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Mario Viciosa, periodista experto en ciencia: “lidiamos con la desinformación dopada por algoritmos que premian simplemente el cacareo”

El periodista experto en ciencia Mario Viciosa.

Olga Agüero

Santander —

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La ciencia entra mejor con un café que con una pizarra. Mejor en un escenario que en aula. Mario Viciosa (Madrid, 1980), el escritor y periodista que puso a cantar jazz a las ballenas en el original título de su primer libro, tiene el super poder de hacer interesante, ameno y comprensible cualquier explicación sobre fenónemos científicos. Con un toque especial: es capaz de detectar y desmentir los bulos y las falsas creencias que a menudo nos acompañan en un terreno que cada día pierde más fuerza frente a los negacionismos. Galardonado con una decena de premios actualmente forma parte del equipo de Newtral, colabora en La Sexta, tiene un programa en Onda Cero, Esto no ha pasado, e imparte clases en la Universidad. Llega a Santander invitado por la Universidad de Cantabria para protagonizar un café científico organizado en el Café de las Artes con un sugerente epígrafe: 'La ciencia dice que no hagas caso a este titular'.

La radio le empujó a ser periodista y el periodismo le empujó hacia la ciencia. ¿En qué momento su trabajo pasó de divulgar ciencia a verificar y desmentir bulos?

Profesionalmente me he dedicado toda mi vida al periodismo audiovisual y acabé haciendo temas de ciencia que siempre me han gustado mucho, temas explicativos, primero en El Mundo, luego en El Independiente y ahora en Newtral. Cuando estalló la pandemia fue un test, un laboratorio de narrativas tanto periodísticas como de verificación porque de una semana a otra empezaron a llegarnos 400 consultas al día. Entonces se empieza a dar más valor al periodismo científico. No es que no existiera, porque ya había una representación de periodismo científico de calidad particularmente en España que la crisis de 2008 mermó sustancialmente tanto en ciencia como medio ambiente y salud. Había redacciones que fueron practicamente desmanteladas después de la crisis. Llegó la pandemia y se volvió a ver la importancia de tener equipos especializados pero también con la verificación, en un sentido amplio, porque la mayoría de la información tanto la valiosa como la que intoxicaba no circulaba por los medios de comunicación. Iba saltando de chat en chat familiar, muchas veces con buena voluntad en un momento cargado de estrés en el que tratábamos de ayudarnos, pero en forma de bulos y de medias verdades. Otras de forma interesada para colocar determinado producto y otras auspiciadas directamente por la política como Trump, en Estados Unidos.

Hay gente como Donald Trump que lo mismo recomienda no tomar paracetamol en el embarazo porque provoca autismo que tiene a mano un remedio como la lejía para el Covid ¿a quién le interesa que dudemos de la ciencia y por qué?

Todo ese tipo de cosas nos puso a prueba a los que nos dedicamos al periodismo de ciencia y tuvimos que probar nuevas cosas para verificar, tratar de estudiar, porque necesitamos una base de conocimiento científico, y a la vez estudiar “a los malos”, como decimos nosotros,: los que están enfrente intoxicando a propósito, interesadamente. Se colaban narrativas muy complicadas.

¿Cómo explica que en un contexto como la pandemia cuando precisamente debíamos confiar en la medicina y en la ciencia surgiesen tanto rechazo hacia las vacunas o las propias mascarillas?

Había dos elementos. Un sustrato negacionista, antivacunas, bien consolidado en algunos países como Alemania y Francia con cierto sentido crítico malentendido, y una permisividad cultural con las pseudoterapias. Luego estaba Estados Unidos, donde el individualismo es bandera y cada cual tiene libertad para opinar sobre lo que quiera y gestionar su propia salud. Ahi florecen determinados negocios y el negocio antivacunas encontró una excelente oportunidad para colar sus narrativas toda vez que Donald Trump estaba en la Casa Blanca. Trump es un personaje antivacunas intermitente porque luego fue un gran impulsor de financiación de proyectos de vacunas porque quiso sacar pecho y ser el primer país del mundo en tener una vacuna, que era como tener la bomba atómica. En paralelo tenía discursos sobre el autismo, por ejemplo, que ahora ha vuelto a colonizar la Casa Blanca. Gracias a la globalización de las redes estos mensajes llegan a todo el mundo.

