El fin del mundo cada lunes
Dice el historiador alemán Anton Jäger que la hiperpolítica es lo que queda cuando termina la pospolítica: es decir, cuando se acaba el tiempo del autogobierno de los tecnócratas, agotada la ausencia de decisión o la asunción de que todo es como seguirá siendo. Ese tiempo se ve sustituido por una política sin conflicto político genuino, centrada más bien en costumbres personales e interpersonales, vehiculada a través de un moralismo incesante, incapaz de pensar en las dimensiones colectivas de cada lucha. Podríamos añadirle: otra consecuencia de la hiperpolítica es que, a poco que estés atenta, llega el fin del mundo cada lunes. Cada semana hay un trascendental evento político nuevo que parte en dos la realidad como si de un rayo se tratase. Cada pocos días sucede lo más grave que ha sucedido nunca. Cada mes es el mes más aciago para la democracia desde el golpe de Estado del 36. Cada instante están más justificadas la fanfarria del fin, los tambores, la épica apocalíptica, la destrucción. Se acaba todo, todos los días. ¿No es agotador?
En realidad, sí que están ocurriendo cosas graves, todo el rato. Lo que pasa es que no son las que miramos o a las cuales se dirige en muchas ocasiones la atención. Este periódico lo contaba ayer: la COP30 se ha saldado sin hoja de ruta para abandonar los combustibles fósiles, sin menciones al petróleo o al gas; para el planeta, para la humanidad, la ausencia tanto de consensos como de voluntad de acción para enfrentar el cambio climático sí que tendrá consecuencias, consecuencias devastadoras, mundiales; hay otros asuntos que han ocupado mucha más atención y que, sin embargo, en un mes se perderán, como lágrimas en la lluvia. Que Trump desaparezca a gente es grave e inquietante. La posibilidad cada día más real de que en nuestro país vecino, Francia, llegue a la presidencia de la extrema derecha —sucede en un segundo, si no se está atento— tendría consecuencias tremendas a nivel europeo y en su contagio a nosotros, pero aquí estamos: preguntándonos más por si la juventud es o no es facha que por los motivos que han llevado al electorado francés a una izquierda desunida, un establishment político arrasado y unos antiguos fascistas declarados en el 35% de intención de voto.
También en España hay cosas graves, gravísimas, pero tengo la sensación de que la sensación de que habitamos una política de alto voltaje sirve más para mantener a la gente pegada al televisor —o intentarlo— que para enfrentar ningún problema real. Es bastante tremendo ver a Ayuso acusar a Sánchez de “llevar a España al guerracivilismo”, y el camino hasta aquí ha estado pavimentado por frutas que gustan, líneas rojas cruzadas, el descenso hasta el fondo del barro del lenguaje político, desvergüenzas poco antes vistas en sede parlamentaria; pero una virtud de la democracia es que es elástica hasta que se rompe. Como el amor en la carta de Pablo de Tarso a los Corintios, todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta. Me parece mal que se condene a alguien —al fiscal general, en este caso— despreciando las declaraciones de muchísimos periodistas, prácticamente considerándolos mentirosos; ¿significa eso que piense yo, ahora mismo, que estamos al borde de una sublevación militar? La verdad es que no. Y entiendo el maximalismo retórico, porque creo —he visto cómo se genera— que sirve para otra cosa: tapar que el mayor peligro para la izquierda ahora mismo, en realidad, no es ninguna amenaza exterior, no es el peligroso fascismo, no es el fin del mundo del lunes que viene; el mayor peligro para la izquierda es su impotencia para atajar una crisis de vivienda que afecta a cualquiera, su dificultad para equilibrar unos buenos datos macroeconómicos con la percepción de que las expectativas de vida propia o futuro no han mejorado. No es fácil arreglar eso, menos con la aritmética que ha tocado, pero de retórica no se come.
Hace unos días Estados Unidos vivió una imagen rarísima: Zohran Mamdani, alcalde electo de Nueva York, socialista democrático, musulmán, entró al Despacho Oval, se reunió con Trump, y Trump salió de la reunión seducido, a sus pies. “¿Sigue pensando que el presidente es un fascista?”, preguntó una periodista. “Hemos hablado sobre nuestros desacuerdos…”, empezó a responder, y Trump le cortó, sonriente: “puedes simplemente decir que sí, no me importa, es más fácil que explicarlo”. Así que Mamdani dijo que sí. Hay mucho de 2025 y del siglo XXI que se concentra en esa escena. Yo, personalmente, estoy convencida de que Trump se comporta como un rey loco que copia una parte de la opinión de la última persona que le ha hablado, por cuestión ya de proxemia, y que encima lo que más le importa a él es el carisma, las agallas y sentir que le está hablado a un ganador: habla bien de Mamdani porque Mamdani, la noche electoral, le pidió en su discurso que escuchara atentamente, porque la ciudad de origen de un déspota y un tirano —Nueva York— era la que mejor podía enseñarle a Estados Unidos cómo derrotarlo.
Nada más salieron las imágenes de la reunión hablé sobre ella con un grupo de amigos. Había algunos que me decían: qué listo es Trump, lo desactiva, desactiva su retórica de resistencia. No estaba nada de acuerdo. Sólo con ese encuentro quizá logró ya Mamdani salvar varias vidas de ciudadanos migrantes estadounidenses a los cuales un despliegue de la Guardia Nacional en Nueva York habría mandado a la deportación; lo hizo sin renunciar a nada y hablando abiertamente, en directo, en el Despacho Oval, sobre cómo Estados Unidos está financiando un genocidio en Gaza. Tengo la intuición, que no la certeza, de que navegar el tiempo que nos toca requiere todas estas virtudes: la firmeza en las convicciones éticas como para identificar los lugares en los que el mundo de verdad se acaba, la destreza para surfear otras olas sin convertirlas en maremotos. Lo contrario es que, de tanto repetir que el fin del mundo llega cada lunes, nadie acabe oyendo a la izquierda cuando llegue de verdad, cuando lo peor de lo posible llegue un día. Y hay muchas semillas en el mundo de lo peor de lo posible. Hasta que alguien me convenza de lo contrario —estoy abierta—, intuyo que deberíamos ser capaces de mirar el mundo con prudencia elástica.
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