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Néstor Cenizo

Matalascañas —

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Al final de cada verano una ciudad se apaga en Doñana. Esos días, miles de familias enfilan la carretera regional A-483 y atraviesan el parque nacional de regreso a cualquier lugar. Matalascañas, incrustada en el enclave natural más simbólico del país, se apaga y recupera su esencia invernal: un pequeño pueblo o una gran urbanización algo desvencijada. 

Hace algunos años, Juan José Negro, entonces director de la Estación Biológica, instaló un medidor lumínico en el Palacio de Doñana, a diez kilómetros de Matalascañas. “Debería ser reserva starlight, pero está rodeada de puntos de luz: Almonte, Sevilla, Sanlúcar. Y en verano son miles de puntos adicionales de los chalets y los hoteles de Matalascañas”, resume. Solo las dunas se interponen con el parque. 

Cuando los turistas se marchan y Matalascañas se apaga, los cárabos, murciélagos y chotacabras retoman la normalidad y Doñana respira un poco mejor. 

Una ciudad con dos ritmos adosada a Doñana

Un miércoles de noviembre frío y ventoso, sólo las niñas y monjas agustinas de Talavera de la Reina se dejan caer por la playa. Después de peregrinar a El Rocío, quieren cantar y tocar la guitarra junto a la icónica Torre de la Higuera. De 140 chiringuitos y restaurantes, quedan abiertos apenas media docena, y el lugar ofrece una estampa solitaria y lúgubre. 

La dualidad de Matalascañas (una pedanía de Almonte) explica que, en una terraza vacía, el dueño de El Flamenco mate el tiempo buscando nuevo coche en un catálogo de Porsche que se ha traído de Marbella. “No me va mal”, admite Ramón Macías. La intensidad del verano compensa con creces la falta de clientela invernal. “Esto es una urbanización que no tenía que haber existido. Es incompatible con el parque. ¿De qué sirve tener esto así?”, se pregunta, antes de marcar terreno: “Ahora, el parque lucha por imponer sus criterios y nosotros los nuestros. Y el Ayuntamiento, que está limitado, no sabe cómo cogerlo”. 

Así se resume la convivencia de dos vecinos, Matalascañas y Doñana, con ritmos vitales incompatibles. ¿Qué hace Matalascañas en un sitio como este? 

De alemanes a sevillanos

A mediados del siglo XX, aquí sólo había playa y chozas de marisqueros. Así lo muestran las fotos del Vuelo Americano, un proyecto que en 1956 cartografió España tomando 60.000 fotografías a 5.000 metros de altura. Sin embargo, no recogen un fenómeno muy antiguo: cada año, veraneantes de la comarca levantaban en la playa casas de madera para la ocasión. 

Pronto, alguien comprendió que allí había negocio. En 1966, la empresa Playas del Coto de Doñana, que había adquirido 700 hectáreas, presentó un plan para urbanizar Matalascañas. El objetivo era vender a europeos pudientes casas a un paso de la playa y de Doñana. El Ministerio de Información y Turismo declaró que aquello era de Interés Turístico Nacional, pero pronto aparecieron dos obstáculos que trastocaron las expectativas: el interés creciente por proteger el espacio (Parque Nacional desde 1969) y la crisis del petróleo de 1973.

El proyecto de Matalascañas se replegó a su extensión actual (una franja de 4,3 kilómetros de largo por uno de ancho) y los inversores alemanes y suizos lo abandonaron. El Ayuntamiento acabó recepcionando la urbanización y el paradigma cambió: a falta de un pueblito virgen y sostenible, aquello crecería a borbotones. A partir de entonces se la conocería como la “playa de los sevillanos”. Los Obsexos, con Antonio Ozores, Juanito Navarro y Arévalo, es la muestra de que en los 80 Matalascañas no representaba ya nada distinto a Torremolinos o Torrevieja. 

Puede que no haya nada más simbólico de aquellos días que Julio Iglesias en Surfasaurus en el verano de 1988. El concierto lo patrocinó Costa Doñana, el último gran intento de expandir Matalascañas con una urbanización para 32.000 personas. Tras marchar a Sevilla, el 18 de marzo de 1990 seis ecologistas se encaramaron a La Giralda y desplegaron una pancarta: “Doñana, patrimonio mundial”. El proyecto se canceló y la Junta de Andalucía permutó los terrenos al empresario, que aún litiga por obtener una compensación mayor.

El folleto que convocaba aquella marcha resume las “agresiones” a Doñana que preocupaban en 1990: “El intento no consumado de carretera costera”, “la extracción desmesurada de agua subterránea que sustenta a Doñana” o “el desarrollo urbanístico explosivo experimentado en los últimos años en el núcleo de Matalascañas”. 

“¿Qué ha cambiado?”, se pregunta Juan Romero, portavoz en la zona de Ecologistas en Acción. 

