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La competencia fiscal del PP: otra forma de romper España

Isabel Díaz Ayuso, antes de tomar la palabra en el acto de toma de posesión.

Ricardo Rodríguez

Técnico de Hacienda y escritor —

Habrá que esperar un tiempo para ver en qué queda la mayor rebaja fiscal de la historia prometida en su discurso de investidura por la señora Díaz Ayuso como flamante nueva presidenta de la Comunidad de Madrid. Sea cual sea su alcance, continúa con una tendencia que viene de lejos.

Existe sin embargo una novedad cualitativa a la que quizá no se esté prestando la debida atención, que se refiere a la competencia fiscal entre regiones pero no consiste en el mero ejercicio de tal competencia. La Comunidad de Madrid atesora una dilatada experiencia, inaugurada por Esperanza Aguirre, de competencia fiscal a la baja, aprovechándose por cierto de la ventaja comparativa que ofrece la concentración de infraestructuras que conlleva ser sede de la capital.

Lo nuevo es que la competencia fiscal no sólo no se niega, sino que se reivindica abiertamente como beneficiosa para la prosperidad general y se pretende elevar a política de Estado. Así lo expresó hace unos días la nueva presidenta al tiempo que reclamaba renegociar el sistema de financiación autonómica, lo que indica que sabía muy bien de qué estaba hablando. Nos encontramos pues ante un nuevo modelo de descentralización y competencia fiscal, amparado además por el equipo económico nacional del PP, lo que constituye otra novedad muy relevante.

La construcción tiene sus antecedentes en la doctrina. Sobre la elaboración inicial de los hacendistas Peggy y Richard Musgrave se fundó la teoría clásica del federalismo fiscal, que trataba de hallar la distribución de competencias económicas más eficaz en una estructura política y administrativa descentralizada. Se entendió que por su mayor proximidad a la realidad de la ciudadanía de su territorio podía resultar idóneo que las Administraciones regionales asumieran la provisión de bienes y servicios colectivos básicos y, como correlato de esto, que también se les encomendara la recaudación de impuestos necesaria para financiar los bienes y servicios de su competencia.

Se trataba de la idea de corresponsabilidad fiscal: si los poderes regionales se dedican en exclusiva a prestar servicios, es fácil caer en la tentación de ejercer de magos ante los electores expandiendo el gasto sin preocuparse de financiarlo, dado que a fin de cuentas es la Administración central la que deberá correr con la fea tarea de cobrar. Hallar el punto óptimo en la práctica es difícil, y más si, como sucede en nuestro país, existen desequilibrios territoriales muy marcados de riqueza y desarrollo que se quieren ir superando de modo simultáneo.

En lo que había consenso en la teoría clásica era en la idea de que el objetivo esencial de la potestad fiscal de las regiones era la financiación de los servicios que le fueran atribuidos, jamás usar esa potestad para competir con otras regiones y alterar a su favor la asignación o distribución de recursos. Sin embargo, desde el frente más extremo de la teoría de la elección pública, Geoffrey Brennan y James Buchanan defendieron la competencia fiscal sin restricciones entre Estados y entre regiones dentro de un mismo Estado.

La idea es simple y ha vuelto a expresarla la señora Díaz Ayuso recientemente: la competencia fiscal a la baja beneficia a los ciudadanos con una reducción continuada de impuestos y supone un poderoso incentivo para que los Estados, que ya se sabe que en el imaginario Leviatán de Buchanan son monstruos de irrefrenable tendencia a la hipertrofia, se racionalicen y reduzcan también su tamaño dejando más espacio y libertad a la prosperidad de la empresa privada.

El inconveniente de esta teoría es el de toda teoría neoliberal: resulta que el mundo real funciona de otro modo. En el mundo real no todas las rentas poseen la misma capacidad de moverse a la busca de la mejor oferta fiscal de una región a otra, y mucho menos de un Estado a otro. Poseen mayor movilidad las rentas altas que las rentas medias y bajas. Poseen mayor movilidad las rentas de capital que las rentas del trabajo. Dentro de las de capital, las mobiliarias ganan a las inmobiliarias. Y las rentas financieras son las más volátiles de todas.

Un modelo descentralizado de competencia fiscal beneficia a las rentas altas que pueden buscar refugio en lugares de tributación más ventajosa y perjudica a las rentas medias y bajas, no sólo porque han de conformarse usualmente con la tributación que les toque en suerte, sino porque padecerán el deterioro de los servicios públicos que le son más necesarios que a las rentas altas.

