9 d’Octubre: Perdonen si no me levanto
El próximo jueves toca fiesta mayor. Por lo visto, los valencianos somos algo digno de celebrar, de ahí que hayamos cogido una fecha del calendario —una batalla, que siempre enardece el espíritu— para felicitarnos. En tal fecha, pero en 1238, Jaime I entró oficialmente en la ciudad de València para liberarla del dominio musulmán. Como no soy tan mayor, ignoro si los musulmanes de aquel entonces —y que, en su día, habían conquistado la plaza— se sentían tan oprimidos que necesitaban cambiar de dios y sátrapa para mejorar sus perspectivas. Algo me dice, para eso sí soy tan viejo, que el día a día de la gente de la calle cambió poco. Siguieron siendo lo que eran, pobres y súbditos, pero al menos valencianos.
El 9 d’Octubre toca celebrar, por lo visto, que somos gente noble, trabajadora, amiga de sus amigos, que se crece ante la adversidad y no sé cuántas frases hechas más. Lo curioso es que de lo mismo presumen (hacia arriba) los alemanes, los chinos y los de Burundi; (hacia los lados) murcianos, gallegos o vascos; y (hacia abajo) los de Faura, Moncófar o Catamarruc. Solo somos iguales en sentirnos diferentes. Es como la pegatina de “Ser español es un orgullo; ser [ponga aquí su terruño favorito], un honor”. Pero a mí, la que me gustaba era la de “Un amigo estuvo en Puerto Hurraco y se acordó de mi”. Por lo menos, no engaña a nadie.
Lo del nacionalismo y el sentimiento patrio es muy curioso, una especie de horóscopo geográfico que cubre a todo el mundo, pero con un único signo astrológico. Seas de donde seas —y tú y los tuyos—, molas. También hay mucho hijo de puta rondando, pero esos no cuentan. Es el llamado hecho diferencial, que ni Ortega ni Gasset supieron destripar en La España invertebrada. Hubo que esperar a Los Nikis, los Ramones de Algete, para poder entenderlo: “somos chovinistas, somos los mejores, si vas a otros sitios, verás que son peores: son las ventajas de ser de aquí”.
No es que no me sienta de aquí. De València no me sacan ni con lejía. Me gustan la ciudad, la gente, la comida, el clima, la Filmoteca, el Parque Central… Ni siquiera soy antifallero —he madurado— ya que, sin haber sido jamás miembro de una comisión, me lo paso pipa durante las fiestas josefinas. Y eso que tengo hijos pequeños. Mi problema es que no veo ningún motivo de orgullo territorial a algo que se explica únicamente por la casualidad. Si hubiera nacido en Águilas, ahora sería colaborador en la edición de Murcia. Y tan contento.
Y luego está el tema de los himnos nacionales. Ese melón hay que abrirlo. No es necesario que sean tan coents. ¿Por qué regla no escrita se tiene que encargar de ponerle la letra el más hortera del pueblo? No digo que todas lleguen al extremo de lo de Marta Sánchez cuando quiso unirnos con un himno para todos los españoles —hay niños que aún tienen pesadillas—. Algunas, es verdad, tienen una melodía pegadiza pero, más allá, no se le puede pedir peras al olmo. Excepciones hay: La Marsellesa, que mola mucho porque aporta soluciones prácticas —degollar a los tiranos— a nuestros problemas, razón por la cual estuvo prohibida hasta 1870 y, luego, durante la II Guerra Mundial. Un himno, si se puede cantar gobierne quien gobierne, no sirve pá ná. Lo mismo se puede decir de la extinta Unión Soviética. Pero claro, ahora lo de recurrir a la violencia está mal visto. Bueno, depende. Está mal visto si protestas por Palestina, pides mejor sanidad o mejores sueldos en el metal. Entonces llega la policía y te apalea para garantizar la convivencia. Si paseas, brazo en alto, la bandera de la Caponata o recorres Chueca llamando sidosos a los homosexuales, no te ponen ni una multa. Para unos tanto y para otros tan poco, pero se ve que las hostias no son infinitas y, a veces, hay que ahorrar.
El problema es de origen. Una guerra hace no se sabe cuántos años, una montaña por aquí y un río por allí, y algo de casualidad y ¡voilà! Ya tienes explicado el origen de la mayoría de naciones del planeta. Y cuando todo falla, te acoges a una novela de la Edad de Bronce y dices que tu amigo invisible —casualmente, el dios verdadero— te regaló esa Tierra. Y al que te lleve la contraria, lo matas. A Israel le ha servido. Jehová les regaló Palestina pero tuvo que votarlo la ONU. Más de 60.000 asesinatos llevan ya gracias al cuento e, ironías de la vida, ha tenido que ser el tarado de Trump el que ponga fin (veremos) a la masacre.
Si hay que bailar un himno, a mí solo me sacan de casa si suena 'El Desertor' de Boris Vian
Yo vivo en uno de los barrios que, por lo visto, es uno de los diversos de Europa. Debe de ser cierto, porque es imposible pasearte por la calle y no escuchar docenas de idiomas y acentos. A mí me gustan los extranjeros, aunque algunos se nieguen a aprender el idioma, pero ya se sabe que los americanos y los ingleses son muy majos pero no se bajan del burro. Muchos de mis vecinos inmigrantes —sin son blancos, son expats—, con unas mochilas emocionales que no me quiero ni imaginar, seguro que tienen más ganas de ser valencianos que yo, porque aquí han podido rehacer sus vidas y tener, por primera vez, un futuro para ellos y los suyos. Pues resulta que estos, que son la mejor de las compañías posibles, a algunos aficionados a pasear la bandera les molestan. Esos que no me esperen haciendo cruising patriótico, este jueves, detrás de la Senyera. Y menos si aparece Mazón, no vayamos a acabar todos saliendo a hombros de cuatro amigos, como cantaban los Hermanos Cubero.
Que no comparta el entusiasmo de algunos por la fiesta nacional —sea la que sea— tampoco es grave. Celebro que sea día libre (es requisito sine qua non: la España que madruga es la que más alergia le tiene al despertador) y que, el que quiera, pueda unirse a la procesión. Pero si hay que bailar un himno, a mí solo me sacan de casa si suena El Desertor de Boris Vian.
3