Miguel Ricart y la bestia
La presencia de la fiera siempre ha despertado una atávica atracción, similar a ese vértigo casi irresistible que nos empuja al vacío cuando nos encontramos al borde de los precipicios. La imagen de la bestia encerrada nos fascina, sentimos su compulsivo deambular por la jaula, su rugido salvaje, el movimiento pesado de sus miembros capaces en solo un instante de convertirse en garras, la negritud sanguinolenta de sus fauces. Pero, sobre todo, lo que más nos embriaga es el presentimiento de su posible huida.
Encontrarse con la bestia en libertad es enfrentarse cara a cara con lo impredecible, lo irracional, la esencia salvaje de una naturaleza transformada en amenaza. Ella desata nuestros terrores más íntimos, relatados durante siglos de cuentos infantiles, da sentido a nuestros pánicos, explica nuestros miedos. Por ello, frente a la alimaña todo está permitido con tal de devolverla a su jaula y recuperar el orden trastornado. Incluso desenjaular a nuestra propia fiera, la interior o la colectiva, regresando al tiempo antediluviano de la jauría. Es así como rostros anónimos y desencajados acosan bajo la ardiente luz de las antorchas a la criatura informe creada por Frankenstein. O persiguen a los siniestros instintos de Peter Kürten por las angustiosas callejuelas del Düsseldorf de entreguerras.
Estos días, una vez más, el monstruo anda suelto. Miguel Ricart deambula por las calles como un apestado y todos se apresuran a señalar a la bestia. Es cierto que no huyó de ninguna jaula. Abandonó la prisión de Herrera de la Mancha después de haber pasado en su celda 21 años. Es cierto que, incluso, fue retenido dos años más de lo que en justicia le correspondía. Pero poco importa que haya cumplido su pena, el Rubio es de ese tipo de fieras que lleva la maldad impregnada en la piel y todos se horrorizan al pensar que pueda pasar junto a ellos la aborrecible criatura.
Su presencia es la del íncubo que profanó la inocencia de tres niñas y segó sus vidas. El horror convertido hace dos décadas en la catarsis colectiva, encarnación de todos los pánicos, angustia retransmitida en directo por la televisión. El espectáculo del miedo y la abominación que hoy debe continuar con la implacable fuerza de las maldiciones. Por eso es preciso cubrir con sal la tierra por la que ande, sin dudas ni remordimientos.
Miguel Ricart fue condenado a 120 años y ni viviendo dos vidas pagaría el sufrimiento sembrado. Porque el monstruo, a diferencia de otros criminales, nunca paga. José Amedo, por ejemplo, solo pasó en prisión 6 de los 118 años a los que fue sentenciado. Y aunque entre las víctimas del entramado criminal que promovió también esté la inocente mirada de Nagore Otegu, apagada a los tres años de vida, nadie mostró repulsión por su presencia en las calles, ni impidió que el subcomisario se transformara en una estrella mediática al salir del presidio.
Pero sus casos, claro, no son iguales. La muerte sembrada por Amedo, como la crueldad aplicada por el torturador, estaba guiada por una lógica interna, incluso en sus errores colaterales de cuerpos inocentes. Más aún, la mayor de todas las lógicas marca su letal desarrollo, la razón de Estado. Ricart, sin embargo, fue movido por la sinrazón, por la irracionalidad salvaje, por el instinto de la bestia. Por ello, Soledad Becerril nos advierte de que, aunque haya cumplido su pena, es preciso que siga sintiendo en la piel el rechazo de la sociedad hasta que la tierra cubra su boca. De este modo, la Defensora del Pueblo nos confirma que el Rubio no pertenece a ese pueblo por cuyos derechos se encarga de velar. Es una alimaña que precisa ser eternamente sometido a una vigilancia no invasiva, una bestia a la que no debemos escuchar, ni mirar, ni permitir cobijo, un monstruo errante sin derecho al pan ni al agua.
Pagada su pena, el asesino de Alcàsser no tiene más destino que la eterna huida. Él le puso rostro al horror que nos atenaza. Y por eso no hay que dejarle más mañana que el acorralamiento perpetuo, la muerte inmisericorde, o ese aguijón desesperado que el escorpión dirige a sus propias entrañas cuando se halla acosado por el cerco insuperable de las llamas.