En la Región de Murcia, envejecer se ha convertido en un lujo. No es una metáfora ni una exageración: es el resultado directo de una política social insuficiente y de una falta de prioridades que roza la indiferencia. Murcia es, desde hace años, la comunidad con las pensiones más bajas del país y, a la vez, una de las que peor cuida a sus mayores.
La pensión media apenas supera los 1.160 euros mensuales, muy por debajo de la media nacional. Y con esa cantidad, un jubilado murciano se enfrenta a precios de residencias privadas que rondan los 2.000 o 2.500 euros al mes. La aritmética es sencilla y cruel: el 70 % de los mayores no puede acceder a una plaza privada ni, aunque destine íntegra su pensión. Y el sistema público, que debería compensar esta desigualdad, no da abasto.
Los datos son elocuentes. Según el último informe del IMSERSO, Murcia apenas cuenta con 2,5 plazas residenciales por cada 100 personas mayores de 65 años, cuando el estándar europeo recomienda como mínimo cinco. Esto significa que faltan más de 6.400 plazas solo para alcanzar el mínimo que marca la dignidad institucional. Otras comunidades —Castilla y León, La Rioja, Galicia o el País Vasco— no solo han alcanzado esa ratio, sino que la superan con creces. Aquí, seguimos, como en casi todo, a la cola.
Además, de las 63 residencias existentes en la Región, solo 14 son públicas o semipúblicas. El resto son privadas, y apenas una fracción de sus plazas —unas 800, según datos recientes— están concertadas o subvencionadas. En resumen: la gran mayoría de mayores dependen del bolsillo de su familia o de la suerte de conseguir una plaza pública. Y la suerte, en política social, nunca debería ser un criterio de acceso.
Esto no es un problema técnico ni una cuestión de trámites. Es, ante todo, una decisión política. Cada plaza pública que no se crea, cada presupuesto que se aplaza y cada anuncio sin ejecución se traduce en una vida sin cuidados, en una familia sobrecargada, en una mujer (porque casi siempre son mujeres) que renuncia a su empleo para cuidar a quien la Administración ha abandonado.
El discurso institucional suele repetir que “la Región de Murcia cuida a sus mayores”. Pero los hechos dicen otra cosa. No basta con visitas oficiales a residencias ni con promesas de ampliaciones futuras. Hace falta una estrategia seria, sostenida y transparente, con objetivos medibles y financiación suficiente. Lo demás son gestos vacíos.
Porque una sociedad que no garantiza un final digno a sus mayores no es justa, y una política que no mira por ellos no es digno del voto. Las elecciones, al fin y al cabo, deberían servir para premiar la responsabilidad y castigar la desatención. No hay mejor termómetro moral que el trato a quienes ya lo dieron todo.
La Región de Murcia envejece, y lo hace mal. Sin un plan regional de envejecimiento digno, sin refuerzo de la red pública, y con una economía doméstica que no soporta el coste de la dependencia, el futuro social está hipotecado. El bienestar no se mide en discursos ni en inauguraciones, sino en plazas disponibles, en profesionales formados y en familias que no tienen que elegir entre cuidar y sobrevivir.
Si la política no sirve para proteger a quienes nos precedieron, entonces sirve para poco. No se trata de vivir más años, sino de vivirlos con dignidad. Y esa dignidad empieza por reconocer que la vejez no puede ser un negocio, ni una carga, ni un olvido institucional.
Los murcianos y murcianas merecen más que resignación. Merece un gobierno que escuche, que planifique, que cuide. Porque cuidar a los mayores no es un favor: es una obligación moral, un deber cívico y, sobre todo, una prueba de decencia.
0