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La era de las sombras

Mariano Rajoy, en una imagen de archivo.

Elisa Beni

Ya está aquí la muerte de las luces y la era de las sombras. La razón nos ha traído hasta aquí, pero destruyámosla. El estado de opinión emblema de tal asesinato ya está instalado en el espacio público español. Ya no podremos preguntarnos qué llevó a los británicos al Brexit, ni a los americanos a Trump, porque nuestra sociedad está ya cómodamente instalada en los mismos parámetros y como banco de prueba hemos utilizado algo tan español como el crimen y el castigo. El no debate ya vive entre nosotros y ha llegado para quedarse. Lo hemos consagrado de forma experimental con la cadena perpetua llamada revisable, en aras a la no lengua, pero una vez iniciada su dinámica se reproducirá para cualquier otra cuestión de orden común.

 La emoción ya reina sobre la razón. Ya es más importante tener hijos hipotéticamente amenazados, en un país con uno de los índices más bajos de criminalidad de Europa, que tener doctorados en Derecho Penal o Criminología. Ambas opiniones tienen ya el mismo valor en ese río de clics perpetuo en el que sólo importa fluir para que nuestro cerebro reciba la descarga de dopamina buscada en cada reconocimiento electrónico. Ni siquiera eso. No valen lo mismo. La opinión racional ha pasado a ser una especie de agravio cometido por seres insensibles que deben ser orillados del flujo de la opinión aparentemente mayoritaria y única. No importan los datos que aporten. No existen los hechos. Los datos aportados sobre la cuestión, datos fácticos basados en estadísticas y en leyes que lo son de verdad y por las que realmente nos regimos, o la realidad del derecho comparado que excluye que la pena planteada en España se pueda asimilar a las existentes con nombre similar en Europa, nada de eso vale. La marea sigue imparable, utilizando datos incuestionables extraídos de una carta carcelaria escrita por un presunto asesino que se convierten en sentencia, código y biblia sin que ningún dato objetivo pueda pararlo.

El siglo de la emoción. Ninguna barrera mejor para estrellar contra ella los restos de la razón, la estela de las luces. El discurso lógico es convertido en el discurso del odio puesto que se opone al discurso de la emoción. Como último baluarte hemos colocado un elemento inexpugnable: el dolor. La osadía de rebatir los argumentos, a veces manipulados y falsos, que se presentan como incuestionables por actores cuya falta de objetividad es evidente, se paga con el linchamiento virtual. Por si acaso eres demasiado razonable, posees la información o tienes el conocimiento, la turbulencia de la era te coloca enfrente a la figura doliente de una víctima, para que estrelles contra la emoción máxima cualquier verdad que puedas aún esgrimir.

Sobre esto se instalan los intereses espurios de los partidos. Lo mismo sucedió en los países que mencioné antes. Los que quieren aprovechar el flujo para remontar, los que saben que esto es una locura, pero no van a dejar que la pesca en mar revuelto se la lleven otros, y los pocos que aún aguantan sabiendo que el poder de hacer leyes te reviste de la responsabilidad de no socavar los principios que las sostienen.

Y en medio, un número relativamente pequeño de personas y grupos dispuestos a mantener públicamente que existe una realidad objetiva, que existe un sistema cierto, que lo que proponen no sólo no es útil, sino que nos hará peores. Aquellos que saben que la solución a las pequeñas disfuncionalidades debe hallarse en un mirar hacia adelante, en una búsqueda de nuevos métodos, en la ayuda de la tecnología y de nuestra capacidad de mejorar y no en el retroceso hacia tiempos y métodos que ya demostraron su inutilidad.

No me quiero dejar a los cobardes, porque si los anteriores parecen estar en minoría es sólo por la connivencia de los cobardes. Los cobardes son los que saben que todo esto es una locura destructiva que nos debilita como sociedad, pero han decidido invisibilizarse en el debate. Los cobardes son los que saben que deberían respaldar las luces y la razón, pero no quieren exponerse a ser mostrados en la picota, como les está sucediendo a otros. Los cobardes son los que podrían introducir en las redes sociales su contribución a la racionalidad y han decidido que este asunto les quema. Son las voces que se han puesto de perfil hasta que escampe. Entonces volverán a pavonearse en los espacios públicos sin correr riesgo.

Lo terrible de todo lo que vivimos estos días no es tanto lo que suceda con una pena manifiestamente inútil, inhumana e innecesaria, sino la constatación de que España se ha adentrado ya en el nuevo siglo y sus normas líquidas, y que cualquier otro debate que mantengamos en el futuro se va a construir sobre estas mismas premisas. Y no nos equivoquemos: todo lo que se construye sobre pilares falsos solo tiene el desmoronamiento como futuro.

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