Puede estimularse además una distribución ineficiente de factores al condicionarse por el coste fiscal, y desnaturalizarse al tiempo el sistema tributario, que pierde su finalidad de financiación de servicios públicos y redistribución de renta para convertirse en un instrumento de atracción de capitales. Y no siempre serán por cierto aquellos que comporten mayor creación de empleo; más bien al contrario, los puramente especulativos y ajenos a la economía real serán los más beneficiados.

Por no hablar del incentivo al fraude de grupos multinacionales de empresas que pueden jugar a trasladar con precios y operaciones simuladas activos a los más lucrativos refugios fiscales –la conocida evasión por precios de transferencia–. Pero, por encima de cualquier otro inconveniente, la competencia fiscal acaba convirtiéndose en un juego de suma negativa, sobre todo si se da entre regiones de un Estado: cada rebaja de impuestos de una región se intentará contrarrestar con una rebaja mayor de otra hasta que todas se hallen en un nivel de deficiente financiación de servicios y en un similar estado de subdesarrollo.

La constatación de este daño a las economías ha hecho que tanto la OCDE como la Unión Europea hayan venido adoptando medidas para contrarrestar la que se identifica como competencia fiscal perniciosa. Bien es cierto que en la UE la resistencia a perder soberanía de los Estados ha limitado la normativa para atajar el mal a un “derecho blando”, no obligatorio, salvo en lo que se refiere al IVA y los Impuestos Especiales, en los que se ha llegado mucho más lejos en armonización fiscal que en la tributación directa, a pesar de que el Impuesto sobre Sociedades es uno de los más deteriorados.

Más trascendental para nosotros es que el modelo de descentralización y competencia fiscal no cabe en la Constitución de 1978, que opta con claridad por el modelo clásico de federalismo fiscal en el que la transferencia de potestad tributaria, que en origen el artículo 133 atribuye en exclusiva al Estado, se vincula a la financiación de servicios transferidos y se condiciona al mantenimiento de la corresponsabilidad fiscal y a la solidaridad interterritorial. Ése era el sentido de la cesión de tributos como el de Patrimonio, el de Sucesiones y el de Transmisiones Patrimoniales, aunque la competencia fiscal a la baja, marcadamente en los dos primeros, se produjo de facto, vulnerando con bastante descaro los límites y compromisos establecidos por la LOFCA.

No es un detalle menor que el principio de igualdad se resalte de modo específico como inspirador del sistema tributario en el artículo 31 de la Constitución. Puesto que la bajada sostenida de impuestos y la reducción del sector público son objetivos prioritarios del modelo descentralizado de competencia, es fácil entender que guste a los sectores ultraliberales que hoy controlan la propuesta económica de las tres derechas.

Resulta sin embargo muy llamativa la contradicción con el discurso centralista de Vox y con la paladina defensa de la igualdad de todos los ciudadanos que capitanea el partido de Albert Rivera frente a la diferenciación nacionalista. El PP, hasta ahora, formaba parte del consenso contrario a la competencia fiscal, al menos en teoría.

Cuando la ministra Montero sugirió la idea de establecer un umbral mínimo de tributación en Sucesiones y Donaciones, desatando la ira de las plataformas cívicas opuestas al impuesto, no hacía otra cosa que sugerir el cumplimiento de una de las recomendaciones de reforma realizadas por el comité de expertos presidido por el fiscalista Manuel Lagares y auspiciado por el ministro Montoro.

Es aún más asombrosa la confluencia de intereses e ideas que se adivinan en este terreno entre las tres derechas y las élites más conservadoras de los nacionalismos vasco y catalán. No es casual que estos últimos fuesen pioneros en la pretensión de suprimir el impuesto de Sucesiones. Tampoco que el economista Daniel Lacalle sea partidario de extender a toda España el modelo fiscal foral de Euskadi y Navarra, con la excepción de la negociación del cupo. En el contexto de un previsible gobierno de la derecha si se repitieran elecciones en noviembre, y aunque hoy se antoje una ocurrencia extravagante, no sería imposible aquí un punto de encuentro que beneficiara simultáneamente a las élites económicas madrileña y del nacionalismo catalán.

Lo que más debería alarmarnos es el riesgo cierto que el modelo entraña de desguace fiscal, y el efecto devastador que podría tener para la unidad de mercado, para la solidaridad interterritorial y para la propia pervivencia del Estado de Bienestar en un entorno internacional de inestabilidad económica y crisis.

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