La política y las elecciones
La palabra política incluye una pluralidad de significados, pero suele entenderse en sentido muy restringido. La política remite esencialmente a la acción, pero también a las ideas, los modelos y los comportamientos, y también, ¿cómo no? a estrategias, a formas de gobernar, a continuidades y cambios, a tradiciones y transformaciones. Se hace política en los ministerios, en los parlamentos, en los despachos, las aulas, en los púlpitos, en los cafés, en las plazas y en los consejos de administración. En los estadios, en los platós, y en las peluquerías. Una cosa es la política institucional y sus escenarios bien definidos, y otra es la política como espacio de acción social.
La ideología conservadora hace de la política una cuestión que se sustenta en la militancia, la jerarquía, la disciplina y la acción institucional. Algo que se gestiona en los parlamentos, los consistorios, la sede de los partidos, y tiene su momento estelar en las elecciones. Así entendida, la política se basa en un modelo de organización y de gestión del poder, el gobierno y la representación. Tiene redes de apoyo financiero, listas de afiliados y think tanks, y organizaciones juveniles y comités ejecutivos y secretarios generales y presidentes, y asesores y argumentos oficiales y mucho marketing. Los agentes de esa política institucional están bien organizados, desde las bases hasta la élite dirigente (esa que alguien definió metafóricamente como parte de la casta). Cuando, en la política institucional, las redes que manejan el poder devienen hegemónicas, es tan grande el poder acumulado que se pierde el control y el terreno queda abonado para el delito y la corrupción. Las elecciones parlamentarias son una forma de participación representativa, consistente en elegir entre las élites.
Frente a la burocratización y al creciente conservadurismo de las organizaciones obreras y la izquierda tradicional -que desde la transición democrática se instalaron en este modelo-, fueron creciendo formas de activismo asociadas a la lucha por los derechos civiles. Un activismo que demandaba formas de participación más directa y transparente. El movimiento feminista, el ecologismo, ciertas ONG... generaron otra línea de acción política: un activismo disperso y apenas organizado. La izquierda se fragmentaba y no sólo en su dimensión ideológica (tercera vía socialdemócrata frente a otras formas de socialismo), sino especialmente entre quienes hacían política institucional y quienes, desencantados, optaban por el activismo social.
En la crisis profunda de la España de 2010, la bancarrota y las políticas de austeridad modificaron la vieja Constitución para adaptarla más al modelo neoliberal. Eso alejó aún más a una izquierda institucional del movimiento activista - fuerte, pero desorganizado- que tomó las plazas y el espacio público desde aquel emblemático mes de mayo.
Frente a unas organizaciones sindicales enrocadas y con escasa influencia y una izquierda acomodada que no supieron reaccionar, el activismo se hizo fuerte en la lucha contra los desaucios, las mafias financieras y la defensa del derecho al trabajo, la vivienda, la educación, y la sanidad. Esta fractura dibujó un escenario idílico para los conservadores y para el statu quo, que tantos beneficios obtenía de la crisis. Porque la amenaza del activismo social y político parecía, de hecho, un tigre de papel, carente de organización, sin cauces de participación institucional ni liderazgo.
Han pasado pocos años, pero hoy vemos temblar a las élites, que se afanan en desacreditar con argumentos tóxicos la creciente influencia de esos activistas que han entrado en la política institucional y a quienes despreciaban con altanería. Se está librando una batalla de largo recorrido en el seno de la política española y especialmente en el ámbito de las izquierdas, porque es evidente que no todos los actores son iguales, ni vienen del mismo origen, ni van al mismo destino. No todos los caminos conducen a Roma, y cuando emprendas viaje hacia Ítaca...
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