El ingreso mínimo vital: hace tiempo que se le esperaba y ha venido para quedarse
El Real Decreto Ley 20/2020, por el que se establece el Ingreso Mínimo Vital (IMVI), está suscitando un interesante debate en torno a los dos elementos que lo vertebran: la pobreza, como presupuesto, y la inclusión social, como objetivo. De modo que las cantidades garantizadas por el IMVI no se contemplan como un fin es si mismo sino como un mero instrumento orientado a la consecución de la participación de toda la ciudadanía en la vida socioeconómica del país.
Imagínese que es usted una mujer trabajadora que percibe unos ingresos mensuales de 1.100 euros, teniendo a su cargo a su pareja y a tres hijos en edad escolar ¿se considera usted pobre? Sepa que para el Estado no lo es, porque supera la cantidad garantizada como IMVI. Y qué me dice de su vecina, la de la puerta de al lado, que cuenta con unos ingresos de 300 euros, ¿la consideraría pobre? Pues sí, es pobre porque no llega a los 462 euros que se han fijado para una unidad de convivencia formada por solo un adulto, por lo que percibirá 162 euros que es la cantidad que le falta para alcanzar el mínimo garantizado. ¿Qué puede decirme del ciudadano marroquí, el vecino del piso inferior, en situación irregular, que tiene pareja y un hijo menor, cuyos ingresos son de 500 euros mensuales? De entrada, sería considerado pobre, pues la norma, para esta unidad de convivencia, prevé una cantidad mínima de 738 euros, por lo que le correspondería una prestación de 238 euros, sin embargo, no va a poder ser beneficiario al no ser su residencia legal.
La pobreza coyuntural, como puede ser la pérdida de las rentas de trabajo en un momento determinado, es un riesgo al que estamos expuestos muchos ciudadanos, como ha puesto de manifiesto la actual crisis económica motivada por la COVID-19, que se puede combatir con una renta periódica y una serie de medidas de políticas activas de empleo y que debe remediarse de manera urgente e inmediata porque, de no ser así, se puede cronificar y devenir en estructural, con la situación de exclusión social que ésta comporta.
En la pobreza estructural, de la misma manera que una madre cuando ve a sus hijos descubre un gesto del otro progenitor o un rasgo físico de un abuelo, también se puede reconocer perfectamente la miseria, porque ésta, en muchas ocasiones, se hereda. Ante esta realidad, es evidente que un Estado Social que propugna como uno de los valores superiores de su ordenamiento jurídico la igualdad, no puede permitirse semejante desigualdad, motivada exclusivamente por la lotería de la vida. Como tampoco puede eludir la Agenda 2030 o el Pilar Europeo de Derechos Sociales, en orden a la erradicación de la pobreza. Pero, es más, la actual pandemia ha evidenciado - lo que ya se sabía con anterioridad - la relevancia de la formación y el conocimiento de sus ciudadanos. Por tanto, incluso desde una lógica puramente mercantilista, no se puede permitir desperdiciar y despreciar el talento, la ilusión, la capacidad de trabajo, etc. de aquellos menores y jóvenes desfavorecidos porque el caprichoso azar les ha destinado a un hogar sin recursos.
Este riesgo de pobreza se ha recogido como una prestación no contributiva del Sistema de Seguridad Social en el mencionado RDL, lo cual puede inducir a pensar que hasta este mismo momento no existía ningún mecanismo de protección para estos colectivos que se hallaban en riesgo de exclusión social. Lo cual no es del todo cierto, prueba de ello es la existencia de la Garantía de Ingresos Mínimos (GIM) - por utilizar una terminología que comprenda la diversidad de denominaciones empleadas por las 17 comunidades autónomas y las 2 ciudades autónomas, desde ahora CCAA - que consiste en una prestación económica mensual cuya percepción se condiciona a la prueba de escasez de recursos y, en la mayoría de ellas, a la suscripción de un plan individualizado de integración.
El sentido de esta medida
Si existe ya en todas las CCAA una renta básica para hacer frente a las situaciones de pobreza y exclusión social, podría pensarse que no tiene mucho sentido la articulación del IMVI. No es así, muy al contrario, porque supone un paso significativo y necesario al venir a remediar y a superar una de las principales imperfecciones de la GIM, como es su heterogeneidad en función del lugar de residencia del solicitante, debido a que cada una de las CCAA regula cómo se determina y computa la carencia de recursos, así como la cuantía de la prestación y su proyección en el tiempo.
