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Los excesos de la carne

Chuletón de retinto macho.

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Las recientes declaraciones del ministro de Consumo han abierto un debate sobre la carne muy pertinente en el marco de la transición ecológica que estamos obligados a transitar. Es cierto que, como es habitual en este país, la discusión ha derivado desde el principio en algunas sobreactuaciones a la defensiva que han ido de lo visceral a lo inane sin manejar demasiados argumentos. Pero precisamente por eso puede tener interés rastrear el consumo de carne y su problemática.

Aunque seguramente el ser humano ya era carnívoro en el origen de la propia especie, la incorporación de la carne a la dieta como un elemento habitual del que todos los miembros de una sociedad pueden disponer incluso varias veces al día, es algo muy reciente. Durante muchos siglos la carne fue para la mayor parte de la gente un alimento escaso que se consumía de manera más bien esporádica y en pequeñas cantidades. Precisamente por esa escasez, las grandes celebraciones iban asociadas tradicionalmente al consumo de carne como manjar especial que marcaba momentos señalados.

Los estudios nutricionales con perspectiva histórica nos dicen que el consumo de carne fue creciendo en el mundo rico poco a poco y de manera muy irregular desde aproximadamente finales del siglo XIX, y dio un vuelco espectacular en torno a la década de 1950. Si tomamos el caso español siguiendo los datos que ofrecen los balances alimentarios de la FAO (FAOSTAT), vemos que el suministro alimentario total de carne por habitante ha pasado de unos 20 kilos al año en 1961 a más de 100 kilos en fechas recientes. Así pues, la carne ha dejado de ser una fiesta para convertirse en una rutina, y cabría preguntarse si no ha acabado convirtiéndose en un auténtico exceso.   

La primera causa que explica la explosión del consumo cárnico tiene que ver con la evolución de la renta per cápita. Históricamente está comprobado que el aumento de los ingresos por habitante en cualquier país ha ido acompañado de importantes modificaciones en la dieta, que implican una reducción del consumo de alimentos más tradicionales como el pan, las patatas o las legumbres, y un incremento de alimentos considerados “superiores” por ser más sabrosos o más nutritivos, como sería el caso de la carne o los lácteos. Siguiendo esa dinámica, la generalización del consumo de carne se produjo en los países ricos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, mientras que los países emergentes como China, India o Brasil han comenzado a experimentarlo mucho más tarde, y de momento están en niveles per cápita muy inferiores a los nuestros.

Pero hay otras causas que han ido determinando la evolución del consumo. La más importante es el cambio en los métodos de producción cárnica, que también desde la década de los 60 han ido adoptando sistemas industriales estandarizados de reproducción, engorde y sacrificio de animales a gran escala que han disparado la oferta. Esa producción “fordista” se ha combinado además con transformaciones en los sistemas de procesamiento, transporte y distribución, y todo ello ha hecho que el precio de la carne haya caído incluso por debajo del precio de las frutas y las verduras frescas. Es cierto que hay formas alternativas de producción cárnica basadas en una ganadería extensiva y sostenible, pero por lo general es la gran industria y las grandes cadenas alimentarias las que marcan las pautas del negocio y las que imponen sus criterios y sus precios. 

Que la carne sea barata no es necesariamente una buena noticia, ya que los precios excesivamente bajos, además de perjudicar a los actores más débiles del proceso, son un factor fundamental para disparar el consumo muy por encima de los límites aconsejables desde un punto de vista nutricional y sanitario. Y, además, ese modelo de consumo es fuente de numerosos problemas ambientales a escala planetaria. 

Desde el punto de vista del aprovechamiento de los recursos, una dieta basada mayoritariamente en la carne es muy ineficiente, ya que obliga a destinar al engorde animal ingentes cantidades de cereales y también de agua que podrían ser utilizados directamente para el consumo humano. Mantener en crecimiento ese sistema a escala global requiere, por tanto, incrementar de forma sustancial la producción de cereales como la soja o el maíz, y ese incremento es, a su vez, una de las principales causas de la deforestación de muchos bosques tropicales. Los países ricos como España no somos ajenos a ese proceso, ya que importamos grandes cantidades de cereal para alimentar a nuestra ganadería intensiva y producir una carne que después consumimos directamente o exportamos a terceros países.

Y está, por supuesto, el problema de las emisiones. La ganadería intensiva es responsable de la mayor parte de la generación de metano, uno de los principales gases de efecto invernadero que contribuye al calentamiento global y al cambio climático. Además, las concentraciones de granjas intensivas generan enormes cantidades de residuos muy difícilmente procesables. Los denominados purines presentan altas concentraciones de amoniaco que contaminan suelos y acuíferos llegando a perjudicar a la propia agricultura colindante.

Una parte importante de la gran industria agroalimentaria, desde los fabricantes de semillas, fertilizantes y pesticidas hasta las grandes multinacionales de producción procesamiento y distribución de carne, han ido desarrollando este modelo de producción y consumo sin prestar demasiada atención a los problemas ambientales y sanitarios que genera. Es obvio que, al igual que viene ocurriendo con otros grandes emporios industriales, esa industria va a resistirse con uñas y dientes a un cambio que puede perjudicar sus propios intereses. Pero lo peor que podrían hacer los políticos es convertirse en portavoces en exclusiva de esos intereses situándolos por encima de criterios sanitarios y ambientales basados en la ciencia.    

Demonizar el consumo de carne no tiene sentido, pero negarse siquiera a discutir un modelo que está demostrado que genera graves problemas no parece de recibo. La solución puede estar en ir estableciendo un consumo mucho más consciente y responsable, que anteponga la calidad a la cantidad y que priorice las formas sostenibles de pequeña y mediana producción ganadera. Situarnos, en definitiva, en un consumo moderado en el que comer carne deje de ser una rutina y vuelva a tener de nuevo algo de festivo. 

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