¿Ha cambiado el periodismo?, ¿Es ahora más didáctico que informativo?

Lo creo absolutamente. Pongo un ejemplo del programa La Sexta Noche. Era un programa político que en medio de la pandemia gira y descubre que los picos de audiencia se dan con una mesa técnica rebela el interés de la ciudadanía cuando hay una situación de crisis de conocer más, de lidiar con la incertidumbre, de que no pasa nada porque se esté debatiendo una información muy técnica en esa mesa. La palabra anticuerpos empieza a colonizar el prime time y eso era impensable apenas unos meses antes. Ese programa ha acabado llamándose La Sexta Xplica. El periodismo explicativo y de contexto creo que se ha valorado más que nunca desde la pandemia. Cuando digo pandemia digo volcán, otra situación sobre la que no teníamos experiencia, una guerra en Europa. Situaciones inesperadas que precisan una respuesta técnica dentro de un marco más experto.

Hablas del papel que juegan las redes sociales como un ecosistema perfecto para desinformarnos, ¿cómo conducir a los ciudadanos hacia lugares seguros para informarse?

Ese es el gran debate y el gran reto de los medios convencionales. No me refiero ni siquiera a soportes, sino a unos prácticas de ética periodística. Eso pasa por una recuperación de la confianza primero en las personas que ejercemos el periodismo y después en la propia institución. Muchas veces nos hemos pasado de autocríticos y de ello se ha valido una palanca que hay enfrente de los interesados en que desaparezca la institución periodística sencillamente porque quieren imponer su relato a las bravas. Es decir, que la verdad no importe. Y eso es un hecho ya contrastado. Cuando se comparte un bulo muchas veces la gente sabe que es un bulo pero es lo suficientemente divertido como para que no pase nada. Si fortalece mi particular visión del mundo ¿por qué no? qué más da. Nos divierte compartir la mentira y es el primer punto donde debemos hacer una reflexión. Que a la gente le importe la verdad porque de la verdad depende nuestra supervivencia. No quiero generalizar pensando que hay un desprecio absoluto de la ciudadanía por la verdad, pero es cierto que hay más información disponible que nunca y eso genera, de algún modo, a la vez un problema de desinformación.

¿Cuál ha sido el bulo más delirante que ha visto circular?

No lo se, porque en pandemia cuando surge un bulo o una narrativa pintoresca hay una tentación de echarse a reir. Esto no se lo va a creer nadie ¿a quién se le va a ocurrir beber lejía? y lo que descubres por el camino es que cualquier barbaridad, bien articulada, bien dopada -económicamente porque no olvidemos que muchos de estos bulos están auspiciados por personas o instituciones poderosas- por descabellado que parezca puede convertirse en un elemento normal en la discusión. No es verdad que haya habido muertes masivas por beber lejía, ni en Estados Unidos ni en otro lugar del mundo. Si ha habido casos de gente que tomó pastillas de dexto clorixidrina con las que se desinfectan los acuarios, pero que eso haya entrado en la discusión es muy significativo de los mecanismos que ahora mismo mueven la conversación y eso es delirante. Da cuenta del poder que pueden tener las redes para permear el debate público. Esto no es el terraplanismo que, en el fondo, tiene un componente intuitivo: nosotros no vemos la curvatura de la Tierra, pero beber una sustancia que sabemos que es abrasiva es contraintuitivo. Va de la mano de un cierto relativismo que hace que cualquier opinión pueda ser válida, que la ciencia es tu opinión. Entonces ya tenemos un problema.

