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De perfumar la comida a intentar que los cadáveres no huelan: 'Odorama', el libro sobre la historia cultural de los olores

Portada de 'Odorama'. Editorial Taurus.

Rocío Niebla

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A Federico Kukso (Buenos Aires, 1979), de padre otorrinolaringólogo y formación periodística especializada en ciencia, le concedieron una beca en Harvard. Cuando llegó a Estados Unidos, lo primero que le sorprendió fue un fuerte olor a canela. Cuenta que recordó la novela El Perfume, del escritor alemán Patrick Süskind, y sus primeras experiencias como lector con manuales médicos sobre nariz, olor y respiración con los que su padre trabajaba.

Así que en 2015 empezó a investigar el olor: cómo olían las antiguas civilizaciones y cómo los aromas han marcado la historia. Así es como nace Odorama (Editorial Taurus, 2021), el libro que Kukso escribió, dentro de lo que el catedrático de Cambridge Peter Burke denominó como historia cultural, y que acaba de llegar a España. “Descubrí que en la punta de la nariz había un universo de historias por contar. A lo largo de la Historia, el olor ha sido como un actor secundario, pero creo que fue un sentido principal. Tenemos una relación demasiado desolorizada con nuestros antepasados”, afirma el escritor.

En el tiempo de la imagen es posible que nos olvidemos de que los olores han formado parte de la identidad cultural de muchas civilizaciones. “Conocer cómo olía el pasado te ayuda a tener una relación más mundana y humana con las personas que habitaron otras civilizaciones”, escribe Kukso. “Conocer cómo era su mundo también pasa por conocer cómo olía su mundo: estudiar el olor nos ayuda a entender la historia de las ideas, de la sensibilidad, de la higiene, de la gastronomía y del urbanismo”.

El olor no deja huella como los dinosaurios, pero sí cierto rastro. Para componer esta peculiar historia Kukso estudió, pese a su mal estado de conservación, los papeles de Abusir que describen en detalle las ceremonias y rituales a los dioses en el Antiguo Egipto. Según estos se puede afirmar que el incienso era el aroma de la presencia divina. “Un relieve de la dinastía XIX del templo de Seti I, en Abydos, muestra la fumigación con incienso como parte del culto. El perfume fue un elemento sagrado antes que cosmético”, afirma Kukso. En el bajorrelieve del templo de Edfu (construido en el siglo III a.C.), pueden verse escritas en jeroglífico recetas de elaboración de perfumes. El investigador afirma que el perfume fue propiedad exclusiva de los faraones hasta la dinastía XVIII, en la que ya hay evidencias de uso por parte de cortesanos y sirvientes reales.  

Otra de las escenas que relata Odorama cuenta que cuando en 1922 Howard Carter derrumbó el muro que bloqueaba la tumba de Tutankamón quedó deslumbrado por la corona de flores que había colocada sobre la frente del faraón. Escribió el egiptólogo inglés: “No había nada tan hermoso como aquellas flores marchitas que aún conservaban un toque de color. Ellas eran testigo de lo poco que realmente son tres mil trescientos años y de la poca distancia que hay entre el ayer y el mañana. De hecho, aquel toque de realismo hermanaba aquella civilización con la nuestra”.

Carter encontró una buena cantidad de incienso, de ungüentos sagrados, de telas de lino y de flores. “Era tal que las sustancias olorosas para ocultar el hedor del cadáver se habían solidificado y convertido en una especie de petróleo parecido al betún”, explica Kukso. Carter quemó el mejunje y “al calentarlo, desprendía un olor penetrante más bien fragante y agradable, algo parecido a la brea”. Se trataba de un perfume que se preparaba en los rituales fúnebres (con máximos honores) que no se había respirado en más de 30 siglos. “En el ritual de embalsamamiento de los egipcios, para que el Faraón fuera al más allá debía oler bien. En El libro de los muertos se describe cómo se les lavaba el cuerpo, se les sacaba los órganos, se untaba con ungüentos y se embadurnaba con flores”, dice el periodista.

