Crecimiento por cercamiento: otra vuelta de tuerca de la economía colaborativa
Ya tenemos bastantes datos que ponen en cuestión que las pujantes plataformas de economía colaborativa nos vayan a llevar a la tierra prometida. Más bien tiene pinta que, de seguir así, el tiempo en el desierto va a ser largo y duro.
La charla que dio Juliet Schor en diciembre sobre el lado oscuro de la economía colaborativa nos dejó el corazón en un puño. En la charla presentó las principales conclusiones del proyecto de investigación que ha dirigido durante siete años, estudiando diferentes plataformas y modelos de economía colaborativa. En dos líneas dijo que la promesa de más eficacia, más sostenibilidad, más lazos sociales y más prosperidad y oportunidades para los que están siendo excluidos del mercado convencional está muy lejos de realizarse. Y peor: esa promesa les está dando un capital moral a las plataformas sobre el que construyen una legitimidad social (y de forma preocupante, política) que las evidencias no sostienen.
Aunque habló de muchas cosas, voy a sintetizar aquí una que me preocupó especialmente. Ya se ha discutido cómo plataformas tipo Uber o Deliveroo estaban acreciendo el precariado, esa clase re-emergente que se mata a trabajar para no poder salir de la pobreza. Pero es que estas plataformas están creando otras dinámicas que sólo contribuyen a aumentar la desigualdad; no la abismal que ya hay entre el top y el bottom 20, sino la que empieza a crecer en el medio del sándwich.
Sus datos muestran que los que ofrecen servicios dentro de estas plataformas son perfiles educados, con trabajos bien remunerados dentro de la economía convencional, pero que quieren conseguir dinero extra para gastar en ocio o en consumo de estatus (ese bolso caro, ese iPhone, esa boda por todo lo alto). Las plataformas han ayudado a desestigmatizar trabajos que antes estaban reservados a trabajadores menos cualificados, como conductor de coche o paseador de perros, y ahora son realizados por personal cualificado sin sonrojo ni vergüenza. Pero al entrar este perfil, el anterior se ve desplazado de los trabajos que puede realizar. Los que contratan prefieren hacerlo con perfiles de mayor nivel cultural, más afines a ellos, porque eso les genera más confianza.
Por otro lado, el precariado no tiene tantos activos y le saca peor resultado: puede cobrar menos por alquilar su habituación porque su casa no es tan hygge ni está en un barrio tan guay. Como no tiene un coche de gama alta, no puede conducir para las plataformas que más pagan y tiene que entrar en las que menos pagan. Y suma y sigue.
Como los de alto capital no necesitan el dinero que sacan de las plataformas para vivir, pueden establecer cómo y cuándo trabajan, incluso desafiando las normas de las plataformas; total, si me despiden tengo donde caer en blando. Los que no tienen esa red de seguridad, porque la economía convencional y el Estado se la ha quitado, tienen que aceptar los trabajos peores, los más inseguros, a las peores horas, con menos remuneración. Ellos sí dependen de las valoraciones que les dan los clientes, porque malas valoraciones son igual a expulsión inmediata de la plataforma. Así que tienen que conformarse con lo que sea porque aquí el cliente siempre tiene la razón. Y en plataformas donde la oferta sigue excediendo con mucho a la demanda no hay mucho espacio para ponerse digno.
A algunos les va bien en las plataformas, pero no olvidemos el efecto monopolio que es intrínseco al sistema: tienen buenas valoraciones, pueden pedir más salario por hora, las valoraciones les posicionan más alto en la lista de resultados, consiguen más visibilidad y más encargos. Entrar en las plataformas es fácil, ser visible no lo es tanto. Y las evidencias muestran que hay efecto de monopolio también dentro de la plataforma y el ganador se lo lleva todo.
En este panorama, y visto que la postura del regulador y de la Administración es que cada palo aguante su vela y que siempre será mejor migajas que hambre, a mí sólo me sale decir chimpún. Que se acabó. Que no puede ser que no hagamos nada para limitar estos efectos. Porque es tan claro que se está gestando una nueva forma de esclavitud que resulta moralmente repugnante no hacer nada.
Empezando por mí. Que si uso las plataformas sea bien consciente de que ahí dentro hay algunos que necesitan a la plataforma para sobrevivir. Y que los elija frente a otros. Que le pida explicaciones a la plataforma: siendo ellas tan colaborativas, tan compartidoras y tan orientadas a la comunidad que les da soporte, no me van a negar una respuesta a mis preguntas sobre la (des)igualdad en salarios, perfiles de oferentes, etc. Que cuando la plataforma cambie las condiciones a los oferentes para peor, me queje como contratante. Que me temo que el infierno se va a llenar de bocas cerradas.
Los oferentes tienen que organizarse y unirse para ganar en fuerza. Necesitamos, como revindica Schor, un movimiento de oferentes que pueda discutir medidas para redistribuir la riqueza y paliar los efectos monopolísticos y de exclusión.
Y tenemos que seguir amplificando las medidas en otros niveles. Otras organizaciones tienen que sumarse a deslegitimizar lo que nos escandalizaría en la economía convencional. Y no me refiero a que sean los taxistas como directamente afectados, porque esto nos afecta a todos.
Y al final, quiera o no quiera, tendrá que entrar el regulador. Porque la economía colaborativa gusta porque encaja en la imagen del paraíso perdido de la mutualidad y la buena vecindad, pero, desde luego, así no lo vamos a construir. Definitivamente, nos falta collaborative y nos sobra economy. Porque sólo impulsando iniciativas que descansen en lógicas híbridas, que reconcilien el bienestar de todos con la viabilidad, llegaremos a entrar en la tierra prometida.