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Pólvora del rey

Simón Alegre

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Era la que se disparaba alegremente por parte de los tercios españoles, atendiendo a circunstancias especiales –asedios, por ejemplo- y a cuenta de los fondos reservados de la época. No es casual que la expresión haya llegado hasta nuestros días. No en vano, se dispara con pólvora del rey en ERES, obras públicas y demás trapacerías. Los maltrechos presupuestos públicos y el hundimiento de las economías domésticas son testigos.

La abdicación real, por su parte, constituye el acontecimiento del año, a expensas de lo que acaezca en noviembre allende el Sénia. Todo lo relativo a la monarquía española se me antoja envuelto de una opacidad inescrutable, por lo que se ha de imponer la precaución a la hora de analizar cuestiones espinosas como el golpe de Estado. Yo, al menos, no me veo capacitado para disertar sobre estos temas con el rigor del historiador. En este sentido, considero que la contribución a desatar lo que estaba “atado y bien atado” y a la restauración de la democracia –por imperfecta que se juzgue- resulta notoria, si nos atenemos a los resultados de la participación en el proceso.

No obstante, vuelvo a incidir en que la proverbial falta de transparencia de la institución monárquica y la sobreprotección mediática inducían a la sana duda metódica –la que aconsejaba Descartes- sobre la Casa del Rey. Episodios como el accidente del Duque de Cádiz o los asociados a una azarosa vida privada del monarca quedaban despejados al terreno de la especulación. La presunción de inocencia, como no podía ser de otra manera, se imponía. Entretanto, se esgrimían los líos de la familia real británica como comparación ventajista. Y, en definitiva, el oscurantismo de marras impedía un análisis riguroso, sin pecar de conspiranoico o de ingenuo.

Esta inmunidad provenía de los altos índices de popularidad granjeados. Primeramente, tras la evitación de males mayores durante la Transición y, a posteriori, por la transfusión de legitimidad y crédito democrático dimanante de la resolución del 23-F. Una agradecida labor diplomática y el culmen patriotero del “¿por qué no te callas?” habían hecho el resto. Sin embargo, existe una norma consuetudinaria que, grosso modo, señala que “cuando todo va muy bien, es que algo va mal”. Le tomo la cita prestada, en este caso, a Loquillo.

En efecto, en la cumbre del prestigio social y ante el cheque en blanco que parecían ofrecer la respetabilidad popular y la irresponsabilidad legal, llegó la relajación de costumbres y, como en la fábula, el rey se quedó desnudo. Por no hablar de su prole, familia política y la coyuntura que heredan. Obviamente, se justifica el recambio en términos de regeneración, pero se me escapa si los tempos elegidos para el mismo se adecuan al creciente cuestionamiento del bloque de la constitucionalidad entre ciertos sectores sociales. Hablando en plata, hace un lustro no se preveía este marrón.

De igual manera que le ha sucedido a la partitocracia, la patrimonialización de los inputs del sistema constitucional y la desidia a la hora de afrontar su reciclaje, han erosionado parte del apoyo social, o tolerancia, acumulados. Si para las nuevas generaciones empieza a resultar complicado identificar monarquía con democracia, la escasa ejemplaridad de determinadas casas reales no facilita la transaccional con unas cohortes más longevas que pueden seguir viendo en la monarquía una garantía de orden, en sentido lato. Por lo que respecta a una alternativa republicana que considero no sólo legítima, sino necesaria; uno desearía que se canalizara por la vía de un debate amplio, fundamentado y desapasionado sobre las bondades del modelo antes que mediante una simple remisión estética a experiencias pasadas y asociada a los tics de la polarización consiguiente.

Y como monarquía y república también tienen traducción vernácula, la próxima semana escribiremos del tema en valenciano.

La lengua del pueblo que mejor domina la pólvora. En general, no la del Rey.

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