La repulsión hacia los excrementos

Por otra parte, el libro cuenta que la actitud repulsiva hacia los excrementos es una reacción relativamente moderna, “consecuencia quizá de nuestra sociedades altamente urbanizadas”. En Atenas la basura se acumulaba en grandes montañas que convivían en las calles. Aristóteles y Aristófanes escribieron sobre el gremio de los koprologoi, personas que recogían los excrementos de las calles y las casas, y los vendían como fertilizantes a los granjeros de las afueras. Un negocio que, al parecer, resultaba bastante rentable.

“Hubo un momento en Grecia en que la gente utilizaba muchos perfumes, un perfume diferente para cada parte del cuerpo: uno para la rodilla, otro para el codo, otro para la nuca. En otro momento, los perfumes fueron odiados porque se relacionaban con el enemigo, con Persia”, sostiene el autor. Sobre la limpieza de las partes nobles afirma que la primera referencia conocida del papel higiénico en Occidente no aparece hasta el siglo XVI, cuando el novelista francés Rabelais se queja de su ineficacia en Gargantúa y Pantagruel (1534). No obstante, los chinos ya lo usaban en el siglo II a.C., y en el periodo Nara los japoneses empleaban un bastón de madera de unos veinte centímetros para limpiarse el culo. 

Más allá de lo anecdótico, en Odorama Kukso subraya la trascendencia de ciertos olores en determinados momentos de la historia. En Roma, médicos como Areteo de Capadocia consideraban que los eructos con olor fétido o a pescado eran un signo de melancolía. Además, desde la época de Hipócrates se creía que guardar gases podía llevar a la muerte. “Cuando Claudio asumió el cargo de emperador romano en el año 41, según el historiador Suetonio, emitió un edicto que permitía a todas las personas tirarse gases en banquetes, sonoros o no, después de escuchar la historia de alguien cuya modestia casi le había costado la vida”.

Kukso dice que el primer indicio de que la ciudad de Roma estaba cerca era el olor a carne quemada que la envolvía. La cremación de los cadáveres se hacía extramuros y en piras. En tiempos de plagas, la bienvenida a los viajeros olía muchísimo y desde considerable distancia. Afirma también que en Roma los gladiadores eran como estrellas del rock, que las mujeres adineradas compraban frascos de su sudor y raspados de la piel de los guerreros que ellas usaban como crema para la cara. Curiosidades no faltan, como el hecho de que las túnicas de los emperadores eran violetas y eso se conseguía empleando crustáceos, así que podemos hacernos una idea de que el mal olor tenía el poder en Roma. 

Cuando la peste negra se infiltró en Europa a mediados del siglo XIV aniquiló al setenta por ciento de la población florentina. “Los monjes empezaron a preparar con las hierbas de sus jardines pomadas y bálsamos y un destilado de agua de rosas para usar como antiséptico y desinfectante de casas, el Acqua di Rose”. Según Kukso hasta el siglo XIX la gente pensaba que las enfermedades no se transmitían por bacterias sino por malos olores, por lo que se llamaba miasma. Se creía que cuando se bañaban se abrían los poros e ingresaban los miasmas. Así que durante siglos los perfumes se empleaban para tapar los malos olores, eran perfumes fuertes y pesados hechos con almizcle que se empleaban como una capa de ropa más. 

“Los olores también son políticos: el olor a pobre y el olor a rico. Esto aún perdura en nuestros días, pienso en la escena del coche en la que el rico huele y se asquea del olor de su chófer en la película Parásitos”, cuenta el periodista. “Napoleón no podía utilizar un perfume que venía de la nobleza. Él fue quien popularizó el agua de colonia, algo más suave, más del pueblo. Se crearon fragancias revolucionarias con nombres como elixirs à la Guillotine, Parfum à la Nation y Sent-bon à la Sent-son (en referencia al nombre del verdugo)”. Con Odorama Federico Kukso consigue hacer que reflexionemos sobre el olor, e incluso, que busquemos nuestra biografía olfativa: “Te transportan a otras épocas o te recuerdan a ciertas personas. El olor está muy ligado a la identidad cultural de los pueblos, a las raíces y a lo que hemos sido y somos”.

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