neurólogo suizo Botond Roska publicó un estudio en el que demuestra cómo usó los principios de la optogenética en una retina humana para devolverle la visión a una persona ciega.

Deisseroth tiene además otro logro enorme en su currículo: cerebros traslúcidos. En 2013, su equipo encontró una forma de drenar la materia opaca del cerebro de un ratón y suspender todas las células cerebrales en una plataforma de hidrogel, una sustancia transparente y de consistencia gelatinosa que permite ver imágenes asombrosamente detalladas del cerebro. Esto ha representado un avance enorme respecto de una resonancia magnética funcional. La idea se le ocurrió cambiando un pañal.

Su primer amor: la poesía

Tranquilo y con el pelo revuelto, Deisseroth se parece más a un bajista de un grupo de rock de la costa oeste de Estados Unidos que a un científico destacado. Y según lo relata, toda esta cruzada tecnológica surgió de su sueño infantil de convertirse en un poeta. “Ese fue mi primer amor y mi primera vocación: quería ser escritor”, dice. Una vez chocó su bicicleta por intentar leer un libro de Gerard Manley Hopkins mientras pedaleaba. “Siempre me intrigó la forma en que las palabras despiertan emociones, cómo pueden levantarnos el ánimo o abatirnos, su funcionamiento como símbolos potentes. Si lo piensas, una forma de comprender cómo esos símbolos se transforman en sentimientos podría ser estudiar cómo funciona el cerebro. Por eso me interesé mucho en la neurociencia”.

Sin embargo, a la neurociencia llegó a través de la psiquiatría. Tradicionalmente, se ha considerado a ambos campos como separados, el cerebro por un lado y la mente por otro, pero el conocimiento al que accedió Deisseroth en su consulta psiquiátrica se convirtió en el germen de muchos de sus experimentos.

“Cualquier persona puede leer un manual de diagnósticos y ver una lista de síntomas, pero lo que realmente le importa al paciente es otra historia”, dice. “Eso me ha hecho pensar: ¿Qué relaciones podemos establecer en el laboratorio? ¿Cómo podemos hacer que la inspiración fluya de forma recíproca?”

Qué son los sentimientos

Deisseroth dice que el libro Conexiones representa para él “cerrar un ciclo”, volver a su “primer y gran amor”: la escritura. Es un libro revelador. Con citas a Jorge Luis Borges y a Toni Morrison, salta de la evolución de las avispas al autismo, de los orígenes del pelaje de los mamíferos a las autolesiones en pacientes con trastorno de personalidad, de la música a la demencia y lo hace despeocupándose de cualquier dicotomía entre las artes y las ciencias.

En algunos momentos recuerda a los casos analizados por Oliver Sacks, en otros, al libro Sapiens de Yuval Noah Harari, aunque Deisseroth dice que un modelo más cercano es El Sistema Periódico del químico y poeta Primo Levi. Su escritura evidencia un gran amor por las palabras, pero también un pensamiento científico muy lúcido. ¿Qué son los sentimientos? ¿Cómo funcionan? ¿Por qué los tenemos? ¿Cómo evolucionan los sentimientos nuevos? ¿Y por qué tan a menudo no logran adaptarse a nuestras circunstancias?

“Los sentimientos son respuestas a la información que recibimos del mundo, pero como todos sabemos, tienen una trayectoria propia”, dice Deisseroth. “Con el paso del tiempo, se fusionan y desaparecen. A veces, ni siquiera somos conscientes de ellos”. Aunque aún estamos lejos de comprender siquiera un esbozo de la naturaleza física de los sentimientos, la optogenética está comenzando a ofrecernos una idea de cómo y por qué aparecen.

“No solo podemos registrar la actividad de decenas de miles de neuronas mientras están sucediendo los procesos que corresponden a ciertos sentimientos, sino que podemos directamente encender o apagar la representación de esos sentimientos con gran precisión. Podemos hacer que un animal se sienta más o menos ansioso, agresivo, maternal, hambriento o sediento. Y toda esa neurobiología genera un mapa de la cuestión fundamental de qué es un sentimiento”.

