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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Donde no llegan los aviones

Un avión en vuelo.

Ángela Labordeta

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Te repetían una y otra vez que tenías que viajar más, que solo recorriendo el mundo se aprende sobre las cosas importantes de la vida, esas que te dan la maestría de la elocuencia, la destreza de la ironía, la pasión medida de quien ha visto y cree haber sentido casi todo y por eso es capaz de retar al miedo y ponerle alas a la grandilocuencia. Pero tú no hacías mucho caso y tampoco tratabas de explicar que, aunque nadie lo entendiera, viajabas mucho, a diario, y en tus viajes ocupabas con tu silencio las vidas que los otros vivían sin saber que tú, de alguna manera, les estabas usurpando su más íntima intimidad.

Aquel sereno día, que era de quietud extrema tras una noche sin colegio al día siguiente, me contaste que viajabas tanto que hasta cuando querías parar en tus viajes ya no sabías ni podías hacerlo, porque en cualquier pequeño traslado que hicieras por no importaba qué zona de la ciudad, te detenías en cada casa, en cada ventana, ante cada puerta cerrada y tras abrirlas, entrabas en aquellas casas y ocupabas su felicidad, también todas sus tristezas, su aburrimiento, sus desesperanzas e incluso dolores que ellos mismo ignoraban y viajabas a sus almas y eso te producía, me dijiste, una dolorosa nostalgia por el tiempo que viviste allí y que luego tenías que borrar para seguir viajando entre las paredes oscuras de la ciudad. En esos viajes, no te lo dije, yo te imaginaba como al hombre invisible, colándote en todas las vidas de la ciudad, a la que tú llamabas manicomio sin rejas, porque decías que estaba infectada de una locura que cada uno resolvía simulando la cordura que de él se esperaba. Pero tú habías buceado en la ciudad, habías visto su subsuelo, al hombre hundido, a la mujer prisionera y al niño insolente blandiendo su espada hacia un cielo cada vez más gris. Entonces decidiste dejar de viajar y me mandaste un mensaje breve: “La ciudad no existe; la ciudad es locura, es espejismo. La ciudad es un tipo manejando los hilos allí donde no llegan los aviones”. Puede que tuvieras razón y que todo fuera un teatro de guiñol al que tú en tus innumerables viajes habías dado vida o simplemente habías figurado que así era. Eso no lo íbamos a saber nunca y mientras la ciudad todavía dormía, seguí la estela de un avión hasta ese lugar donde no llegan los aviones. No te encontré, solo hallé la sombra deformada de una ciudad que era el eco magnético de su intransigente compasión y lloré al comprender que tú eras el sueño del que no quería despertar.

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