24.000 viviendas en un pastiche 

Hoy, Matalascañas es un pastiche adosado a Doñana. Hay un “pueblo andaluz”, hoteles en altura, un skatepark y una plaza de toros. Sus 24.000 viviendas no se localizan por calles, sino en sectores y parcelas. La trama urbana, con numerosos callejones sin salida, es el resultado de un diseño original pensado para 20.000 habitantes. “La parte de los alemanes no es un mal proyecto”, opina Rocío del Mar Castellano, alcaldesa de Almonte (Mesa de Convergencia). “Luego se construyó Caño Guerrero: especulación pura y dura para meter en muy poco espacio una cantidad de personas que hoy nos horroriza. Pero es lo que tenemos y no se puede revertir”. Al menos, tampoco puede crecer.

Como ocurre en El Rocío en fechas de peregrinación, Matalascañas vive a golpe de calendario. Los 2.341 habitantes censados se convierten en 300.000 en fines de semana estivales. La acusada estacionalidad marca al pueblo. En invierno, por la dificultad para mantenerlo. En verano, porque no se cabe. “Pagamos unos 10 millones de euros en IBI, y las canalizaciones todavía son de microcemento y revientan en verano”, ejemplifica Juan Gómez, presidente de la Asociación de Propietarios. Ainhoa Martínez, que la pasada temporada trabajó en el paseo marítimo, vio caerse a unas 15 personas. Un estudio por georradar encargado por los propietarios confirmó hace poco que está hundido.

“Puedes pasar dos horas buscando aparcamiento, y no hay ni para discapacitados”, dice Diego Camacho, mientras impulsa su silla de ruedas por los alrededores del destartalado Museo Mundo Marino, que en su día recibió seis millones de euros de fondos europeos. Aquí se colocó la primera ecoesfera en España, cedida por la NASA, y una fabulosa muestra de esqueletos de cetáceos. Las administraciones lo abandonaron en 2011 ante la incapacidad para mantenerlo. El Ayuntamiento arrastra una deuda financiera de casi 37 millones de euros. 

Sergio Fernández y Carmen Torres cuentan que en invierno hay poco que hacer, pero en agosto no dan abasto a despachar botellas de agua mineral en el supermercado. “Hay días que del grifo sale arenosa”. Las piscinas se llenan, los jardines se riegan y los sondeos captan a mayor profundidad. Sin embargo, pocos creen que el agua sea un problema. “Bebemos del acuífero 27, que es inagotable. Nos molesta, porque gastamos una mínima parte que los regadíos. Matalascañas no es la culpable de que el parque se seque”, dice Gómez. 

El pueblo consume una media de 2,5 hm³ de agua al año, según los datos de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir. El problema es que Matalascañas se bebe el agua de los espacios más sensibles de Doñana cuando más falta hace. 

El agua que no llega

En 1988, los hidrogeólogos Ted Hollis, Pierre Heurteaux y Jim Mercer visitaron la zona comisionados por WWF. El “informe Hollis” concluyó que había “notables evidencias para mostrar una seria preocupación” por lo que estaba pasando en las tripas de Doñana: las extracciones veraniegas de agua tendrían a largo plazo un efecto negativo sobre las lagunas del parque, vaticinaban. 

33 años después, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea condenó a España por desproteger Doñana, porque es muy probable que las “extracciones excesivas” de agua para Matalascañas hayan ocasionado “alteraciones apreciables en los hábitats protegidos”. Las lagunas peridunares que rodean el pueblo han dejado de ser permanentes. Este verano, Santa Olalla se secó. El 1 de septiembre volvió a brotar el agua. 

La alcaldesa esgrime que eso ya ocurrió en 1983 y en 1995 y que, en todo caso, Matalascañas no tiene la culpa: “El problema es que no llueve”. Pero en 2018, investigadores del Instituto Geológico y Minero calcularon que el nivel piezométrico del Charco del Toro subiría hasta 1,3 metros y el de Santa Olalla, 0,23, si se alejaran de las lagunas dos de los cinco sondeos de los que se abastece el pueblo. Ahora, la CHG pretende sustituir esos sondeos en 2023, para lo que invertirá 1,2 millones de euros. 

Los ecologistas y la alcaldesa creen que es un parche. El Ayuntamiento está estudiando proyectos de desaladoras, pero la solución óptima es un trasvase que nunca llega. “La ley del trasvase [de 2018] se hizo para proteger el corazón de Doñana, pero a fecha de hoy no nos ha llegado un solo litro de agua superficial”, protesta Castellano. “Con un acuífero sobreexplotado, sequía y una multa europea, es urgente. Pero no hay voluntad política”, lamenta Juanjo Carmona, de WWF. 

El MITECO ha prometido a la Comisión Europea que “a partir de 2024” sustituirá los sondeos con una nueva conducción desde Moguer. Apunta en un informe remitido en septiembre que la solución, “aunque técnicamente sencilla”, requiere “autorizar el correspondiente trasvase específico desde la demarcación del Tinto, Odiel y Piedras a la del Guadalquivir”. Es decir, es administrativamente compleja. 