Los episodios maníacos y Juana de Arco

Hay momentos en que los casos que analiza Deisseroth hacen pensar en los tiempos extraños que estamos viviendo. Una de las historias más desconcertantes es la de Alexander, un hombre estadounidense adinerado y equilibrado, sin ningún antecedente de enfermedad mental, que se jubiló más o menos cuando sucedieron los ataques del 11 de septiembre de 2001. Alexander no se encontraba cerca de Nueva York cuando sucedieron los atentados ni conocía a nadie que se viera afectado, pero dos semanas después, estando de vacaciones en Grecia, comenzó a tener síntomas de “un clásico estado maníaco”.

Estaba llamativamente alegre, pasó a dormir muy poco (sentía que no lo necesitaba) y su libido aumentó. Cuando volvió a su casa, se ofreció como voluntario en la Marina de Estados Unidos y comenzó a entrenarse para ir a la guerra: trepaba árboles, practicaba tiro al blanco, leía libros de estrategia militar y le insistía a su esposa e hijos que estaba mejor que nunca.

Para Deisseroth, este caso funciona como una parábola (Alexander se recuperó, por cierto). “¿Por qué existe esta propensión al estado maníaco? ¿Tiene algún valor, si no para la persona, entonces para la comunidad o para la especie? ¿Este proceso fue más valioso en otra época, a lo largo de la evolución?”. Deisseroth especula que este estado maníaco -“que de alguna forma es la máxima expresión de lo que puede ser un ser humano”- es un circuito del cerebro esperando ser desactivado y quizá estos estados han ayudado a los seres humanos a lidiar con la guerra, la hambruna, la emergencia climática o las pandemias del pasado.

Lo que consideramos una enfermedad mental podría ser una adaptación evolutiva –o el intento de una adaptación– que ayudó a comunidades del pasado a sobrevivir. Como escribió el gran genetista Theodosius Dobzhansky: “En biología, nada tiene sentido a menos que lo mires desde la perspectiva de la evolución.”

Esto lleva a Deisseroth a analizar el caso de Juana de Arco, en la Francia medieval, una campesina adolescente que, igual que Alexander, parecía ser un vehículo inapropiado para ese estado maníaco, pero de todas formas se las arregló para lograr un impacto a escala nacional. “Este estado alterado ha sido muy importante a nivel histórico. Incluso si es una mala adaptación de la persona, puede tener efectos transformadores para la comunidad”.

Es difícil no asociarlo con las miles de personas que se sienten atraídas por las teorías de la conspiración relacionadas con las antenas de tecnología 5G, las vacunas o el Estado profundo. “He aquí la complejidad del mundo actual, en comparación con el pasado remoto o reciente. Pero el contexto está al revés. Nos encantaría que nos llamaran a la acción durante la pandemia del coronavirus, pero no se puede hacer mucho a nivel individual”.

El análisis de dos estados cerebrales extremos

En otro capítulo del libro, Deisseroth contrasta a dos pacientes con estados cerebrales extremos, “uno en el polo social y otro en el antisocial”. Aynur era una mujer extraordinariamente amigable, abierta y conversadora que comenzó a tener pensamientos suicidas cuando supo, mientras vivía en Europa, que su marido había sido enterrado en un campo de concentración chino (esta información la fue deduciendo de conversaciones telefónicas con sus padres, que no se atrevían a decírselo directamente). Al ser ella una extrovertida extrema, la pérdida de vínculos sociales profundos la dejó devastada.

Por otro lado, Charles, que estaba dentro del espectro autista, huía del contacto humano: tenía ataques de pánico en situaciones sociales y no podía mirar a nadie a los ojos, ya que asociaba el contacto visual con un “estado interno subjetivo de aversión” (o sea, sentirse mal). Deisseroth pudo tratar la ansiedad y los ataques de pánico de Charles, pero no hubo cambios respecto del contacto visual. Sin embargo, hablando con Charles, logró llegar al “núcleo” del problema. No era el contacto visual lo que le ponía ansioso, sino toda la información social que se transmite a través del contacto visual y esto para Charles era apabullante.

