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4 segundos
Que el tiempo es relativo resulta una afirmación de veracidad incontrovertible. Una porción de tiempo de cuatro segundos resulta ser eterno si se sostiene una brasa en la palma de la mano, y apenas imperceptible si es el margen de que se dispone para distinguir al ser amado en un abigarrado andén en el que un tren inicia la marcha. Es la misma magnitud, insuficiente y desmesurada según se trate de una u otra acción. Este axioma no varía por el hecho de que se analice en un tribunal al albur de la inteligencia de unos jueces o, a la puerta de una cochiquera, considerado por la agudeza de la de unos porqueros.
El tiempo se eterniza a la espera de una decisión trascendente para quien depende de ella y dura lo que un parpadeo si el ser amado se despide para siempre de entre los brazos queridos, de la presencia irremplazable.
Cuatro segundos son suficiente magnitud temporal para apenas el intercambio ritual de las palabras que usamos para responder a la apremiante llamada del teléfono: Dígame, o un Si interrogativo o cualquier otra fórmula de las corrientemente empleadas en las comunicaciones telefónicas y la consiguiente respuesta del interlocutor al otro lado de la comunicación establecida, que se presentará y hará saber el motivo de su llamada. Entre un: Sí, dígame, y un: Buenos días, soy Fulanito, periodista de tal o cual medio el inexorable discurrir de los segundos habrá extinguido el lapso de tiempo para poder iniciar una conversación por más deprisa que nadie pueda atropelladamente articular las palabras.
Para cinco jueces, con mayor apariencia de voluntad política que jurídica, sin embargo, es tiempo más que suficiente no solo para expresar fórmulas salutatorias sino también para incluir todo un informe de contexto y pormenorizar los detalles de un particular a su abogado, incluyendo las gestiones de este ante la administración tributaria o fiscal relativa al impago de tales o cuales cantidades secundarias a ingresos por operaciones comerciales en el ejercicio fiscal correspondiente al año de referencia.
Físicamente imposible para la mayoría de mortales incluidas dos jueces compañeras de tribunal de los otros cinco dotados de una rara percepción de lo que pueden dar de sí cuatro elásticos segundos netos. Esta es la endeble base en la que se atreven a presentar a la sociedad la condena a un alto funcionario de la administración de justicia.
Una sentencia efímera, con esa languidez argumental pendiente de recurso, en la que la mera sospecha que albergan los cinco miembros del Tribunal, es suficiente prueba de convicción para arruinar la vida profesional y quizás algo más de un ser humano, inocente mientras no se demuestre lo contrario.
Toda la apariencia de dicha sentencia es más política que jurídica, pues sirve más a los intereses de acortar la legislatura o deteriorar, cara a futuras elecciones, la imagen del gobierno que designó como Fiscal General al ahora embaldonado funcionario por las aviesas sospechas de los cinco firmantes dotados, a lo que parece, del derecho a elevar sus conjeturas a la categoría de hechos probados, sostén de una sentencia que jurídicamente habrá de ser sancionada, transcurridos los plazos pertinentes. Demasiado tarde para evitar los efectos políticos injustos conseguidos, sin importar el deterioro institucional que sin duda se infiere a la sufrida, traída y llevada justicia española, ya tildada de “cachondeo” por alguien que ni en el pasado, ni en el presente ha sido desmentido. No desde luego con esta sentencia, nada menos que del Tribunal Supremo. Ensombrecido recientemente por afirmaciones públicas de ser títere, por la puerta de atrás, de un desaprensivo partido político.
Paciencia y barajar recomendaría el buen sentido de Sancho, depositario del saber tradicional y contrapeso de los gallardos impulsos del buen Don Quijote que nos habita y pugna por desfacer torpezas y entuertos.
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