El motor de triple hélice en la gestión de desastres
Por casualidades de la vida me he tropezado con la gestión de tres grandes incendios habidos en la Comunitat Valenciana. El 18 de julio de 1979 se inició en la Sierra de Enguera y quemó 44.000 has. Tras su extinción, al amanecer siguiente recorrimos toda la zona arrasada con el president Albiñana. ¡Un president responsable! En 1994, durante los primeros días de junio, las llamas recorrieron los montes de Els Serrans con especial afectación en Chulilla. El tercero se produjo a finales de septiembre de 2012 y se inició en Chulilla, pero ardieron 5.500 has de los montes de poblaciones próximas. Del de 1994 hice un amplio reportaje en el periódico Levante-EMV, porque la más desesperante descoordinación la pude vivir en primera persona durante unas 48 horas. Hubo una asamblea de vecinos en el templo parroquial y muchas voces fueron coincidentes en señalar el mismo fallo. Sin embargo, el director general de interior, en un comunicado oficial, se lamentó de la “utilización negativa” del incendio y de “la utilización del dolor de una población como bandera mezquina”. Frente a la versión de los vecinos (que estaban tratando de proteger sus casas en las inmediacionces de las llamas), el director general opuso la versión de los técnicos que se ubicaban en el centro de mando.
Recuerdo estos hechos, a propósito de la dana y de los ataques sufridos por las asociaciones de familiares. De nuevo se ha hablado de la utilización del dolor con fines mezquinos, de politización de las asociaciones. En algún caso, se argumenta que en estas asociaciones se vierten juicios de valor -¡juicios de valor!-, pero la lectura de los hechos recogidos en los documentos del juzgado de Catarroja, extraordinariamente escuetos, van a lo fundamental: dónde, cómo y cuándo murieron las personas fallecidas en la tarde y noche del día 29 de octubre de 2024.
Haya sido en los incendios citados, en el Covid (muertes en las residencias) o en las inundaciones recientes, las voces de la vecindad y de las asociaciones de familiares son tachadas de mezquinas porque negocian con el dolor y están politizadas. Y eso, al parecer, no son juicios de valor, sino hechos probados. Así se argumenta desde quienes deberían ser conscientes de que su autoridad emana del pueblo y de que deben escucharle y atenderle con la mayor presteza y la mejor disposición.
Personalmente, no me extraña lo que sucede, porque en los gobiernos desde hace tiempo se ha producido una tendencia a la desposesión de sus capacidades a la ciudadanía; a alejarla de los frentes de emergencia lo más posible (es una cuestión de profesionales); y a tratarla en clave de inferioridad: no sabe, no piensa, no está preparada. Y esto tal vez se acentúa más cuando los máximos responsables de la gestión de una catástrofe no están preparados para abordarla, se hallan noqueados o han entrado en pánico y no pueden confesar dónde estaban en las horas trágicas.
Al leer los planes locales contra el riesgo de inundación me he fijado especialmente en las funciones que se le otorgan a la ciudadanía. La expresión ciudadanía activa es inexistente y la tarea de tener identificadas sus competencias para activarlas en caso de emergencia no se tiene en cuenta. Nos hallamos ante una omisión y un fallo gravísimo. Y este error se está perpetuando durante lo que llaman proceso de reconstrucción porque no se informa (intoxicar eso sí) ni se ofrecen datos de los proyectos en marcha y de una visión de futuro y no se tiene en cuenta su opinión.
La prestigiosa revista Nature, en su último número, señala que los gobiernos deben cambiar su enfoque ante los desastres y han de contar con la colaboración de las comunidades locales. Obviamente habrá que poner al abrigo de los peligros a la población especialmente vulnerable, pero renegar, obviar, despreciar o simplemente ignorar, las capacidades de la población es un error monumental.
Ya se trate de la gestión de las emergencias o de los procesos de recuperación y mejora o de las actividades de prevención, nada funcionará si no utilizamos lo que llamo el motor de propulsión de triple hélice: el liderazgo político (que ahora mismo ha de conquistar la confianza de la población), el conocimiento experto y técnico (que algunos grupos negacionistas ponen en tela de juicio y acusan a los demás de emitir juicios de valor) y la participación ciudadana.
El liderazgo político debe ser proactivo (no reactivo) en el fomento y la organización de la participación ciudadana y no andar siempre con los recelos de ver invadidas sus competencias. La gestión política se ha de basar en la autoridad (en la capacidad de ser escuchados) y no en el poder.
Sería muy conveniente que el personal experto y técnico sepa escuchar y estar atento a la experiencia local. Todo fenómeno general se actualiza localmente y requiere de ese conocimiento adquirido en las rutinas cotidianas. He visto que con frecuencia consideran entrometidos a quienes -desde la vecindad- les dicen cómo son las cosas allí.
Solo si las tres hélices cooperan, el motor de propulsión funcionará para hacer frente y minimizar los efectos de eventos extremos, pero también en la vida cotidiana de nuestras ciudades cada vez más heterogéneas y complejas. En la práctica diaria las polarizaciones podrían disolverse, en vez de entorpecer la colaboración.
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