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Vilamarxant no es un pueblo para la barbarie

Pintadas en Vilamarxant

Alfons Cervera

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Yo tenía ocho años cuando llegamos a Vilamarxant. De eso hace mucho tiempo, tal vez demasiado tiempo. Mis padres habían comprado el horno de la replaça. La infancia siempre fue para mí y para mi hermano un espacio troceado, un rato en un sitio y otro rato en otro sitio distinto. En ese pueblo del Camp de Túria aprendí la lengua que para mí era tan rara como la que hablaban los marcianos. La tía Àngela, que tenía una tienda en la esquina, me dio la primera lección de valenciano. Yo me cagaba en déu cada vez que perdía en algún juego y ella me aclaró que deu (diez) es una cosa y déu (Dios) otra muy distinta. Eso me ayudó, de paso, a abrir las vocales, que para quienes vienen del castellano resulta casi imposible. También aprendí que la amistad es algo que empieza pronto y no se acaba nunca. Bastantes de mis mejores amigos vienen de aquellos años, cuando la vida aún tardaría mucho tiempo en ir en serio, como decía el poeta Gil de Biedma. La infancia eran los partidos de fútbol en un campo metido en la montaña. Los domingos con mis ídolos Solor y los hermanos Moliner, con Tomás llenando la portería como podía o lo dejaban, con Toni Blanes que iba para figura y se quedó en el camino porque se murió muy joven, cuando empezaba a vivir en el fútbol y en la vida, con Eusebio y José Luis Faus poniendo más garra que clase en unas delanteras que se comían las piedras como si fueran golosinas de bautizo. Y aquel seminarista que se llamaba Vila y cuando se ponía a hacer fútbol de verdad ni el Messi de ahora podría quitárnoslo de la memoria. En Vilamarxant quise tener pronto dieciocho años para no perderme las películas prohibidas y una vez mi padre habló con el tío Sàfer para que me dejara entrar con él a ver Con él llegó el escándalo, la película de Robert Mitchum que era como un peligro para las conciencias de entonces.

Nos fuimos del pueblo al cabo de unos años y regresamos cuando un grupo de jóvenes nos daban un ejemplo de compromiso contra la dictadura franquista. Serían detenidos y desde entonces los tengo siempre en eso de la amistad insobornable, y que no me los toquen a la hora de rendir gratitud a quienes fueron detenidos por luchar contra la barbarie, contra esa barbarie que en este país es como si no hubiera desaparecido nunca del todo. Desde ese regreso ya viví muchos años en ese pueblo, al que vuelvo menos de lo que me gustaría. Los años últimos del franquismo y primeros de la democracia intentamos seguir la brecha abierta por aquellos jóvenes y descubrimos que la democracia tampoco iba a ser algo fácil. Pero ahí anduvimos mucha gente, dejándonos la piel y lo que hiciera falta para que las cosas fueran poco a poco distintas y mejores que las de antes. ¡Cuánta de aquella gente guardo en la memoria! La infancia, la adolescencia, esa primera madurez que a lo mejor, al final, es algo que no acaba de llegar nunca en su entera plenitud.

El tiempo ha ido pasando, pero lo que se sella a edad temprana, como aquella amistad que antes les contaba, es muy difícil que se vaya y menos para siempre. Por eso me entra una rabia y una tristeza infinitas cuando leo que de nuevo, en Vilamarxant, la barbarie ha hecho acto de presencia. Y digo de nuevo porque no es la primera vez que esa barbarie remueve las entrañas de un pueblo que sería el más tranquilo del mundo si no fuera por esos desalmados que disfrutan enfangando la convivencia entre el vecindario. En Vilamarxant casi siempre gobernaron las derechas, y desde las elecciones de 2015 gobiernan en coalición el Partido Socialista, Compromís y dos ediles de Ciudadanos que fueron expulsados del partido por sumarse al equipo de gobierno. Ya a finales del año pasado hubo ataques contra miembros de ese equipo de gobierno. Pintura en las fachadas de sus casas, decenas de ruedas pinchadas en sus coches, incluso algún motor de esos coches peligrosamente saboteado.

La noticia última es que otra vez la fachada de la vivienda del alcalde, Jesús Montesinos, ha aparecido sucia de aceite de motor, como ya pasó otras veces en esa misma casa y en la del concejal Voro Golfe. No es ese el pueblo que he conocido desde que era un crío. Las diferencias políticas e ideológicas -y sé de lo que hablo- nunca tuvieron esa manifestación cerril y alejada de las ideas democráticas que siempre, a unos y otros, nos caracterizaron. El rechazo de todo el pueblo a ese vandalismo minoritario es un deber inaplazable. O debería de serlo. Desde aquí deseo que en Vilamarxant, que es como mi propio pueblo desde que desembarqué allí cuando tenía ocho años, no tengan sitio esos tipos a quienes la democracia les viene grande, demasiado grande. Y mi solidaridad -cómo no- con las personas -ahora el alcalde- que han sufrido impunemente esas agresiones.

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