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El error

El cadáver de Francisco Franco durante la misa 'corpore insepulto' en el palacio del Pardo, en 1975

Elisa Beni

“Decirlo no es hacerlo”

‘La ley de la calle’. Francis Ford Coppola

Si algo tiene el periodismo es que te embarca en singladuras de todo tipo y que todas te enseñan algo. Una de las cosas que aprendí, en aquellos tiempos en los que trabajaba al filo de las pasiones humanas, pasiones más terrenales pero no distintas ya que el poder siempre está de telón de fondo, fue que en la calle si amagabas tenías que dar. Amenazar sin cumplir, sacar navaja sin intención de tirar, mostrar los puños sin dar es el fin en la jungla de asfalto o de tierra, en la jungla humana. Y eso porque el mostrar tu poder sólo tiene sentido y efecto si estás dispuesto a usarlo. Con todas las consecuencias.

Todo esto me venía a la cabeza, a título de metáfora, cuando leía el auto de paralización cautelar de la exhumación del dictador en el que cinco magistrados dejaban en suspenso, en una resolución de contenido insólito, la decisión legítima del pueblo español, formulada a través de sus representantes democráticos, de acabar con la inadmisible situación de honor y preeminencia de un dictador genocida en una democracia asentada. Y lo hacía porque durante todo este largo y agónico trámite siempre he pensado -y he dicho, que no soy de callar- que el error de origen estaba en la decisión de anunciar la realización de una acto de justicia democrática, que emana de una orden del pueblo, y de convertirlo en un vulgar procedimiento administrativo en el que la familia del execrable dictador se convierte en una parte habilitada en la balanza de la Justicia con el mismo peso que toda la fuerza de la justicia debida a sus víctimas, al pueblo español y a los requerimientos de la legalidad internacional. Amagar y no dar. Y ese amago se produjo porque el anuncio se hace en un momento en el que el gobierno no se siente con la suficiente fuerza. Por eso muestra los puños, pero no se atreve a usarlos. Mala cosa. A sabiendas de que tras el músculo faltaba golpe, la familia del tirano, se vino arriba y convirtió todo el asunto en una cuestión de divergencias administrativas entre unos nietos atribulados por el “desgarro” producido por la idea de que el abuelito fuera desenterrado y las antiguallas del derecho absoluto de la iglesia sobre ese “sagrado” que ni siquiera mantiene económicamente. Así comenzó un debate absurdo e inane. Así normalizamos los deseos de los franquistas y sus herederos, los llevamos a los medios, los entrevistamos, les dejamos ocupar el espacio público que jamás ocuparon hasta ahora en toda la democracia. Existían, valga, pero existían en la sombra, existían marcados por la vergüenza, existían por la magnanimidad de una democracia que se define como no militante.

Si Gobierno hubiera sido el justiciero con fuerza, el ejecutor de la voluntad de la dignidad democrática y popular, hubiera sacado al dictador sin contemplaciones, apoyado en la fuerza de las urnas, en la de la memoria europea de los fascismos, en la de la dignidad y la reparación de las víctimas y hubiera asumido las consecuencias. Así se actuó en Pamplona con Mola y con Sanjurjo, el dueño de la silla de Franquito, el doble rebelde. La familia de Sanjurjo fue a tiro pasado a la Justicia y en una primera instancia le dieron la razón y ordenaron reinhumarlo pero el Tribunal Superior de Justicia de Navarra ha avalado finalmente la exhumación. ¿Alguien duda de la diferencia que hay en someter a un tribunal de Justicia un hecho consumado que debe revertir a preguntarle sobre si puede o no hacerse? No hablo sólo en términos jurídicos sino en términos de dignidad democrática.

La equidistancia entre el mal y el bien es moralmente inaceptable. No hay término medio. Sólo cabe un alineamiento. La equidistancia entre los deseos de la familia de un dictador asesino y liberticida y los de las víctimas de su régimen opresor y de los representantes legítimos del pueblo democráticamente elegidos, tampoco.

Además de la normalización del franquismo sociológico y del real hemos conseguido también que el Tribunal Supremo del Reino de España considere un golpe de estado militar -este sí, de código penal en mano- como fuente de legitimidad de gobierno, al datar el inicio de caudillaje del rebelde y su usurpación del poder en la fecha en el que él y sus golpistas se proclaman, obviando la legalidad de un gobierno legítimo y reconocido además por todas las instancias internacionales. La Justicia demuestra una vez más su confusión respecto a la realidad político-jurídica de la dictadura y su incapacidad para hacer justicia y reparar los crímenes de un régimen opresor e ilegítimo que usurpó la voluntad del pueblo español durante cuarenta años.

El interés general por acabar con la ignominia que supone mantener al tirano enterrado con honor junto a los cadáveres de miles de personas que fueron, estas sí, robadas de cunetas, sin consideración absoluta a su memoria, sus ideales y a su familia, para dar una pátina de regularidad a la obra megalómana de un dictador ensoberbecido, se pone en pie de igualdad con el deseo de los herederos de su infausta memoria. El Valle es una loa a lo que los rebeldes victoriosos consideraron su “gloriosa cruzada” y un escupitajo en la cara de los defensores de la legitimidad constitucional vencidos. Franco, al que yo no llamaré don Francisco Franco Bahamonde como hace el auto, no es un “jefe de Estado” en abstracto, y mucho menos desde la fecha en que él lo decide unilateralmente tras un violento golpe de Estado, sino que fue el militar que, por la fuerza, tomó un poder que no le correspondía y lo usurpó mediante la violencia y la represión, perpetrando un sinnúmero de crímenes con el único objetivo de acabar con los que no compartían su delito ni sus efectos.

Franco es el secuestrador de la libertad de los españoles. Franco es quien represalía y ejecuta a los que pensaban diferente. Franco es el golpista que nos sacó del hilo de la historia. A semejante individuo no se le pueden rendir honores ni en el papel timbrado.

El error ha sido consentir hacerlo como ellos querían. Aceptar que las condiciones eran las que sus nostálgicos reclamaban. Un gobierno, siguiendo instrucciones de un parlamento, no amaga sino que da. El error ha sido mostrarse débil. ¿Qué sucedería si cuatro o cinco personas decidieran que el lugar del dictador es el que le enaltece por la aplicación de cuatro reglamentos y dos normas administrativas? Esto no es una cuestión de administraciones sino una cuestión constitucional y de dignidad democrática. ¿Por qué no ha llevado a pleno Díaz-Picazo esta cuestión como hizo para arreglar a los bancos la historia de los gastos hipotecarios?, ¿no tiene la suficiente relevancia?

El Supremo de nuevo navega por aguas turbulentas. Han olvidado que ha terminado el tiempo en el que todo se hacía tras la cortina y sin dar explicaciones. Toda la dignidad de una nación libre les espera fuera.

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