En estas rentas básicas de las CCAA – al igual que sucede en el IMVI – se tiene en cuenta el número de miembros de la unidad de convivencia, produciéndose un incremento de las cantidades en función de los mismos. Se puede partir del supuesto básico, una unidad de convivencia de una sola persona, y ahora pensar que, por ejemplo, reside en la Comunidad Foral de Navarra, de modo que, si resulta beneficiario de la prestación económica, debido a que acredita la escasez de recursos, dicha comunidad fija su renta básica en 624 euros, que le será renovada cada 12 meses mientras persista su situación de necesidad. Si esta misma persona residiera en Murcia, debe tener en cuenta que la renta básica es de 439 euros y su duración solo se extenderá a 12 meses. Otro ejemplo más, tratándose de la comunidad de Madrid la renta básica es indefinida y su cuantía de 400 euros. Por tanto, desde el momento en que el Sistema de Seguridad Social ensancha su nivel asistencial, aumentando su acción protectora para prevenir las situaciones de riesgo de pobreza y exclusión social y respondiendo de este modo al mandato constitucional del art. 41 CE, que obliga a garantizar unas prestaciones sociales suficientes para todos los ciudadanos ante situaciones de necesidad, desaparecen las diferencias entre los ciudadanos en función del territorio en el que residan.
El papel de las Comunidades Autónomas
Se podría pensar que el IMVI ha sustraído a las CCAA del desafío de luchar contra la pobreza, ahora que podemos decir que se “va a ocupar de ello el Estado Central”. No tiene por qué ser así, y en este punto conviene realizar una breve reflexión histórica. Nuestro Sistema de Seguridad Social, de marcado signo profesional y contributivo en sus inicios, ha ido dando sucesivos pasos hacia un carácter también asistencial. Así ha sucedido, por ejemplo, con la promulgación de Ley 26/1990 que estableció una serie de prestaciones no contributivas dentro de la Seguridad Social, a la que ahora, con este RDL, se adiciona la que contempla el riesgo de pobreza, cuestión que, dicho sea de paso, seguramente implique una restructuración del propio Sistema. Pues bien, como ha venido sucediendo cuando la Seguridad Social –competencia exclusiva del Estado Central– no ha proporcionado protección a algunos colectivos de ciudadanos, han sido las CCAA, apropiándose de ese territorio inexplorado por el Estado, las que se la han dispensado como se ha constatado con la GIM.
Por tanto, ante esta nueva expansión del brazo asistencial de la Seguridad Social, las CCAA pueden desempeñar un papel de significativa importancia en orden a la implementación del Ingreso Mínimo Vital, al contar con una relevante experiencia en la articulación de las rentas básicas. Además, pueden seguir desempeñando su función de subsidiariedad, llegando a aquellos colectivos que sigan siendo ajenos al Sistema –por ejemplo, menores o inmigrantes en situación irregular –, y de complementariedad de esta nueva pensión no contributiva (sobre este aspecto ya hay antecedentes como puede constatarse en la STC 239/2002, de 11 de diciembre).
Qué duda cabe que el IMVI puede resultar para algunos sectores escaso e, incluso, frustrante. Téngase en cuenta que el termino “Renta Básica” admite diferentes acepciones. Por un lado, se refiere a las incondicionadas –como lo es la renta básica universal–, cuyo rasgo distintivo es que la asignación monetaria destinada a cada ciudadano no tiene en cuenta su nivel de rentas y, además, no se supedita al cumplimiento de ningún compromiso y, por ello, se trata de una renta económica de la que son beneficiarios todos y cada uno de los ciudadanos por el mero hecho de serlo (por tanto, es destinatario tanto Amancio Ortega, como un trabajador precario o, incluso, un indigente), y se pude decir que no tienen en cuenta “ni lo que se tiene ni lo que se hace”. Por el otro, están las de carácter condicional, que exigen el cumplimiento de una serie de presupuestos - la carencia de recursos económicos, la residencia, cumplir con unas obligaciones, etc. –, categoría a la que pertenece la GIM de las CCAA y el estrenado IMVI.
Vista la arquitectura del IMVI, seguramente – y es comprensible- para los que abogan por una renta básica universal, éste queda muy lejos de sus expectativas. Pero se hace camino al andar y es un paso obligado, especialmente dadas las especiales circunstancias socioeconómicas actuales que exigen adoptar todas las medidas necesarias para que nadie se quede atrás. Asimismo, que el objetivo de las rentas económicas, que no es otro que la inclusión social, se traduzca en una serie de obligaciones para los beneficiarios - que, según las diferentes circunstancias, puede ser la inscripción como demandante de empleo, la participación en estrategias de inclusión, etc. – cuyo incumplimiento puede ser sancionado, no lo considero negativo pues no lo es el uso racional de los recursos públicos y el ejercicio de derechos como la salud, la educación, la formación, el trabajo, la cultura, etc. que es en lo que se traducen muchas de las exigencias que se imponen a los solicitantes del IMVI.
Esta situación distópica a la que nos ha conducido la pandemia, ha evidenciado nuestra vulnerabilidad como seres humanos, la fragilidad de nuestro sistema productivo, la debilidad de nuestro tejido empresarial, la imposibilidad de muchos colectivos de abandonar el precariado y, por todo ello, la importancia de contar con un sistema público de protección, sanitaria y social, que sea estable y de gran fortaleza. Queda mucho por hacer, por supuesto, pero el IMVI es un buen comienzo y, como dice el título de este breve artículo, ha venido para quedarse.
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