Un recorrido por el desamparo: “Aquí hay de todo, gente mayor, extranjeros, personas en situación de calle, con problemas de adicción”
La Navidad es una primavera sociológica; es un evento que, para bien o para mal, no deja a nadie indiferente. Son semanas que afectan al ánimo, que pueden hacerte sentir feliz o redundar en el mal pandémico de la soledad, días para reunirse o para echar de menos. Es un territorio del calendario sin medias tintas. Puede ser un cuento de O. Henry o la distopía del Grinch de Dr. Seuss. Escribía el otro día Pablo Garnelo en este mismo diario que “la obligación de perpetuar los ritos socioculturales y el miedo al conflicto intrafamiliar ponen en riesgo la salud mental de la población, convirtiendo estas fechas en una época más hostil de lo que nos parece.” En cualquier caso, son fechas más difíciles para unos que para otros. En la Fundación Jesús Abandonado de Murcia, esto es algo que se tiene en cuenta.
Por privilegios del oficio no hubo que hacer cola para conseguir churros con chocolate. El tubo de escape de un coche a toda velocidad petardea por la carretera de Santa Catalina, en la pedanía de Patiño, en Murcia Sur. La mañana del pasado 20 de diciembre, un puesto de esas magníficas freidurías matutinas que bendicen los desayunos de los domingos repartía de forma gratuita raciones entre el personal y los transeúntes.
“Aquí hay de todo”, cuenta Ana, trabajadora de la Fundación. “Gente mayor, extranjeros, personas en situación de calle, con problemas de adicción…”, perfiles muy dispares, que distan en género y raza con algo en común: el desamparo. A esto lo llaman soledad no deseada, y es un término preciso y simétrico a una realidad invisible.
El ambiente es distendido y amable y el chocolate hace más ameno el aire helado de la mañana. Piden, para preservar la intimidad de las personas, no fotografiar a nadie; por esa misma razón, se han sustituido los nombres de los participantes en esta crónica por otros ficticios.
Entre trabajadores y voluntarios, la Fundación en cuyo patronato se encuentra adherida la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, supera las 350 personas: trabajadores sociales, psicólogas, enfermeras, cocineros, limpiadores, educadoras… aquí todo el mundo es útil, todo el mundo es imprescindible.
Desde su fundación en los años setenta, Jesús Abandonado trata de acompañar a personas en riesgo de exclusión social, sin hogar o sin recursos económicos, carentes de redes familiares que puedan ser un punto de apoyo para estas personas vulnerables. “Mi hijo el mayor tiene unos 34 años, y supuestamente tengo dos nietas. Yo qué sé, algún día las conoceré, a mí ya me da igual”, comenta Fina con voz trémula y apura un cigarrillo entre el índice y el corazón; su andar patizambo alrededor del cenicero nos da la espalda.
Un señor norteafricano también fuma; aquí casi todo el mundo fuma; al sol, protegido bajo una gorra blanca de promoción, con un chalequito acolchado azul marino y la mirada puesta en el edificio principal que se encuentra junto a él. Allí se encuentran el comedor y las cocinas, que son un caos maravilloso de fogones, hornillos y olor a coliflor hervida, nos cuentan que han cambiado el sistema para las comidas, que ahora son los usuarios los que cogen su bandeja y recogen la comida desde unos expositores de autoservicio.
Explica Ana que hacen dos turnos para comer, a veces hasta tres. Uno de ellos para las personas que llevan medicación y otro para las que no. “Con esto hay que llevar cuidado, porque claro… hoy, por ejemplo hay que estar detrás de Fernando porque es diabético y se ha puesto fino a chocolate con churros, así que tenemos que vigilarle el azúcar y todo eso”. “Aquí se cocina para unas doscientas personas todos los días, y todos los Mercadona de Murcia nos donan comida a diario, al principio eran solo un par, pero ahora lo hacen todos”.
