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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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¿Cón el bipartidismo vivíamos mejor?

Felipe González y Adolfo Suárez en la Moncloa

Manuel Segura Verdú

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No sé si alguien es capaz de poner en duda que ni la Transición, con sus virtudes y defectos, ni la Constitución, con los suyos, hubieran salido adelante con los políticos actuales. Así de claro lo pienso y lo escribo. No es aquello de que cualquier tiempo pasado fuera mejor, pero el nivel de la clase política actual queda a años luz del de aquella, reitero. El espectáculo deprimente al que estamos asistiendo, tanto a nivel nacional como autonómico, es de tal envergadura que produciría sonrojo a más de uno si regresara del pasado remoto.

Hay abundantes escenas en la retina de la historia, como la de Adolfo Suárez, un hombre salido del Régimen, dialogando con Santiago Carrillo, aún en la clandestinidad, negociando la legalización del PCE. O Manuel Fraga, líder de la derecha, presentando a su homólogo comunista en el Club Siglo XXI. O Alfonso Guerra, pactando puntos clave del texto constitucional con Fernando Abril Martorell, entre el humo de los cafés y los cigarrillos… Son solo algunos ejemplos, a vuela pluma, del talante de aquellos políticos con sentido de Estado y, lo que quizá sea más importante, con sentido común, ese del que tanto se carece en la actual política española.

Desenredar la madeja del futuro Gobierno de España está resultando como la trama de esas series, que tanto proliferan ahora en los múltiples canales de televisión, con sucesivos capítulos que se extienden por cinco o seis temporadas y cuyo seguimiento se eterniza para el telespectador. ¿Dónde quedó la capacidad de seducción en el mundo de la política española? 

Mantener bloqueado un país, con un Ejecutivo en funciones y un parlamento inactivo, es un completo sinsentido. Si hubiésemos intuido que acabar con el bipartidismo nos conducía a esto, es muy posible que los electores nunca hubieran confiado su voto a formaciones que un día fueron calificadas de emergentes. Los experimentos, con gaseosa. Porque es evidente que Podemos, Ciudadanos y, más recientemente, Vox, no han supuesto esa catarsis esperada para la vida pública española, después de décadas de turnicidad en el poder por parte del PP y el PSOE, que tampoco hoy son la panacea. ¿Y qué esperábamos? 

Fundamentalmente, que estuvieran a la altura de las circunstancias y que, por ejemplo, los gobiernos no dependieran, cuando sus escaños no alcanzaban la mayoría necesaria, de los que eran siempre imprescindibles votos nacionalistas. Chantaje, se le llegó a llamar. Pues bien, se ha recorrido todo ese trayecto para llegar a esto, es decir, que los diputados de esas formaciones catalanas y vascas sigan teniendo la sartén de la gobernabilidad por el mango. Con el aditamento de que aquel nacionalismo de antaño, que nos parecía inofensivo -qué ilusos fuimos- y con personajes que se asemejaban al propietario de un colmado, caso de Jordi Pujol, o a un párroco encaramado al púlpito, por Xabier Arzallus, ha derivado en feroces independentistas, capaces de saltarse las leyes sin complejos, declarar repúblicas soberanas y poner al Estado contra las cuerdas.

No es mucho más alentador el panorama en las comunidades autónomas. La de La Rioja es un claro ejemplo. Una pequeña región donde parece que nunca pasa nada y en la que una sola diputada es capaz de poner en jaque el acceso al gobierno a un partido que tiene 15 veces más escaños que ella. Hay que tener arrestos para exigir, con tan exigua representación, tres consejerías en un gobierno de ocho sillones. Y pasarse por el forro que te llamen tus jefes nacionales de Podemos para que apoyes a la fuerza de izquierdas, el PSOE, que es la que ha ganado las elecciones tras 24 años de gobiernos del PP, y te hagas la sorda, como si el escaño lo hubieras conseguido tú solita, por tu cara y con el sudor de tu frente.

Caso distinto y distante es el de Vox, por ejemplo, en la Región de Murcia, a cuyos representantes hemos visto sentados en una mesa, y varias veces, junto al PP y Ciudadanos -algo impensable esto último hace muy pocos meses-, hecho insólito y pionero, como tanto gusta decir por aquí, en la Europa comunitaria. Después de ir de duros, con una batería de propuestas “innegociables” para hacer valer su programa y tirar abajo la primera investidura del candidato del PP hasta en dos votaciones, echan mano del marxismo más cínico -entiéndase el de Groucho, no el de Karl, con lo de “estos son mis principios, si no le valen, tengo otros”- y retiran sus reivindicaciones sobre la ley regional LGTBI, sin más explicación que apelando a la generosidad y voluntad de que no gobierne “la izquierda sectaria”. Es muy posible que, si en la comunidad murciana las negociaciones se hubieran dilatado una semana más, Vox habría acabado por colocar la enseña del arco iris en el balcón de su sede, con tal de no quedarse descolgados de la fórmula del tripartito andaluz.

La política española no hay quien la entienda. Tenemos déficit de pacto y, mucho más, de consenso. Eso parece que quedó para la década de los setenta y principio de los ochenta. Aquellos locos con sus viejos cacharros. Es normal que haya decepción en la calle y que muchos hasta se cuestionen ir a votar si vuelven a ser convocados a las urnas. Dicen que el desengaño siempre camina sonriendo detrás del entusiasmo. Y yo, ya, la verdad, también empiezo a estar harto.

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