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OPINIÓN

Tentaciones alpinas

Una sirena alpina mirando el atardecer entre las montañas.

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No subí al Alpe d’Huez; y no por falta de ganas ni de fuerzas. Creo haber superado la frustración de no avanzar al ritmo previsto, pero no me puedo dormir en los laureles y escalar cumbres por capricho. Debo llegar a Berlín en un tiempo razonable, y una digresión hacia el puerto más icónico del ciclismo me hubiera supuesto más de medio día de retraso.

Me he impuesto una disciplina digna de Ulises. Porque, no es solo el Alpe d’Huez; llegando a Bourg d’Oisans, tuve que esquivar los sensuales cantos del Glandon y la Croix-de-Fer que, como sirenas alpinas, me reclamaban amorosamente. 

Acto seguido ascendí el alto de Lautaret por la carretera que me conducía hacia Briançon. Allí arriba, entre la niebla, pude vislumbrar las sinuosidades del Galibier, otra sirena que quiso encandilarme como Marlene Dietrich en El ángel azul.  

No fue esta la última melodía seductora de mi periplo por el departamento de los Altos Alpes. Hice noche a las puertas de Briançon y desayuné con una bella cicloturista vienesa, a quien me referiré como Mademoiselle Serre Chevalier, que la tarde anterior había aterrizado en mi alojamiento desde el Galibier y que me tentó a seguirla en su ascensión al Col d’Izoard. 

A punto estuve, como los acompañantes de Odiseo, de atarme al cuadro de mi bicicleta para no pedalear tras sus alforjas. Desde la muralla de la ciudad fortificada la vi descender grácilmente el valle del río Durance mientras me aprestaba a escalar el menos célebre Col de Montgenèvre, la puerta de entrada al Piamonte, en la frontera con Italia.

En mi opinión de randonneur aficionado, existen dos tipos de puertos de montaña. El más habitual consiste en un camino que bordea un río y va ascendiendo el valle hasta un punto en que se obliga a superar una cota donde se produce el cambio de vertiente. En la cima, o mucho antes, ya no se vislumbra el comienzo. 

El otro tipo es especial. Suele ser más duro, porque la carretera está excavada en la roca de la ladera de la montaña. No asciende; escala mediante curvas de herradura con la base siempre a la vista. Así son el Coll de Sóller en Mallorca y el Coll de Rates en la Marina, y también el de Montgenèvre, que crucé en mi trayecto hacia Turín; y, por encima de todos, el Alpe d’Huez y sus gloriosas 21 curvas.

Así se entiende que su ascensión resulte tan tentadora como la sola presencia de las ninfas olímpicas. Turgentes como un Monte de Venus, atraen por su contundencia. Tienen tobillos, rodillas, cintura, pechos y, en la cima, un rostro radiante desde donde avizorar el lugar del que partimos. A la altura del vientre, la vista ya es clara y profunda, como la que Miguel Hernández evocó en el de Josefina Manresa. Desde ese punto, el mundo deja de ser confuso, baldío o turbio.

Los creyentes tenemos nuestros propios héroes: esos que se encaraman a sus voluptuosas faldas a la velocidad del rayo

Por eso, los creyentes tenemos nuestros propios héroes: esos que se encaraman a sus voluptuosas faldas a la velocidad del rayo. ¿Y qué, si se chutan con alguna poción mágica para alcanzar antes el clímax? ¿O acaso Hércules, Aquiles o Eneas no iban puestísimos en el momento de enfrentarse a sus trabajos, batallas y conquistas?

Los simples mortales penamos mientras, con el corazón balbuciente, alcanzamos la cumbre para postrarnos respetuosamente ante la belleza de la ninfa. Los híbridos de dios y humano están obligados a forzar los límites hasta la antesala del cataclismo. Para eso viven y, a veces, mueren. Alabados sean. 

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