La izquierda, Hamás y la masacre
Mientras morían civiles, la derecha española aprovechaba para acusar a la izquierda española (y hasta al Gobierno) de connivencia con el terrorismo y con Hamás. Es quizás el episodio más bochornoso de la actualidad política nacional. Desde Borja Sémper llamando a Gaza “territorio autónomo” –por más que de ello culpemos más a los asesores que al portavoz– a Jiménez Losantos hablando de Más Hamás hasta las vergonzosas acusaciones de una Telemadrid al servicio de Ayuso según la cual la izquierda se negaría a llamar terrorismo al terrorismo. Con tal de imaginar cómo habría de posicionarse esta izquierda, no he dejado de pensar, esta semana, en un ensayo que leí recientemente, 'La saga de los intelectuales franceses', de François Dosse, publicado por Akal. Y en los debates allí recogidos a raíz de la depuración posterior a la Liberación o los distintos posicionamientos en relación a la guerra de Argelia.
El ánimo que reinaba en la izquierda intelectual francesa durante la Liberación, como cuenta Dosse, era un júbilo violento. Es así cuando el 25 de agosto de 1944 Camus escribe que, “en la noche de agosto más hermosa y calurosa, el cielo de París mezcla con las estrellas de siempre las balas trazadoras, el humo de los incendios y los cohetes multicolores de la alegría popular”. O cuando se pregunta: “¿Qué es una insurrección? Es el pueblo en armas. ¿Qué es el pueblo? Es lo que en una nación nunca quiere arrodillarse”.
Tendemos a ser relativistas con las insurrecciones; olvidamos considerar que las liberaciones tienden a ser causas justas acompañadas de métodos mucho más complicados de justificar. Lo que vino después fue un enorme debate sobre qué había que hacer con los colaboracionistas, incluidos escritores que otros literatos resistentes tenían en gran estima: en suma, una discusión sobre cómo administrar la muerte. Y esa discusión apagó –en algunos– el júbilo revolucionario, llevándolos a la pregunta sobre la imposibilidad de hacerse cargo del asesinato del otro, el suicidio o la pena capital.
Argelia fue un caso distinto y, aún hoy en Francia, una herida supurante. Hubo manifiestos cruzados: historiadores que se negaban en 1956 a que Francia “perdiera su alma” al usar “métodos infectos como los campos de concentración, la tortura y la represión colectiva”. ¿Acaso no resuenan en algo esas palabras? Y, frente a ellos, otros profesores, críticos con “el estado de espíritu que, reservando acríticamente toda su severidad para Francia, otorga a veces a los crímenes de los fellaghas una indulgencia inadmisible; absuelve, junto con sus fines, sus medios”. Podríamos cambiar unos cuantos sustantivos y estar hablando de lo que vemos hoy; aunque hoy, quizá, con mayor envite propagandístico.
Es fácil juzgar los devaneos de la moral desde el cómodo lugar que nos ofrece nuestra cobertura europea. Que sea fácil no significa, pero, que debamos dejar la moral en una esquina. Una de las peticiones más absurdas de esta semana ha sido la de renunciar al contexto y a la historia: un interesado llamamiento a analizar la situación como si todo hubiera comenzado con el último ataque de Hamás. A ignorar la guerra del Yom Kippur, a olvidar 1948, a pasar de largo por los acuerdos y resoluciones olvidadas. Lo trágico nos llega cuando la “condena al terrorismo” se parece más a un postureo moral que a una firme creencia en el valor de la humanidad. Y de lo que estoy convencida es que el valor intrínseco de las vidas humanas es algo en lo que tenemos que creer si no queremos perder la humanidad propia.
La posición final de Camus, más allá de sus vaivenes y equilibrismos, nos revela otra vía. Lo hacen también otros manifiestos de la época, que rechazaban los términos maniqueos. No es una vía perfecta, porque ninguna puede serlo. Escribe en sus notas de 1957, muchos años después de la exaltación liberadora: “He decidido guardar silencio sobre Argelia, con el fin de no añadir nada ni a su desgracia ni a las tonterías que se escriben al respecto. Mi posición no ha cambiado en ese punto y, si bien puedo entender y admirar al luchador de una liberación, no siento más que asco frente al asesino de mujeres y niños”.
Creo que podemos elaborar, con esa nota al pie, un estandarte moral para la izquierda. Deberíamos guardar el silencio posible –y sólo el que esté justificado– sobre lo que está sucediendo, al tiempo que denunciamos actos intolerables, a la vez que nos pronunciamos en voz alta contra la ocupación, la masacre o el apartheid, con el fin de no añadir nada ni a la desgracia del pueblo palestino ni a las tonterías que se escriben al respecto. Si bien podemos entender y admirar al luchador de una liberación, no sentimos más que asco frente al asesino de seres humanos. A partir de ahí, conociendo los cimientos, podemos responder a la acusación vergonzosa de la derecha: nuestra postura no es exculpatoria, sino moral, política e históricamente justa. Y, así, construir.
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