Durante una temporada Tik Tok se llenó de videos de presuntos expertos que decían que no es preocupante tener el colesterol alto. ¿Cómo es posible que se coordinen estos mensajes?

Las redes sociales basadas en videos cortos son carne de mémesis. Si uno hace algo que impacta automáticamente va a haber muchos más que prácticamente lo copien, tratan de surfear la ola del algoritmo, que es el otro gran reto con el que lidiamos: el de la desinformación, no tanto interesada sino dopada por algoritmos que premian simplemente el cacareo. Ya no solo el ruido o la bronca. Un contenido puede ser muy exitoso por algún capricho desconocido del algoritmo, y ese contenido puede ser verdad o mentira. El que vive de retuitear contenido sea cual sea se suma inmediatamente y eso retroalimenta el fenómeno. Son unas olas que a veces terminan extinguiéndose pero que dejan un poso cultural. El caso del colesterol tiene un componente interesante y es que siempre hay una parte de verdad. El periodismo de ciencia tiene que tener particular cuidado a la hora de interpretar los resultados de determinados estudios. Puede haber un debate científico, es cierto, sobre el peso del colesterol y sobre todo de cómo lo estamos midiendo. Pero trasladar ese debate a la ciudadanía es muy complejo. Y esto no va de: '¡Ah!, no hay que preocuparse del colesterol porque era mentira'. Tenemos experiencia de otras recomendaciones de salud y de nutrición que han ido decayendo y dentro de ese marco pensamos: pues esta el la siguiente. Pero una cosa son las discusiones científicas y otras las recomendaciones de salud pública. Hay casos mucho más locos que no tienen ningún atisbo de veracidad. Se ha puesto de moda decir que no hay que comer fruta porque tiene mucho azúcar y nos da picos de glucosa. Eso va en paralelo a a venta de glucómetros baratos en Amazon, orientado sobre todo a gente que hace deporte y que puede monitorizar en cada momento cómo es su curva de azúcar. Tener un pico de glucosa no significa ser prediabético, eso es una mala interpretación. En todo caso eso lo dirá una persona experta en metabolismo o el médico.

Los médicos y los medios de comunicación alentan el miedo hacia los antibióticos ¿es verdad que pueden dejar de ser efectivos y empezaremos a morir de cualquier infección?

En este caso es posible que si le de la razón a los apocalípticos. Es cierto que nunca hay que alarmar, lo he dicho siempre incluso durante la pandemia. Pero hay una línea muy fina entre dar la voz de alarma y ser alarmista. Porque el alarmismo nos lleva a tomar decisiones equivocadas basadas en la desesperación. Pero creo que hay una comunidad científica internacional que está dando una voz de alarma sobre el problema con las resistencias bacterianas por abuso de antibióticos. No por el consumo abusivo de los ciudadanos, porque las presentaciones de los antibióticos ya no son tan grandes como para que sobren y lo tomen en otra ocasión. Tiene más que ver con que España tiene mucha población mayor que requiere de antibióticos y de muchos ingresos hospitalarios donde un uso del antibiótico probablemente esté indicado y ahí es verdad que puedes generar focos de resistencia especialmente en personas inmunodeprimidas. Parece que hay un componente de culpa o de señalamiento que sobrevuela al uso o abuso de antiobióticos. También había un tiempo en que se prescribían mucho más porque no se percibía ese riesgo.

Ahora se ha abierto el debate del cambio de hora, ¿es cierto que durante la Guerra Civil en cada bando el reloj marcaba una hora diferente?

