Inocentes
Puedes ponerte en su piel. Oír en su voz la angustia, la incredulidad, la rabia, la desesperanza y hasta la destrucción que aún habita en su vida. Si hay algo que merezca la pena del documental con que se ha lanzado una renombrada plataforma audiovisual es mirar a los ojos y escuchar la voz de Dolores Vázquez. La voz de una inocente que ha sido víctima del sistema y por la que pocos se rasgan las vestiduras. Olvídense si quieren de todo el resto del planteamiento y oigan a Dolores. Oigan cómo explicaba su inocencia, vivan con ella el camino hacia la pérdida de la libertad, la angustia de los interrogatorios con un objetivo previsto, la inquina del sistema, los montajes, las mordidas de la prensa y la falta de humanidad de tantos medios y tantos periodistas, escuchen el sonido del dinero. Asómense a uno de los mayores errores judiciales y policiales y periodísticos del siglo XXI y piensen que esa mujer cultivada, con la vida bien resuelta, con una hermosa casa y un buen trabajo podía haber sido uno de ustedes.
Verán cómo se aterran cuando vean desfilar ante sus ojos la actitud de la Guardia Civil, ocupada únicamente en buscar refuerzos a una teoría por ellos preconcebida. No se aprecia sino como mar de fondo la ausencia de Román Martín González López, el juez instructor que se limitó a seguir a la GC y que desoyó todas las peticiones de Pedro Apalategui, el abogado de Vázquez, hasta sentarla finalmente en el banquillo. Como si no hubiera existido. Apenas sabemos de él que consiguió ser juez en la capital y que los jóvenes abogados de Málaga le distinguieron con un premio limón. Poco sabrán también del magistrado-presidente de aquel jurado, que ni supo instruir a los jurados populares sobre su misión concreta ni supo devolver un veredicto de culpabilidad que sus superiores anularon por una total falta de argumentación. “Al no haberse llevado a cabo tal devolución, era el magistrado presidente el que estaba obligado a ofrecer cumplida y rigurosa argumentación para justificar la probanza de aquellos hechos y la conclusión a la que había llegado el jurado”, le dijeron sus superiores a Fernando González Zubieta, ahora ya jubilado, que llegó a ser condecorado después de ese episodio con la Raimunda, la cruz al mérito jurídico. Ninguno ha dicho nada. Apenas en su día el fiscal Francisco Montijano hizo unas declaraciones afirmando que lo sentía, pero que no iba a pedir perdón porque no lo había hecho aposta sino que era un error y que por un error no se pide perdón. No había nadie enfrente que le respondiera que es por un error, uno de esos que debe hacer que se te tambalee la toga y las puñetas, por lo que se pide perdón, que lo otro, hacerlo adrede, hubiera sido un delito.
No es el único caso, sí el más sangrante y Toñi Moreno ha sabido extraer periodísticamente el destilado más puro del inocente destruido por el sistema. Cuando Benjamin Franklin recordaba que más valen cien culpables sueltos que un solo inocente en prisión estaba repitiendo el principio de Blackstone que no deja de ser la base sobre la que se ha construido el derecho penal de las democracias occidentales. Es curioso que en el siglo XV comenzaran a formularlo tan claramente y que sea ahora ya casi terciado el XXI cuando esté desmayando esa idea tan relevante para una sociedad y todo para cambiarlo por desahogos emocionales y viscerales más parecidos al sentir medieval que al que nos ha traído hasta aquí. No parece difícil darse cuenta de que, dada la naturaleza humana, la existencia entre nosotros de individuos capaces de las mayores aberraciones y crímenes habla de ellos y del barro del que estamos construidos, pero el daño que se hace a la sociedad cuando los inocentes son injustamente castigados es de una categoría diferente puesto que habla del sistema adoptado por los que nos consideramos buenos y justos.
Todo el sistema penal se construye bajo el principio de contradicción y está surcado por esas venas procesales que pretenden llevar savia a la presunción de inocencia para prevenirnos del fatal error. Esas garantías para el inocente que ahora se mencionan de forma despectiva por los que pretenden que es preferible tener a cien inocentes en prisión o a cien personas que no volverán a delinquir nunca más atrapadas para siempre, a que se nos escape un solo asesino o un solo reincidente.
Para muchos es un ejercicio de catarsis, una exhibición de su mayor categoría moral, el salir a linchar e increpar criminales, el usar todos los términos que de más duro tiene el idioma, todos sus exabruptos. Piden más dureza y claman por lograr un objetivo inalcanzable: que todo ser humano sea bueno y benéfico y que la maldición de Caín deje de pesar sobre nosotros. Quieren mitigar su angustia social, el miedo a que pudiera sucederles a los suyos, mediante castigos más duros y encierros más largos o incluso cadenas perpetuas. Esta misma semana he oído clamar por la pena de muerte que va para ellos cobrando su lógica, poco a poco, puesto que siguen creyendo que muerto el perro se acabó la rabia. Creen que si el criminal de Lardero no hubiera salido de permiso el pequeño Álex estaría hoy con vida y buscan responsables en el sistema. Olvidan señalar al sistema por Sonia Carabantes, que según su peculiar discurrir mental tampoco está viva porque el sistema se ensañó con una inocente en lugar de detener y encarcelar al verdadero culpable del crimen de Rocío Wanninkhof. Si hubieran atinado, se hubiera salvado a una inocente y una vida.
Poco se gana con estos ejercicios de retroacción. Hemos creado un sistema que pretende, sobre todo, que no se enganchen en las redes los inocentes y, además, que aquellos culpables que sean recuperables tengan una segunda oportunidad. El calibre de esa red no es a veces suficiente. Se nos escapan los que delinquirán o no encontramos a los culpables y se nos quedan enganchados los inocentes. A las gentes les gusta empatizar y deberían intentar hacerlo también con ese inocente que nos habita y que podría verse encallado en lo más profundo del sistema. Por eso en Francia todavía hay quien busca rehabilitar al penúltimo condenado a muerte por guillotina en 1976, Christian Ranucci, porque siguen creyendo que hubo errores en esa condena. “Este asunto no se despega de mí. Yo tenía 25 años y él 22. Mi cliente fue condenado y ejecutado siendo que quizá fuera inocente. Hay de qué ocupar la vida de un abogado sólo con eso. Uno no sale indemne de una cosa así”, escribía su letrado Jean-François Le Forsonney. Puede que fuera realmente culpable, pero su ejecución destruyó toda oportunidad.
Dolores Vázquez está viva, aunque no queda duda de que fue herida por el sistema de una forma que no se puede remediar. No he oído decir que en las academias de guardias jóvenes se estudie el caso para prevención de futuros investigadores, para enseñarles que las hipótesis deben surgir de los hechos y no los hechos adecuarse a las hipótesis. Tampoco sé cuantos cursos ha organizado el CGPJ o la Escuela Judicial o la Fiscalía para repasar cómo se produjo un error de tal magnitud, dónde se estrelló el sistema previsto para salvaguardar al inocente, cómo se podría evitar que volviera a suceder porque volverá a suceder y eso no es imputable a la a veces aberrante naturaleza humana sino, tal vez, a la laxitud, a la rutina o al prejuicio.
Dolores Vázquez sólo espera, pueden oírlo de sus labios, que la sociedad, que la Justicia le pidan perdón. Ni siquiera confía en cobrar la indemnización. Es esa reparación la que desea y es justo la que, estoy segura, no va a obtener jamás.
Oiganla y entenderán por qué las garantías del sistema no son regalos al criminal sino seguros de vida para las personas honradas.
Dolores, la inocente.
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