Y luego está la depuradora, “a todas luces insuficiente” para tratar los vertidos que recibe. Cada cierto tiempo, un vertido fecal baña las aguas de Doñana. La falta de depuración adecuada en Matalascañas (y en Barbate y Alhaurín el Grande) ha costado hasta ahora 60 millones de euros. Las administraciones han tardado una década en desentrañar quién debía costear la infraestructura y dónde podían colocarla. Cada día, la multa por Matalascañas sube 4.138 euros. La nueva depuradora no llegará antes de 2026.

Ya lo advertía el informe Hollis: el exuberante ecosistema institucional alrededor de Doñana era un lastre para proteger con eficacia sus recursos hídricos.

Economía en la frontera

La relación con el parque es un asunto que solivianta a políticos y vecinos, que se sienten escrutados por instituciones externas cuya eficacia, razonan, tampoco destaca. “Doñana es un ecosistema social que ha existido siempre. Ahora llegan y te dicen que tienes que desaparecer. El alma de Doñana es el habitante del entorno, y necesitamos un plan, no la negación de la existencia”, denuncia Paco Bella. “Nosotros somos Doñana”, señala la alcaldesa.

Bella, alcalde entre 1991 y 2001, explica que en el año 2000 se aprobó la Carta por la Sostenibilidad, firmada por ecologistas, administraciones y partidos, con tres pilares: la agricultura ecológica, el turismo sostenible y acercar Doñana a los almonteños. “Conseguimos que la gente colocase un cartel de un lince al lado de la Virgen del Rocío”. Ese capital se habría esfumado por la imposición de otro modelo, maniatado por el conservacionismo de museo y la ineficacia burocrática. “Ahora se cerca el territorio y dicen: ”Aquí no toca nadie“. A mí me han puesto pegas para abrir un mirador, pero hace más de 25 años que no se hace una obra hidráulica”. 

La queja la abanderan quienes ejercen los “usos tradicionales”: apicultores, coquineros, piñeros y ganaderos. “Nos consideran bárbaros y nos restringen no solo la actividad, sino el acceso”, protesta Juan Adolfo Arangüete, presidente de la Asociación de criadores de yegua y vaca marismeña: “Son especies autóctonas amenazadas [quedan unas 2.000], pero viste más hablar del lince y el águila. No entiendo que un año de sequía grave no podamos utilizar de manera reglada pasto que al final se seca”. 

Otras veces, el impacto humano es súbito e irrecuperable: el pasado 14 de noviembre, los responsables de una empresa de ecoturismo y un concejal fueron juzgados por mover arena para facilitar el descenso de los caballos a la playa. El fiscal cree que causaron daños irreversibles a la duna protegida de El Asperillo y los acusa de cometer delitos contra el medio ambiente y prevaricación. 

Cerca, la transgresión marina y la pérdida de arena han dejado al descubierto las huellas fosilizadas del Pleistoceno Medio, un hallazgo insólito. Los primeros homínidos pisaron Matalascañas hace 295.000 años.

“¿Qué es ser sostenible?”

Una valla separa la choza de Paco El Chimbo del parque nacional y diez metros de arena ponen distancia con la orilla. El Chimbo es coquinero, su título de propiedad son los años que lleva clavado en la arena y explica con naturalidad pasmosa que a la choza ya se la llevaron las olas, y la reconstruyó con los maderos que escupió la mar. El agua la saca de un pozo bajo el chambao. Es dulce y se puede beber. Mientras el acuífero esté lleno, mantendrá a raya al agua salina.

El ejemplo muestra que el problema de Matalascañas es, sobre todo, cuestión de escala. “¿Qué es ser sostenible? Hay actividades que han perdido la sostenibilidad. Dicen que si siempre hubo ganado en Doñana, pero hoy queda entre el 20 y el 30% de la marisma original”, dice Carmona, que pone otro ejemplo: la recolección de caracoles, palmito o espárragos ya no es una actividad local. “La movilidad de la sociedad presiona los recursos”. Hoy, el debate es el desdoble de una carretera abollada que desemboca en un punto terminal. “No entienden que poner más carretera no soluciona el problema, porque no caben más coches”. 

Desde Sevilla, donde pasa el invierno, Juan Gómez protesta: “No tenemos las infraestructuras por culpa de Doñana”. “Necesitamos sostenibilidad económica y social. Si solo es ambiental, no es sostenibilidad”, reclama Bella. Y Carmona concluye: “Matalascañas no se creó para el turismo que hay ahora. No había ni carretera, sino un camino de arena. Pero empezaron a venderlo de otra manera: una playa para 300.000 personas. Eso lo cambia todo, y hay que decidir cómo queremos vivir en Doñana los próximos 40 años”.

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