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Hace pocos días asistí, en la Médiathèque Centrale de Montpellier, a la exposición Vivre au XVIIIe siècle: Diderot, L’Encyclopédie et le Siècle des Lumières (Vivir en el siglo XVIII: Diderot, La Enciclopedia y el Siglo de las Luces), la cual ofrece de forma gratuita al público, hasta el 16 de enero de 2014, una selección de doscientos setenta libros, manuscritos y grabados escogidos entre los veinticuatro mil documentos del siglo XVIII que se conservan en los archivos de la región Languedoc-Rousillon. La muestra coincidió durante el pasado año con el tricentenario del nacimiento del filósofo francés Denis Diderot (1713-1784), y con la exposición Le goût de Diderot en el Museo Fabre de la ciudad, en la que se exhibieron algunas de las pinturas que el intelectual elogió en las tertulias organizadas por su protectora, Madame de Pompadour.
La exposición Vivre au XVIIIe siècle tiene, como principal objetivo, explicar que los progresos surgidos durante el Siglo de las Luces sirvieron para aumentar la felicidad de los humanos, y cómo ésta pasó de ser una simple aspiración a un derecho inalienable de las personas. No en vano, gran parte de los veintiocho millones de habitantes con que contaba Francia a comienzos de dicho siglo, vieron mejorar en pocas décadas sus condiciones de vida: la última epidemia de peste en el país tuvo lugar en 1757 (la enfermedad siguió azotando otras partes del mundo durante los siglos XVIII y XIX), y las hambrunas se acabaron, asimismo, por estos años. La alimentación también prosperó gracias a la introducción del azúcar, el té y el café (Voltaire aseguraba beber cincuenta tazas de café diarias), productos llegados a través del comercio con las Indias.
En el terreno de la salud pública, la mortandad infantil se redujo con las primeras vacunaciones masivas contra la viruela, y hasta el propio rey Luis XVI se inoculó en público para convencer a los más reticentes a la innovación. De 1760 a 1789, año de la Revolución Francesa, el gobierno formó a once mil matronas con el fin de erradicar los prejuicios y supersticiones mantenidos durante siglos, a menudo culpables de muertes entre los recién nacidos; y en 1776, el rey ordenó trasladar los cementerios del centro a la periferia de las ciudades por razones de higiene, lo que encrespó a la ciudadanía, que deseaba seguir teniendo cerca a los difuntos para velarlos. En el campo amoroso, gracias a la decreciente influencia religiosa, aparecen métodos anticonceptivos para disfrutar de las relaciones sexuales sin procreación.
Pero quizá sea en el terreno de las ideas donde más progresa Francia en este siglo. En una sociedad que ve publicados, en 1737, libros como La verdad de los milagros realizados por M. de París, certificados ante notario, los avances ideológicos hallaron considerable resistencia en los sectores más conservadores. Como botón de muestra, los Pensamientos filosóficos de Diderot fueron juzgados antirreligiosos por el Parlamento de París en 1746, y tres años más tarde el rey Luis XV condenó al autor a prisión por las críticas al absolutismo del monarca vertidas en la novela Las joyas indiscretas.
Pero las fuerzas reaccionarias no pudieron atenuar el creciente resplandor de las luces: de 1750 a 1772 Diderot dirige junto a D’Alembert el titánico proyecto de la Enciclopedia que, con el subtítulo Diccionario razonado de las artes, las ciencias y los oficios, aspira a contener todos los saberes conocidos hasta el momento. Pese a las prohibiciones sufridas en 1752 y en 1759, Diderot redactará unos seis mil artículos, y junto a las aportaciones de ciento cincuenta escritores y medio centenar de artistas, autores de tres mil grabados e ilustraciones, conseguirá publicar bajo el mecenazgo de Madame de Pompadour los veintisiete volúmenes de la Enciclopedia. La obra, compuesta por dieciocho mil páginas, conocerá un éxito inmediato: veinticinco mil ejemplares se vendieron durante los años posteriores a su edición.
La pasión por la divulgación no se agotó con la Enciclopedia: el joven Georges-Louis Leclerc (más tarde Conde de Buffon) es nombrado en 1739 encargado del Jardín y del Gabinete de Historia Natural del Rey. Durante los cincuenta años siguientes ampliará dicho jardín, y entre 1749 y 1788 publicará su Historia Natural y Particular con la Descripción del Jardín del Rey, con más de mil ilustraciones y grabados. Leclerc recibirá rápidamente el anatema de la Iglesia, que lo acusaría de negar los postulados del Génesis. Entre los científicos también cuenta con detractores, que censuran sus estudios por ser “poco rigurosos”. Aun así, la obra de Leclerc, como la Enciclopedia, inspirará la creación de numerosas publicaciones de divulgación científica.
Los avances mencionados demuestran que, tras la Contrarreforma católica, aparece en el siglo XVIII en Francia una mentalidad cuyo centro vuelve a ocupar el hombre. En este sentido, autores de la tradición ilustrada como el italiano Muratori o el francés Chastelleux promueven el concepto de “felicidad pública”, claro antecedente de nuestro actual bienestar, y exigen al rey que se dedique, más que al cultivo del honor personal, a mejorar las condiciones de vida de sus súbditos.
La aspiración a la felicidad acabará, pues, imponiéndose en el mundo político. La Declaración Universal de los Derechos Humanos así como las más diversas Constituciones incluyen este postulado dieciochesco. Sin embargo, la defensa del bienestar como parte ineludible de la vida de las personas cristalizará en Norteamérica antes que en el país galo: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776), inspirada en ideas de la Ilustración francesa, contempla la felicidad por primera vez en la historia como un derecho fundamental del ciudadano, y afirma que garantizarla será obligación del gobierno.