Queremos que la izquierda tenga futuro
A principios de junio me preguntaba, ante la desafección que se percibía —y percibe hoy— hablando con cualquiera, con la conciencia de que la alerta antifascista no funcionará, qué debe hacerse y qué ha de pasar para evitar una abstención masiva de votantes progresistas en las próximas elecciones generales. Qué están haciendo los partidos y qué está haciendo la izquierda, también. La respuesta del PSOE a los casos de corrupción en su núcleo duro o al acoso sexual que ha aflorado no solamente en sus filas, también en los despachos y entornos de trabajo más próximos a Presidencia, ha sido lenta, deficiente, imposible de explicar: ¿cómo es posible que la excusa para no haberse reunido con Salazar sea que él “viajaba mucho” cuando se filtró un mes antes una comida, cuando ya se conocían las acusaciones, entre él y la ministra portavoz del Gobierno? Ya es grave el enorme agujero que genera la cascada de sucesos en el feminismo institucional y en la reputación del Gobierno, y por más que se repita que el machismo es estructural y está en todas partes y que no entiende de partidos, lo cual es obvio, no basta: pero es que ni siquiera eso es lo más grave.
Intentemos hacer una descripción lo más fría posible de los hechos. En julio de 2023, en un ambiente inicialmente deprimido, desfavorable por completo, la izquierda logró remontar la debacle en términos de pérdida de poder territorial que se había producido en las elecciones autonómicas y municipales de mayo. La ciudadanía progresista se movilizó ante la perspectiva de un Gobierno de coalición del Partido Popular con Vox, en parte gracias al error que cometió Carlos Mazón —el primero de muchos— al saltarse la estrategia marcada desde Génova y asumir ese pacto desde el primer momento, sin maquillarlo hasta después de las generales. El juicio sobre el segundo Gobierno de coalición siempre iba a ser durísimo, más aún en un contexto de crecimiento internacional de la extrema derecha; la mayoría obtenida no era particularmente progresista, si acaso proclive a ciertas reformas en términos de arquitectura del Estado y plurinacionalidad, pero se pudo postergar la sensación de que la izquierda entraba en un tiempo de descuento que tenía que aprovechar.
La aritmética parlamentaria, desde entonces, ha impedido que el Gobierno lleve a cabo las reformas de las que tendría que poder hacer bandera, incluso en sus versiones más descafeinadas: no ha habido reducción de la jornada laboral, lo más ambicioso que ha hecho la ministra de Vivienda ha sido proponer un teléfono de la esperanza para inquilinos y hacer que media juventud española sintiera que el Gobierno se choteaba de ella, no ha habido presupuestos y difícilmente los habrá. Si el rey reina, no gobierna; en este gobierno el Gobierno está, cuadra las cuentas, tiene buenos datos macroeconómicos, no comete demasiadas barbaridades, pero de gobernar con ambición, lo que se dice gobernar, mejor no hablamos. Quedarse quieto y aguantar la tempestad, reducirlo todo al simbolismo, resistir; preparar los cuarteles de invierno. El depósito de esperanza llegó ya muy agotado a 2023; no parece que se haya llenado sobremanera desde entonces.
Cuando todo esto es así, cuando la coyuntura siempre fue endiablada, lo que percibe quien no esté demasiado metido en la política más politiquera es la desaparición paulatina de banderas esperanzadoras en virtud de las cuales defender la situación. La ciudadanía progresista está más que dispuesta a creer, hasta que se demuestre lo contrario, que las manzanas podridas del PSOE son casos aislados, y no está probada tampoco financiación ilegal alguna que pudiera ser una estocada de muerte para su estructura; pero, para querer defender algo en medio de esta tormenta, hace falta poder defender cosas que valgan la pena. Hace falta sentir que hay una preocupación genuina, de parte del Gobierno, por la pérdida de poder adquisitivo, la crisis de la vivienda, los problemas del día a día; no basta, o no sirve para que el electorado se conforme, ofrecer que quienes ostenten el poder no sean fascistas.
Lo cortés no quita lo valiente y el oportunismo de un Partido Popular que ahora se envuelve en la bandera del feminismo no esconde todas las veces que ha pactado con Vox, por ejemplo, la supresión de ayudas a víctimas de violencia machista. O su modificación terminológica por “violencia doméstica”. Pero esto se aplica por todas partes. La parte de Sumar en el Gobierno tiene razón cuando dice que haría falta una remodelación radical, cuando afirma que la situación es insostenible: el problema es que, si eso se queda en una mera declaración, no se gana representatividad. La sensación que queda más bien es la de un sector del Gobierno que está incómodo —y con razón—, que hace declaraciones sobre ello, recogidas por los periodistas y los periódicos, que nunca van más allá de lo declarativo, porque nadie ha planteado ni siquiera en serio un ultimátum real; como en el cuento de Pedro y el lobo, nunca mejor dicho, cada vez que se afirma que todo es insostenible y, sin embargo, se sigue sosteniendo, decae también la credibilidad de un espacio al cual lleva mucho tiempo arrastrando la inacción del socio mayoritario, la inoperancia en el poder, cuando no sus propias cuitas internas.
Quizá Pedro Sánchez, en algún momento, podría haber optado por una vía como la canadiense: sin dejar de gobernar durante un tiempo, optar por facilitar un proceso de sustitución en su liderazgo al frente del PSOE, propulsando a un candidato alternativo para establecer cierta continuidad en vez de alimentar a los sectores socialistas más conservadores que hoy huelen sangre y apuntan su disparo al líder a matar. Es lo que hizo Trudeau, salió Carney y, gracias a la victoria en EEUU de Trump, ganó las elecciones. Pero eso no pasó, como tantas otras cosas no han pasado. Quizá Sumar, en algún momento, por una causa que considerara meritoria, podría haber salido del Gobierno, sin retirar su apoyo parlamentario, pero visibilizando su disposición a ser algo más que una muleta que recibe —muchas veces injustamente— todos los golpes o la crítica burlona sobre cómo, estando dentro, hablan como si estuvieran fuera. Pero eso no pasó, como tantas otras cosas que no han pasado.
Hoy, en realidad, manda la inercia. Esa inercia, temo decirlo, conduce al desfiladero. Nadie está haciendo nada que constituya un revulsivo. Nadie tiene un golpe de timón que le dé la vuelta al tablero. Nadie asume los medios para llevar a cabo de verdad una agenda progresista ambiciosa capaz de devolverle el pulso a la mitad de este país. Si queremos que la izquierda tenga futuro, quizá toca exigirle, a quien toque, que se haga la pregunta con la que abría: qué hay que hacer para no autodestruirse de aquí a las próximas elecciones generales. A los espacios políticos a veces les cuesta pensar a medio plazo, no digamos ya en el largo, pero si no se da esa reflexión, volver a poner en pie a una izquierda, que podría llegar a carecer de poder casi en todas partes, será mucho más difícil y traumático que cualquier opción dolorosa que hoy se escoja.
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