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Geopolítica después de la pandemia

El debate geopolítico sobre el nuevo orden mundial tras el coronavirus ya ha comenzado

José Enrique de Ayala

Consejo Asesor del Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas —

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Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos tenía la fuerza. Cuando lanzó el Plan Marshall y se comprometió en la defensa de sus aliados, tuvo además el liderazgo político, primero en Europa occidental y luego en buena parte del mundo. Puede argüirse que lo hizo en su propio interés, como parte de la estrategia de contención de la Unión Soviética, pero aun así, esta decisión de emplear sus recursos en auxilio de países devastados y poblaciones exhaustas le granjeó la simpatía de millones de personas.

Este liderazgo ha resistido 70 años, a pesar de graves errores, sobre todo en América Latina, el Sudeste Asiático, y Oriente Medio, impulsado por un arrollador poder mediático y un incomparable poder militar, y ha permitido que EEUU pueda mantener una economía deficitaria –el déficit fiscal fue en 2019 de casi un billón (europeo) de dólares– y una deuda impagable, basada en la convención aceptada universalmente de que el dólar es intocable. Pero empezó a declinar rápidamente cuando fue elegido presidente Donald Trump y lanzó su burdo mensaje: seamos egoístas. Y está terminando de desaparecer ante la mezquina reacción frente a la pandemia causada por la COVID-19: ni un solo gesto de solidaridad, de ayuda, o de comprensión hacia los demás, ni tan siquiera cuando el virus aún no se había expandido en su propio país. Solo indiferencia y acusaciones a otros, en buena parte sin fundamento.

Para ser el líder no basta con ser el más fuerte. Un líder necesita concitar la adhesión de los demás con su ejemplo, su generosidad y su empatía. Ser capaz de señalar un camino y de abrir paso siempre, olvidando –si es necesario– su propio interés. Crear confianza y seguridad. Con su actual administración, EEUU no está en condiciones de ejercer ese papel. De hecho, ha renunciado explícitamente a él.

El aspirante, China, que puede intentar aprovechar la oportunidad, tampoco reúne las condiciones para asumirlo. No la ejemplaridad, desde luego. La mayoría de los habitantes de este planeta no van a aceptar un progreso económico que sacrifica la libertad individual, ni un progreso tecnológico que facilita que el gobierno controle a los ciudadanos pero no permite que los ciudadanos controlen al gobierno. Al menos no en Europa, probablemente no en la mayor parte del mundo. El resto de los países grandes pueden alcanzar la categoría de líderes regionales –o ya la ostentan– pero por ahora no hay ninguno que tenga capacidad de liderazgo global.

Queda la Unión Europea, que se ha caracterizado tradicionalmente en el escenario global por ejercer el llamado poder blando, una fuerza de atracción basada en su modelo político, económico y social, y en su voluntad –tampoco muy firme pero valiosa– de ayudar al desarrollo y la cooperación de todos. Pero la reacción de la UE ante la pandemia, ha sido penosa, por no emplear palabras más gruesas. Sin solidaridad entre sus miembros, sin generosidad, sin unidad interna, la UE no es nada, carece de fuerza, no solo para liderar el mundo, sino incluso para sobrevivir, y está a merced del resto de potencias que nada podrían contra ella si se mantuviera unida. Las consecuencias no serán solo para los Estados miembros más débiles, sino para todos. Es un error creer que un solo país europeo puede volar libremente en el mundo que se avecina.

Pero ¿cómo será ese mundo, después de la dura emergencia sanitaria que estamos viviendo? Aparentemente, y así lo sostienen muchos analistas, la globalización habría sufrido un golpe importante y estaría en franco retroceso. Sin embargo, nadie puede culpar a la globalización de la extensión de la pandemia, en el pasado también las hubo –véase la gripe del 18– aunque el mundo no estuviera globalizado tal como lo entendemos ahora. Y del mismo modo que la pandemia es global, también tendrán que serlo las soluciones, de otro modo no será posible acabar con ella. La globalización puede sufrir retrocesos coyunturales –este no es el primero ni será el último– pero es un proceso histórico progresivo e imparable, desde las primeras migraciones de la especie humana, y ese proceso no se va a acabar aquí, seguirá creciendo.

Es probable que nos dirijamos hacia un mundo sin un líder claro, a no ser que la política de Washington dé un giro radical. Un mundo multipolar en el que los grandes países, o las estructuras plurinacionales consolidadas, formaran unos pocos polos de atracción (no más de ocho o diez), alrededor de los cuales orbitarán otros países, que podrán enfrentarse entre sí o cooperar, según las circunstancias e intereses del momento. Este es un escenario que puede conducir a un cierto equilibrio, pero también puede ser muy peligroso, si no hay normas claras aceptadas por todos. La UE será naturalmente uno de esos polos y podría tener una importancia extraordinaria en la estabilidad del conjunto, dado su avanzado sistema político y social, siempre que no consigan acabar con ella, o debilitarla seriamente, nuestros patéticos 'mini-Trumps' locales que alimentan el egoísmo insolidario desde sus despachos en La Haya, Frankfurt, o Varsovia.

El problema del mundo actual no es la inevitable globalización, sino la falta de instituciones globales que la gobiernen con eficacia. La arquitectura de Bretton Woods y de Naciones Unidas, que data de los años 40 del siglo pasado, se ha quedado claramente obsoleta, no se corresponde con el escenario geopolítico actual. La Organización Mundial de la Salud ha mostrado debilidad e ineficacia en la pandemia que estamos viviendo, y si el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial actúan como hasta ahora no podrán hacer frente a la profunda crisis económica - también global- que seguirá. Hace tiempo que estas instituciones están siendo objeto de análisis, crítica y revisión, aunque solo sea para que reflejen el equilibrio de fuerzas realmente existente. Pero ahora la pandemia ha demostrado que ya no se puede esperar más para estudiar y poner en marcha una nueva arquitectura política y económica mundial, que tenga el poder y los recursos suficientes con los que pueda garantizar, si no una gobernanza global que sería deseable, al menos un equilibrio y una armonización para que la humanidad en su conjunto pueda enfrentarse a los retos que nos afectan a todos, y que están muy bien definidos en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Esa es la tarea –imprescindible y urgente– que tendremos por delante, después de la pandemia, para construir sobre bases firmes el mundo que vendrá.

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