“Escucharlo afirmar esto fue un momento transformador para mí. Pudimos traer estas ideas al laboratorio y estudiarlas, e incluso cuantificar en bits por segundo cómo ciertos cambios que suceden en el autismo pueden afectar el manejo de información en el cerebro de un mamífero. Fue como unificar todos los hilos de una forma muy potente, algo que nunca habríamos podido lograr con un artículo, un estudio o un cuestionario”.

No es sorprendente que la pandemia haya sido un enorme desafío para quienes, igual que Aynur, tienen vínculos sociales muy profundos con amigos, familiares o incluso compañeros de trabajo. La tecnología informática, que reduce nuestras interacciones humanas multifacéticas y multisensoriales a un solo bit de información es un pobre sustituto de nuestro contacto social habitual.

“Una razón por la que las reuniones por Zoom son tan agotadoras es que debemos trabajar mucho más para generar nuestro modelo de la otra persona, y ni hablemos de hacerlo con muchas personas”, dice Deisseroth. “La interacción social es una de las cosas más difíciles de hacer en términos biológicos. Pensemos en toda la información que ingresa, no solo el lenguaje verbal y corporal, sino el modelo que generas de los deseos y necesidades de la otra persona, que hay que ir adaptando a medida que avanza la conversación. Es un proceso de manejo de información enorme. Zoom lo hace mucho más difícil”.

¿Qué efectos positivos nos deja la pandemia?

Sin embargo, para personas como Charles, la comunicación a distancia puede tener sus beneficios. Deisseroth cree que está mal ver al autismo como una limitación de la mente. “Las personas con autismo tienen algunos desafíos a la hora de formar un modelo de lo que está sucediendo dentro de la cabeza de otras personas. Pero esa no es una limitación fundamental. Tienen algunas estructuras y disposiciones en sus cerebros con las que pueden ingeniárselas, pero les cuesta seguir el ritmo de la cantidad de información que implica una interacción social. Con una escala de tiempo diferente, pueden progresar mucho”. La comunicación digital que sucede en tiempo real, como por ejemplo los correos electrónicos o los chats, pueden ayudar mucho, y de hecho muchas personas con autismo se han beneficiado del ritmo más pausado de la vida en confinamiento.

Mientras tanto, el alcance de los tratamientos de salud mental ahora es mucho mayor gracias a la incorporación de tecnologías digitales. “No cabe duda de que vamos a sufrir un tsunami de problemas de salud mental por efecto de la pandemia, pero a largo plazo espero que esto que hemos atravesado mejore mucho la accesibilidad a cuidados de salud mental. Si hay algo positivo, creo que puede ser esto”.

Deisseroth cree que otra lección que deberíamos aprender es a no enfocar todos nuestros esfuerzos científicos en objetivos muy estrechos, como por ejemplo un tratamiento para una enfermedad específica. “Nuestro instinto siempre es mantener nuestras fuentes de financiamiento y nuestros esfuerzos directamente alineados con esas necesidades del momento. El peligro es que, en principio, nuestra comprensión es tan incompleta que en general ese nivel de esfuerzo puntual no funciona. Y así nunca logramos un cambio grande que realmente lo transforme todo”.

Conexiones es, entre otras cosas, una argumentación a favor de la polinización cruzada de ideas y de la libertad científica: seguir a la ciencia en aras de la ciencia. El gran avance de la optogenética se basó en las notas de un botánico del siglo XIX sobre unas algas sensibles a la luz que había encontrado en un lago salino de Kenia, “y las estaba estudiando solo porque eran preciosas, por ninguna otra razón”, dice Deisseroth. “Uno nunca podría haber pronosticado que algún día esto nos daría la posibilidad de encender y apagar células del cerebro y así llegar a comprender qué conexiones y proyecciones conforman nuestras estructuras motivacionales. Y este tipo de historias aparecen una y otra vez en la ciencia”.