El cambio de hora es un tema científicamente hablando muy interesante porque no hay una verdad científica que recomiende una decisión política u otra. Igual que para el clima está clarísimo, hay un consenso amplísimo, para el cambio de hora, no. Hay trabajos mejores y peores, comisiones de expertos y la realidad del día a día social y política. La obligación periodística es la de exponerla. Los territorios grises son interesantísimos en ciencia y este es uno de esos ejemplos maravillosos en los que uno puede tener su particular opinión porque le vanga mejor, pero socialmente yo no tendría nada claro qué recomendación daría para el cambio de hora en España. Hay informes en ambos sentidsos interesantes. Me vale para el cambio de hora y me vale para los incendios. Este verano hemos escuchado muchas voces expertas, muy legítimas todas, a veces enfrentadas sobre soluciones o abordajes en materia de prevención. Creo que son argumentos interesantes y dignos de ser debatidos, deabtes científicos que no podemos hurtar a la sociedad. No que las narrativas vayan a cosas locas como que se lanzan rayos láser para provocar incendios o cosas menos locas pero mjuy simplificadas como: hay que limpiar el monte. Limpiarlo de basura, pero no se matorral porque si nos cargamos el matorral también nos cargamos ecosistemas.

La negación del cambio climático es otro clásico, en este caso inspirado incluso por dicursos políticos y gobernantes públicos ¿qué gana con este debate?

Sinceramente, en realidad porque representan a intereses basados en los combustibles fósiles, creo que no hay más vuelta de hoja. El cambio climático está investigado y demostrado desde los años 60 hasta nuestro presente. Hay estudios publicados en revistas científicas de primer nivel sobre cómo dos grandes petroleras de Estados Unidos en la década de los 60 del siglo pasado tenían algunos de los mejores científicos del clima del mundo que habían clavado con sus modelos, con sus proyecciones, el ritmo de calentamiento que iba a tener el planeta a más de cuarenta años vista. Lo sabían y trataron de ocultarlo. Obviamente lo vemos en cada cumbre del clima, hay resistencias por parte de países y empresas que viven de los combustibles fosiles y que se resisten a cambiar el modelo. Dentro de esa estrategia puedes encontrar narrativas retardistas -no es tarde, no es para tanto-, negativas optimistas -es verdad pero lo vamos a solucionar- y una guerra un poco más sucia: que parezca que la culpa del cambio climático la tiene el ciudadano porque no recicla. Eso suele ocurrir a través de determinadas formaciones políticas o presidentes como Trump que ha jugado mucho a eso y, por efecto contagio, otros líderes de opinión en el mundo que juegan a enfrentar a bandos de ciudadanos. De ahí narrativas como las de 'los ecologetas te van a llevar a que tengas que tirar tu coche', cuestiones que no son verdad, casi como una caricatura que se compra dentro de un ámbito de cabreo. No son los ciudadanos sino que son otras esferas de poder las que tienen el grueso de la responsabilidad y a quienes tenemos que exigirle cuentas.

A menudo se tiene el prejuicio de que las personas mayores se creen con más facilidad los bulos. Usted da clases a gente joven ¿qué detecta? ¿calan más entre ellos las corrientes negacionistas de la violencia de género o ambiental? ¿se relaciona con que están menos informados?

Lo que dicen los estudios que se dedican a seguir la permeabilidad de los bulos o de las narrativas desinformadoras es que, en el fondo, es bastante transversal en las edades aunque los temas de interés pueden variar entre unos y otros. También varían con el tiempo. Hace unos años, la juventud era la más concienciada con temas climáticos respecto a sus padres y abuelos, menos sensibles. Pero eso va cambiando. Por otro lado, las narrativas desinformadoras son muy mutantes. Muchas veces mutan recuperando mensajes antiguos, por ejemplo con el tema de los 'chemtrais' -un viejo bulo que dice que los aviones nos rocían con sustancias químicas- que datan de la época de los 90, de los radioaficionados y los primeros años de internet. Parecía que provocaba cáncer -que era lo que preocupaba en ese momento- luego producía sequías, después infecciones, después volvió al tema del clima. Tienen un ancla pero luego van cambiando. Una misma persona ha podido pasar por ese bulo a lo largo de su recorrido vital muchas veces, y puedo volverlo a consumir porque ha mutado lo suficiente, también sus preocupaciones o el clima social.

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