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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Las defensoras del agua en el país de la lluvia

Daysi Bermúdez, municipio de Huizúcar.

Majo Siscar / Pau Coll

San Salvador (El Salvador) —

Deysi Bermúdez remueve el cemento a palazos junto a un centenar de hombres y mujeres. Hay incluso señoras octogenarias. Todos se apuran a trabajar para que el depósito esté cuanto antes. Luego habrá que canalizar casa por casa hasta que les llegue un solo grifo de agua por familia.

En El Salvador llueve el triple que en Londres. Sin embargo, una de cada 10 personas no tienen acceso al agua en su domicilio, según el Ministerio de Medio Ambiente, y esta cifra se triplica en las áreas rurales. La casa de Deysi y el pozo se ubican en Huizúcar, a solo veinte kilómetros de los barrios residenciales de la capital. Una distancia que se antoja corta para que emerjan urbanizaciones exclusivas pero muy larga para que lleguen las tuberías o el alcantarillado.

Como Deysi Bermúdez, tres cuartas partes de los habitantes de Huizúcar no tienen ni un grifo en su casa. Para lavar los platos o preparar los alimentos deben comprar el agua. En una familia media como la suya, de cinco personas, consumen, tres barriles de 300 litros semanales, a entre un y dos dólares cada uno, según qué cantidad de extorsión haya tenido que pagar, en un pueblo controlado por las pandillas, el camión cisterna que la vende.

El agua para beber la recogen en un manantial cercano. Y para lavar la ropa o ducharse, bajan al río. Esto significa que Bermúdez paga, por un agua insuficiente, más de diez veces lo que aporta una familia conectada al servicio público de aguas y mantenga la tarifa mínima, subvencionada por ahorrar con una moderna lavadora.

El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho al Agua, reprendió a El Salvador el año pasado por permitir que en las zonas rurales se pague por el agua hasta el 16% de los ingresos del hogar. Según el PNUD, este nunca debería superar el 3% de éstos. Ser pobre sale caro.

“Hay muchísimos intereses entorno a la privatización del agua. Si en el terreno hay una fuente de agua, es del dueño y puede decidir qué hacer con ella. Eso es un jugoso negocio para las embotelladoras y para los camiones cisterna que venden agua. Pero a quiénes les sale carísimo es a la población rural”, explica Samuel Ventura, director ejecutivo de la Asociación Comunitaria Unida por el Agua y la Agricultura (ACUA). Esta organización ha conseguido los fondos de cooperación que financian el pozo que ahora construyen Deysi Bermúdez y sus vecinos.

“Aquí venimos los días que hagan falta a echarle ganas porque nos va a cambiar la vida”, dice Bermúdez empapada en sudor y echando cubetas de cemento al pozo. Ahora se deja en agua la cuarta parte de su sueldo como trabajadora doméstica en familias de clase media que sí tienen lavadora y hasta jardín que regar. Además, dedica dos jornadas semanales a ir al ojo de agua o lavar en el río.

A tres kilómetros de donde ella lava, río arriba, inauguraron el tercer campo de golf del país con mansiones que cuestan alrededor de medio millón de dólares.

La abuela que desafió a la Coca-Cola

Milagros Guevara vive sobre el segundo acuífero más importante del país pero no tuvo agua en casa hasta hace un año. Del manto acuífero en cambio, sale la Coca-Cola que beben un tercio de los centroamericanos. Para producir cada litro de refresco se utilizan, al menos, dos litros de agua. El 2015 la empresa anunció que aumentaría su producción mientras un 40% de los habitantes de esa misma población, Nejapa, parte del pequeño cordón industrial de San Salvador, no tenían agua potable.

El anuncio cayó como una bomba entre una población que debe ir a lavar y bañarse al río más contaminado del país, el Acelhuate. “Cuando nos enterábamos de que iban a sacar más agua mientras nosotros teníamos que ir al río por todo y no nos podíamos ni bañar con agua limpia, la gente explotó. Es un pecado que nosotros estemos así y las empresas haciéndose ricas a nuestra costa”, dice tajante.

Aunque no mida ni metro y medio, Guevara no se empequeñece. Se ha convertido en una de las líderes sociales de su pueblo y a cualquier vecino que se le pregunte, la conoce. Su politización viene desde los 80, cuando El Salvador fue uno de los sangrientos escenarios de la Guerra Fría. Y volvió a tomar protagonismo en 2015, cuando, apoyada por la alcaldía, movilizó a las vecinas contra Industrias La Constancia, la empresa concesionaria de la refresquera multinacional.

