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Entre el miedo a la traición y la atracción por el “ménage à trois”

José Manuel Rambla

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La frontera entre el amor y la amistadsuele ser esquiva. Se trata de una endeble barrera de convencionalismo social que sólo considera apropiado permitir la cercanía de los sentimientos siempre que se mantengan a prudencial distancia las epidermis. Ernest Lubistch abordó tan peliagudo tema en su exquisita comedia Designfor living (1933). Estrenada en España como Una mujer para dos, la película presenta la estrecha amistad que une a los personajes encarnados por Miriam Hopkins, Gary Cooper y Frederich March y cómo la camaradería entre ella y los dos chicos se tambalea y entra en crisis cuando la sensualidad hace acto de presencia. Por eso la simpática rubia propondrá a sus amigos un pacto de caballeros con el que se comprometan a renunciar al amor.

Algo de esto parece estar ocurriendo estos días en la política española donde sus protagonistas parecen indecisos a la hora de elegir amigos y compañeros de cama, sin terminar de encontrar ese pacto que permita un mínimo equilibrio. John Carlin explicaba recientemente esa dificultad para el pacto por la ausencia en el diccionario castellano de un término similar al compromise inglés, carencia que el periodista achacaba a la influencia secular del catolicismo intransigente. Cierto o no, la verdad es que desde que los generales Espartero y Maroto pusieron fin a la primera guerra carlista con su abrazo de Vergara, nunca han faltado por estas tierras quien considere cualquier posible pacto como un inevitable sinónimo de traición.

Claro que la historia tampoco ha ayudado mucho a mejorar la imagen de los pactos. La Restauración, por ejemplo, el gran pacto por excelencia de la historia política española, no fue más que un chanchullo turbio entre Cánovas y Sagasta para garantizar la estabilidad de la monarquía a fuerza de implantar una democracia caciquil. Incluso el alabado consenso constitucional de 1978 fue alcanzado al precio de ocupar al mismo tiempo pódium junto con Camboya en la deleznable competición de contabilizar cadáveres enterrados en fosas clandestinas y cunetas anónimas, lo que la dotaría con una indisimulable sensación de renuncia que todavía está pendiente de superar.

En Valencia la madre de todos los pactos la suscribieron Eduardo Zaplana y Vicente González Lizondo en 1995. Fue el mítico Pacto del Pollo que dejó cautiva y desarmada durante lustros a la izquierda valenciana y convirtió al PP en una apisonadora que lo primero que se llevó por delante fue a sus socios ultramontanos, lo que volvió a confirmar el pacto como un potencial peligro para el más débil de sus firmantes. Con todo, la abducción del lizondismo blavero no fue nada comparado con la rapiña que vendría después y que sigue deparándonos titulares estos días como los de Ciegsa o Consuelo Císcar.

Tampoco por la izquierda la inclinación al acuerdo ha sido muy común desde que Marx y Bakunin comenzaron a lanzarse pullas en las reuniones de la Internacional. Si el fin de la dictadura permitió el espejismo de un acuerdo entre comunistas y socialistas para recuperar democráticamente los ayuntamientos, lo cierto es que durante décadas la suspicacia ha marcado cualquier colaboración. El miedo a ser absorbidos, traicionados, han ido configurando –y no sin motivos -el amor odio que ha marcado la relación del PSOE, primero del PCE y luego de IU. Unos temores que hoy parece despertar Podemos, el nuevo macho dominante del progresismos hispánico.

Y sin embargo, la cooperación de la izquierda ha sido históricamente su baza más constructiva. La imperfecta unión en la diversidad permitió la proclamación del 14 de abril. O los acuerdos frágiles y plagados de crueles desencuentros que posibilitaron resistir tres años a la bestia. Hoy, superada la época de los grandes relatos, confluencias sin vocación de épica están permitiendo oxigenar ciudades como Madrid, Barcelona o incluso Valencia. Hasta se ha podido superar la fría sombra dejada en este país por el Pacto del Pollo, gracias a la calidez de otro pacto, el del Botánico, que podría devolver un poco de sosiego a estas castigadas tierras.

Pero cuando la opción del pacto progresista se presentaba más seductora para recuperar una sociedad tan maltratada, un consenso mínimo regenerador que permitía incluso atisbar el desalojo de Mariano Rajoy de la Moncloa -eso sí, con un acuerdo que más que acuerdo sería un triple mortal con tirabuzón y sin red-, cuando todo se antojaba propicio en diferentes ámbitos, todo parece saltar por los aires como si la imposibilidad de un acuerdo, aunque limitado, fuera una maldición faraónica. Así, Susana Díaz se enfada con Pedro Sánchez, Pablo Iglesias boicotea a Alberto Garzón y Joan Baldoví decide irse con la música y su pretendido RH valenciano a otra parte ante los supuestos desplantes de Podemos, haciendo temblar de paso los frágiles equilibrios internos en Compromís.

Tal vez por eso, la pícara Miriam Hopkins creía que lo mejor para salvar las relaciones era dejar a sus amigos que una cosa es la amistad y otra el amor. Por eso les propuso un pacto entre caballeros que expulsara para siempre las tentaciones eróticas entre los tres. Claro que, al mismo tiempo, la joven también sabía lo divertido y enriquecedor que puede ser un ménage à trois. Y, sobre todo, de lo que no tenía duda alguna era de que ella no era un caballero.

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