Arden las zapatillas
La reacción de la izquierda ante el triunfo de Trump no sorprende. Llama sí la atención el grito en el cielo que ha puesto la prensa conservadora.
No es sencillo, se entiende, abordar el tema a pesar de que el Brexit dio mucho de sí meses atrás. En aquel caso, al día siguiente de la marcha a casa de los ingleses, los medios se preocupaban más por la volatilidad financiera que la generada por la exclusión social.
En esta ocasión, si bien atienden con cierto detalle el deterioro de la clase trabajadora y las capas medias de los Estados Unidos, el foco está puesto en la imprevisibilidad de la agenda de un hombre aparentemente imprevisible.
En su editorial del viernes, The Economist evoca el inicio oficial de la globalización con la caída del Muro y recuerda, con nostalgia, la proclamación del fin de la historia para, a reglón seguido, lamentar que esta ha vuelto como una venganza.
La figura no es desafortunada y la socióloga Eva Illouz parece responder ayer a esta cuestión en un artículo que publicó en el diario israelí Haaretz. Illouz para exponer su tesis debe recurrir a una larga introducción de carácter económico. Parte, precisamente, desde los ochenta, años en los que otro personaje, en la línea de Trump, irrumpió en la escena política mundial: Ronald Reagan.
La lenta y permanente deslocalización de las empresas buscando mano de obra barata, la pauperización de los oficios, el creciente flujo de inmigrantes –como si esto fuera novedad en una nación que desciende de los barcos– y la exclusión que poco a poco fue marginando a gran parte de la sociedad. No solo de un salario digno, un empleo estable y un horizonte mínimo de prosperidad; como consecuencia de esto también se les excluyó de la educación. Illouz aporta un dato paralizante: el 67% de los votantes de Trump son blancos que carecen de educación. Con lo cual el problema de clase no reside ya en el eje económico sino en el de la educación y, según la observación de Illouz, la ira de los desplazados no está puesta en la diana de los ricos sino en los grupos sociales que se adaptan a la transformación social de la globalización gracias al conocimiento. Son percibidos como la clase dominante. El cosmopolitismo, los derechos de la mujer, la integración armónica del colectivo LGBT o la concepción multicultural de la vida cotidiana son vistos como signos que constituyen un relato de aquellos que están integrados en un sistema que envía al conflicto permanente, sin resolución, a una amplia mayoría.
Trump entendió esto.
Los jóvenes quemando sus zapatillas New Balance en las grandes ciudades americanas por el simple hecho de que la empresa haya dicho en un comunicado que cree que la política económica que impulse Trump irá en la dirección correcta es un signo evidente de una lucha de clase más que curiosa: no encienden, como puede que haga Trump en una noche de jarana un habano con un billete de cien dólares, queman sus zapatillas que cuestan lo mismo.
Mientras arden las New Balance en las plazas de Chicago o Seattle, también queman las palabras de The Economist, que para afirmar tras un largo rosario de calamidades que asoman en el corto plazo, señala que en Estados Unidos no ha habido un cambio de Gobierno sino, tal vez, un cambio de régimen (America has voted not for a change of party so much as a change of regime).
La realidad, sin embargo, fuera de los titulares que auguran la peor catástrofe, está dando a través de los mercados una narración. No han caído las bolsas ni se ha sacudido demasiado el planeta a pesar de los previsibles aplausos de Nigel Farage y Marine Le Pen. La telerrealidad también ha dado un relato distinto al que estábamos acostumbrados en una campaña electoral. Ni siquiera Silvio Berlusconi había llegado tan lejos. Revisando los debates, hasta Hillary Clinton se sumó a la ruptura del formato. El reality show, en el que Trump es un profesional, erigió a un personaje, un rico, un triunfador, llamado a convencer a una audiencia pauperizada por el sistema para destronar a los ilustrados y a todos los culpables de sus males: las ovejas votando al lobo.
El problema, entienden los mercados, es estético: el sistema bien vale una misa. Ahora solo queda controlar al lobo que, hay que reconocer, no será fácil. El otro problema, aparentemente estético, es el de los que queman zapatillas contra, el también aparente, nuevo establishment.