Bikini y chanclas
El servicio de ropería abarca varias hileras de estantes con prendas perfectamente ordenadas por talla y tipo. “Suelen venir sin nada. Ni siquiera una maleta. Hay que llevar también un control porque hay muchos que lo utilizan para venderlo después, pero vamos…” hace un gesto con el brazo que abarca toda la sala, “que esto es como una tienda de ropa. Para cualquier cosa que necesiten, cuando hacemos actividades de playa… pues que si dame un bikini, que si necesito unas chanclas… El primer paso siempre, cuando alguien llega aquí es preguntarles si necesitan ropa”. El servicio de lavandería les permite tener la ropa siempre limpia, “así también podemos inculcarles unos buenos hábitos de higiene”.
Una de las salas del edificio anexo llama la atención por encima de las demás. Junto a una capilla y a las consultas de los psicólogos, hay un espacio al que llaman de acompañamiento espiritual. “Esto no es una cosa religiosa… de que si Dios existe, ni nada de eso, muchos musulmanes acuden aquí, o gente directamente atea o los propios trabajadores o voluntarios, para tratar cuestiones de todo tipo. ¿Quién soy? ¿Hacia dónde voy? ¿Sabéis? Todas esas cuestiones que son más existenciales. Jorge es el que acompaña en todo este proceso, pero ahora no está. Siempre tiene una lamparita rosa encendida dentro.”
Existe, también, un taller en el que los usuarios se dedican al bricolaje. Les pagan un salario simbólico de unos veinte euros semanales, según nos cuentan, ya que para ellos es prácticamente un trabajo. “Les ayuda a sentirse útiles. No sólo intentamos potenciar su lado humano, porque al fin y al cabo son personas exactamente igual que tú y que yo, también es importante que, si quieren, puedan desarrollar su faceta artística”. Abdul construye con palitos flexibles de madera un cesto que cabe en la palma de una mano. “Una sí y una no”, dice, mientras entreteje los hilos de madera clara. Su rostro es de satisfacción y su sonrisa recuerda a esa sonrisa de hambrientos dientes amarillos que describe Maxim Gorki en ‘La Madre’.
Baño propio
Antes de finalizar el recorrido, Ana nos muestra una vivienda que está fuera del recinto de la Fundación, anexa al tanatorio y junto a una hilera de casas bajas. Ahí se encuentra, en la calle Lázaro Ibáñez, un centro dedicado a la salud mental con capacidad para albergar hasta catorce personas con habitaciones individuales con baño. “Ahora mismo hay seis personas viviendo aquí, y se llevan genial con las vecinas. Cuatro de ellos llevan ya tiempo y están muy adaptados, aunque hay dos chicos nuevos que, bueno, todavía consumen y eso complica un poco la dinámica del grupo, pero se acabarán adaptando”.
Cuatro personas están sentadas junto a una mesa baja en sillones rojos junto a la entrada. Uno de ellos es un ex residente, Andrés, que ha venido con su novia para visitar a sus antiguos compañeros y al personal que lo atendió durante su estancia. Saluda a Ana con un abrazo efusivo y le pregunta si Marta, su pareja, puede ir al baño. “Pues claro que puede, hombre”, le responde. “Marta, cariño, que sí que puedes, vamos al baño”, replica él con un tono inocente y cauteloso.
Al encarar la salida y echar la vista atrás, casi cuesta imaginar qué ocurre tras esas paredes; cuántas vidas rotas se recomponen, se remiendan o se tratan de salvar. Uno sale de este lugar con sensaciones contrapuestas, en un contraste emocional entre la tristeza y el consuelo, entre la esperanza y cegado por el destello crudo del reflejo de la realidad. Queriendo colaborar, queriendo formar parte del apoyo mutuo que sostiene al mundo. “Homo homini lupus”, dijeron Plauto y Hobbes, pero aquí, el mundo se parece mucho más al que soñaba Kropotkin que al que imaginamos impregnados por el cinismo del día a día. A veces, otra Navidad es posible. “Aquí estamos, por si algún día lo necesitáis, que esperemos que no, que solo vengáis de visita”, dicen despidiéndose del equipo de elDiario.
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