Durante un mes, las mujeres de Nejapa se manifestaron ante la fábrica y su lucha saltó a los medios internacionales. Al final, la empresa aceptó compensar su desgaste hídrico pagando la canalización de agua y saneamiento a cerca de 20 mil personas en Nejapa. “Éramos la mayoría mujeres, porque somos nosotras las que más sufrimos no tener agua. Imagínese que yo antes llegaba a ir a las dos de la madrugada al río a lavar porque luego tenía que ocuparme de mis hijos y salir a trabajar”, recuerda ahora mientras muestra el grifo y el lavadero que le instalaron.

Guevara explica que no es un problema de escasez si no de falta de regulación e intereses privados. El agua no se considera un bien público ni tampoco hay sanciones por contaminar. El gobierno, para abaratar costos en un país empobrecido, quiere canalizar el agua de los ríos, pero, como en Nejapa, el 95% de las aguas superficiales están contaminadas, según reconoce el ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales en su Plan Nacional de Gestión del Recurso Hídrico, publicado en marzo.

“La red de alcantarillado de San Salvador acaba en el río Acelhuate. Lo solucionaríamos con una planta de tratamiento pero un país como este no tiene dinero para construirla”, dice sin pudor la ministra de Medio Ambiente Lina Pohl. El país tiene agua y la regala a las empresas o la pierde.

Ganarle el agua al oro canadiense

Vidalina Morales enjuaga los platos con un cazo de agua de lluvia que llenó con las primeras tormentas que marcan el fin de la temporada seca. En su casa de barro y paja no hay grifos ni tuberías que le traigan el agua que brota a apenas 300 metros de su casa. Tampoco hay ducha o un retrete con cadena. Ni hablar de un sofá o de un horno.

Si la situación en la zona metropolitana es grave, en el campo salvadoreño, tres de cada diez familias no tienen acceso al agua potable ni a un saneamiento digno. En tiempos de electrodomésticos inteligentes, los pobres siguen sin poder cagar en condiciones.

Lo que sí hay debajo de la casa pobre de Vidalina Morales es oro. En el departamento de Cabañas, en la frontera con Guatemala y Honduras hay yacimientos de oro y plata. Ahí, en la cuenca del río más caudaloso del país, el Lempa, la empresa canadiense Pacific Rim encontró su particular mina El Dorado, de la que según sus exploraciones se podrían extraer más de un millón de onzas de oro. Pero tal y como fueron avanzando las perforaciones, que rompían los mantos acuíferos y hacían temblar los pueblos en un par de kilómetros a la redonda, los pobladores empezaron a sentir la escasez.

“Cuando yo llegué a vivir acá, hace 20 años, este lugar era abundante de agua, bajábamos unos tubos desde una fuentecita que estaba a cien metros y teníamos suficiente. Y fue disminuyendo año tras año hasta que se secó, y así han ido desapareciendo muchos nacimientos. La desgracia de El Salvador es ser un país tan pequeño y tan poblado, imagínase los impactos de la minería... Y la minería de oro es la que más agua consume y contamina, entonces cuando la gente entendía veía la carencia del agua y decía, ¿cómo es posible que vayamos a permitir las mineras aquí?”, explica Vidalina con una tenacidad desbordante en su cuerpecito menudo y delgado.

ADES, la Asociación de Desarrollo Social que ella encabeza, canalizó la protesta social contra la minería y durante una década denunció las malas prácticas de las mineras transnacionales, desde su comunidad hasta Washington, pasando por Chile o Canadá.

La indígena lenca que se sigue bañando en el río a diario ha tomado más aviones que la mayoría de salvadoreños. Conformaron una mesa de diferentes entidades contra la minería y en 2009 consiguieron que el mismo gobierno que le había dado a la canadiense Pacific Rim los permisos de exploración les denegase la explotación por no cumplir los requisitos. Las amenazas en las comunidades se sucedieron.

En ADES denuncian que entre 2009 y 2012 cuatro opositores a la minería –una de ellas, embarazada– fueron asesinados. El más joven fue David Amaya Urías de 19 años, cuyo cadáver apareció en la cuneta del camino que tomaba para ir a la universidad.

En el país con más homicidios del mundo, la Fiscalía no ha concluido la investigación sobre los responsables de la muerte de Amaya Urías ni de los otros tres. Pero su madre, Lidia Urías, había recibido muchísimas amenazas por encabezar la oposición a la minería en su municipio. Sus tierras, donde antes criaba ganado y crecía la huerta y los frutales, se volvieron yermas. Ahora cuenta la historia de su hijo sentada junto a un jardín de flores de plástico.

