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Sobre el cierre del Solar Maravillas y la ciudad en soledad que se impone

Parte del mural que El Rey de la Ruina pintó en el Solar Maravillas | SOMOS MALASAÑA

Pedro Bravo

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El barrio que nos junta en estas líneas es noticia en toda la ciudad por un par de historias —una de ficción y otra real— que tienen algo en común: las dos son de terror. Una es la película Malasaña 32. La otra es la promesa de clausura del Solar Maravillas. Como no he visto la peli, voy a hablar del solar. En realidad, no sólo voy a hablar del terreno de la calle Antonio Grilo pero empiezo por aquí.

Después de casi ocho meses, se puede decir que uno de los rasgos principales del gobierno de Almeida-Villacís es su manía por cerrar espacios vecinales. Ahora han decidido que toca cargarse el Solar Maravillas, como ya hicieran con La Dragona, La Gasolinera, La Ingobernable y La Salamandra. Unos eran espacios okupados, otros cedidos; todos eran autogestionados por vecinos. Por tanto, hay un patrón en este comportamiento de mando, pero no es el de terminar con ocupaciones ilegales, sino el de acabar con lo que hace la gente fuera de los cauces de consumo establecidos, es decir, encontrarse, compartir, charlar, cultivar, tejer, cantar… estar. Y, si el patrón es éste, entonces los cauces de consumo no están establecidos, sino que son impuestos.

Más allá del revanchismo cerril y la incapacidad para el diálogo que demuestran decisiones así, de fondo hay un asunto quizá más preocupante. En la ciudad, en ésta, en cualquiera, es cada vez más difícil encontrar lugares en los que convivir sin consumir. Se hacen las plazas duras y sin zonas para estar, se cambian los bancos públicos por terrazas, se prohíbe jugar y se fomenta la prisa. La tendencia no es sólo urbanística, es sobre todo económica. El precio de la vivienda está en máximos históricos y la mayor parte del empleo que se crea es temporal, precario y a tiempo parcial. Hay mucha gente que tiene que estar ocupada en dos y más trabajos para poder hacerse cargo de la vida misma y ni por ésas. No hay sitio para estar, tampoco hay tiempo.

La tecnología parece haber venido para rematar el panorama. Más allá de la falsa ilusión de actividad social, la conexión permanente es una cesión de tiempo, información y derechos. Pero se mantiene como tal ilusión y por eso es una manera muy atractiva de encadenarse a la rueda de la precarización, la prisa y el individualismo. Recuerdo un relato de Isaac Rosa para eldiario.es en el que imaginaba un futuro en el que la economía colaborativa, después de habernos llevado a comerciar con nuestras casas, bicicletas y coches, nos hacía poner en el mercado nuestros sueños nocturnos. No es tan distópico.

De eso va la gig economy, de usar el tiempo libre en trabajitos necesarios porque los trabajos sin diminutivo no dan para vivir. Es decir, de eliminar el adjetivo libre por otro que sea sinónimo de esclavo. Y ojo con las consecuencias por venir: leía el otro día en Slate una reflexión de Susie Armitage sobre cómo esta economía llamada colaborativa está cambiando las relaciones de amistad. Habla el texto de cómo aplicaciones como TaskRabbit, en auge en Norteamérica, están sustituyendo los favores por los micropagos. O sea, que la ayuda en la mudanza que antes era marrón del que se te escaqueaban todos tus amigos menos uno ahora es una actividad monetizada.

El resultado final de todo esto es que en las grandes ciudades cada vez habita más gente pero la gente está cada vez más aislada. Lo llaman epidemia de soledad como si fuese una plaga sin causantes, pero no es exactamente así. Hay detrás razones tecnológicas, urbanísticas y económicas y, también, decisiones políticas. La promesa de cierre del Solar de Maravillas es una.

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