La inversión de Facebook y Google en ciencia “no es por nuestro bien”

Al verlo asentado en el corazón de Silicon Valley, me pregunto si le resulta frustrante que muchas de las mejores mentes de su generación hayan decidido dedicar toda su capacidad intelectual a la venta de publicidad digital para los gigantes tecnológicos, en lugar de intentar mejorar la salud de la humanidad.

Deisseroth me devuelve una sonrisa irónica. “Es un poco…desconcertante. Ves a gente brillante de Stanford meterse a trabajar en empresas importantes donde todo lo que hacen es enfocarse en conseguir más clicks o más publicidad. He hablado con algunas de estas personas y no se sienten necesariamente bien al respecto”.

A Deisseroth le preocupa especialmente la enorme inversión que Facebook y Google están haciendo en la ciencia del cerebro. “No es nada altruista. No lo están haciendo por nuestro bien. Están invirtiendo en ellos mismos. Hay mucha gente preocupada por esto. Estas empresas usan la fachada de ofrecer un servicio público, y es verdad que las herramientas que una empresa como Google ha puesto a nuestra disponibilidad han tenido un impacto positivo. Pero incluso Google Maps, como bien sabemos, funciona a favor de sus propios intereses. Debemos comprender eso”.

La influencia de la paternidad

A pesar de todas las presiones que impuso la pandemia, Deisseroth ha disfrutado del tiempo que ha podido pasar con sus hijos, que tienen entre 5 y 12 años, “haciendo ejercicio, resolviendo problemas matemáticos, escribiendo poesía, intentando encontrar cura para algunas enfermedades…” Además, tiene un hijo de una relación previa que está estudiando Medicina. No fue sino hasta que se puso a escribir el libro que se dio cuenta de cuánto ha influido la paternidad en su trabajo. Algunos de sus avances en la optogenética los logró mientras era padre soltero. Deisseroth describe un encuentro clínico con una chica con cáncer cerebral como la inspiración para su trabajo, y resulta que su esposa, Michelle Monje, ahora es especialista en cáncer cerebral infantil.

“Todas estas experiencias están muy cargadas de emociones, por las cosas que me estaban pasando en aquella época. Pero no me di cuenta de cuán relacionadas estaban con los desafíos de ser padre soltero y las tormentas emocionales ligadas a eso hasta que escribí el libro. Pude ver que este era un hilo conductor en mi vida: el niño potencialmente perdido, el niño potencialmente encontrado”.

En efecto, la optogenética ha ayudado a profundizar nuestro conocimiento sobre la maternidad y la paternidad. “Es verdad que un hijo te cambia. Esa estructura está allí, esperando a ser encendida. No es que se formen nuevas conexiones, sino que ya están allí, esperando a ser activadas”. Cuando alguien que ha tenido su primer hijo habla de sentir que algo ha “cambiado en su cabeza” o que le han “reprogramado”, está siendo más preciso de lo que parece. Deisseroth señala una investigación de Catherine Dulac, en Harvard, que ha establecido el mapa de circuitos cerebrales abocados a la crianza en los ratones. “Hay una conexión que maneja el impulso de encontrar a los bebés si están lejos y otra que maneja el impulso a protegerlos y cuidarlos. El estado general de alguien que está cuidando de un bebé está compuesto por todas estas partes. Es algo hermoso. Es muy inspirador”.

Durante la pandemia, Deisseroth ha intentado llegar a una teoría unificadora del individuo, a través del estudio de estados disociativos. Lo que realmente le entusiasma son los “grandes principios” del cerebro. “Cualquier cosa puede dividirse en partes. La magia está en como las propiedades del sistema surgen de las partes. Es probable que no lleguemos a un conocimientos realmente profundo del tema en décadas. Pero al menos hemos sentado las bases. Y debemos esforzarnos por avanzar lo máximo posible”.

Traducido por Lucía Balducci

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