En 2014 la minera sentó al gobierno de El Salvador ante el tribunal de arbitraje del Banco Mundial, pero perdió. Finalmente Morales y sus compañeros ganaron la batalla final este abril, cuando el gobierno de El Salvador, en una iniciativa pionera en una región cuyo capital de exportación son las materias primas, prohibió cualquier minería metálica en el país.

Es un logro histórico, pero no pueden rendirse. “Si no resistiéramos se implantarían más proyectos macabros y destruirían los pocos recursos que nos quedan”, concluye vehemente. Del oro sobre el que está sentada, no se come.

Defender el agua, hacer comunidad

Puerto Libertad es un paraíso playero para turistas nacionales y surferos estadounidenses. Hay hoteles con piscinas desbordantes sobre bahías tropicales y restaurantes sobre los rompeolas. Pero en las aldeas alejadas de las playas y el centro urbano, las mujeres hacen fila en las fuentes públicas para llenar cántaros porque no tienen ninguna canilla en su casa. Ante esta dejadez los pobladores manejan 17 pozos cooperativos como el que construye Deysi Bermúdez.

Dina Hernández era la presidenta de una de estas Juntas de Agua que abastece a 365 familias del área rural de Puerto Libertad. Falleció el 12 de julio por enfermedad pero hasta los últimos días defendió el pozo comunitario e incluso nos atendió sin mencionar nada sobre su salud. Sí explicó que tenía miedo porque desde 2015 sufría intimidaciones y amenazas de la alcaldía de Puerto Libertad. Cuando estaba en campaña Miguel Ángel Jiménez prometió llevar agua a varias aldeas, aseguran los vecinos de varias aldeas. Al ganar, en lugar de construir pozos y canalizaciones, intentó apropiarse de los que ya existían para redistribuir el agua, denuncia Hernández y la Asociación de Sistemas Autónomos de Agua Potable y Saneamiento (ASAP).

“Quieren expropiar nuestro sistema y montar una junta paralela a la nuestra, pero el agua no se vende, se cuida y se defiende”, reivindicaba Dina Hernández unas semanas antes de que la muerte detuviese su lucha. Y recordaba cómo empezaron a buscar financiación en 1998, cómo convencieron al ayuntamiento de aquel entonces para invertir en los terrenos, cuánto trabajo comunitario invirtieron y tanto que les costó pagar la entrada inicial.

También se le iluminó la cara al recordar, en 2001, la alegría de abrir un grifo en su propia casa. Desde entonces, se organizan en cooperativa y cada una de las 365 familias beneficiarias paga un precio apenas un poco más alto que la empresa pública salvadoreña que abastece a la ciudad.

Con eso pagan la luz, el cloro, los análisis de calidad del agua, e incluso tiene una bolsa para emergencias de salud para los socios y asumen los gastos funerarios de aquellas familias que lo requieran. Quisieran abastecer a más gente pero el primer pozo se les secó después de ocho años de uso, y ahora con el segundo, la bomba no da más abasto.

Ante esta negativa a repartir el agua que ellos custodian, llegaron las presiones, insultos y amenazas del alcalde y sus allegados, según denuncian las asociaciones del Foro del Agua de El Salvador. Dina Hernández relata como un comando policial le allanó la casa sin orden judicial, la encañonaron con armas largas delante de sus dos hijas y le pidieron los papeles del pozo. Este es solo uno de los ataques, pero la lista es larga.

“Me han dicho que me van a sacar de aquí en pedacitos, que me iba a ir con los pies por delante, yo estuve a punto de colapsar, nos dañaron el sistema nervioso”, contaba con los ojos llenos de agua. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, órgano gubernamental, otorgó Medidas Cautelares a 12 miembros de la Junta de Agua, entre ellas Hernández. Pero, al menos, dos han decidido exiliarse ante las presiones.

Centroamérica es la región más mortífera del mundo para los ambientalistas, según la organización Global Witness, que reportó en 2015 una cifra récord de homicidios en el mundo por defender la naturaleza. Solo en la vecina Honduras han asesinado a 110 desde 2010, entre ellas la emblemática Berta Cáceres, a quién Dina Hernández y Vidalina Morales conocían.

*A Dina Hernández, In Memoriam. Este reportaje es posible gracias a la beca DevReporter que otorga La Fede a Enginyeria Sense Fronteres.

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