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Los efectos del herbicida glifosato en Argentina: “¿Cuánto crecimiento del PIB justifica el cáncer?”

Alfredo Cerán trabajó durante nueve años como fumigador, tratando con productos químicos las plantaciones de soja. Se le quemaron las uñas. Los resultados de sus análisis de sangre muestran residuos de sustancias como el glifosato.| Foto: Pablo E. Piovano

Alberto Ortiz

Buenos Aires —

Una mirada oscura, con medio rostro cubierto por una mascarilla, desafía a la cámara. A su lado, un niño se tapa el frío con los brazos: trata de ocultar una piel que ha sustituido el vello por manchas negras y pequeñas verrugas. La mano de Alfredo Cedrán, con las uñas disueltas, desvela las primeras consecuencias de la exposición a los elementos químicos que desprende el glifosato, el herbicida más utilizado en los campos de cultivo argentinos.

Son imágenes que capturó Pablo Piovano, fotógrafo del diario argentino Página/12, después de un viaje de unos 15.000 kilómetros por el norte rural argentino. La serie se expuso el verano pasado en España y fue galardonada como segunda finalista del premio Luis Valtueña de fotografía humanitaria. 

En las provincias de Chaco, Misiones y Entre Ríos, Piovano se encontró con lo él que califica de “catástrofe sanitaria”: casos de cáncer, trastornos, malformaciones y abortos espontáneos. Cientos de localidades de esas provincias, así como de Santa Fe o Córdoba, tienen dos denominadores comunes: unas tasas de enfermedad desorbitadas y la proximidad a las zonas de cultivo intensivo que se extienden a lo largo de unos 30 millones de hectáreas por todo el país.

Fabián Tomasi sufre desde hace años una polineuropatía tóxica severa que ataca a su sistema nervioso periférico. Sus brazos cuelgan sin fuerza de un torso enclenque, desvencijado, privado de carne y nervio. Desde joven se había dedicado al mantenimiento de aviones fumigadores en una sucursal de la empresa agrícola Molina y Compañía S.L.R. en la localidad de Basavilbaso, en Entre Ríos.

Cada día llenaba los tanques de herbicida de las aeronaves que luego fumigaban los campos de la zona desde el aire. “Cargábamos los aviones con veneno. Abríamos los tanques de 20 litros y al sacar las tapas se te pegaba todo el veneno en las manos. Comíamos debajo de las alas de los aviones, donde el veneno goteaba. Llegábamos a casa y la cara nos ardía. Si me pongo a pensar, estar vivo es un milagro”, relata a eldiario.es.

Los efectos adversos del glifosato

En Argentina, el uso del glifosato y de otros pesticidas no paró de crecer durante la década pasada. Según un estudio realizado en 2014 por el Ministerio de Salud argentino, el comercio de productos fitosanitarios –plaguicidas y fertilizantes– aumentó un 48,7% entre 2002 y 2008. Ese año, se comercializaron un total de 225 millones de litros de estos químicos, de los cuales cerca de un 75% fueron herbicidas.

Las empresas comercializadoras de este tipo de productos (Monsanto, Syngenta, Dow AgroSciences, Bayer y Atanos) aseguran que sus estudios demuestran que el glifosato no es perjudicial para la salud humana basándose en lo que llaman “abrumadora evidencia científica”. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) introdujo el pasado año ese principio activo dentro de las sustancias calificadas como “probablemente cancerígenas”. Meses más tarde, una reunión conjunta de la OMS y la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) emitió un comunicado que decía que “no es probable [que este herbicida] suponga un riesgo para la salud humana mediante la dieta”.

Esta decisión llegó seis años después de que el fallecido investigador argentino Andrés Carrasco publicara en la revista Chemical Research in Toxicology un artículo en el que demostraba los efectos adversos del glifosato en vertebrados. Por este estudio, Carrasco recibió amenazas acompañadas del descrédito público del actual ministro de Ciencia de Argentina, Lino Barañao.

En 2011, WikiLeaks publicó un cable diplomático de la embajada estadounidense en el país austral en el que se evidenciaba que el científico había sido investigado por sus estudios sobre el compuesto químico.

“Yo puedo afirmar que hay evidencia científica que demuestra la relación entre la exposición a la química y el daño a los organismos biológicos en distintos grados y en distintas características. Lo que no puedo decir es que solamente por esa química se producen estos problemas de salud”, sostiene Damián Verzeñassi, director del Instituto de Salud Socioambiental de la Universidad Nacional de Rosario.

Verzeñassi comenzó en 2010 una novedosa experiencia con los estudiantes del último año de Medicina: cinco días de investigación de campo en poblaciones rurales con menos de 10.000 habitantes. Durante ese lapso, los alumnos toman muestras del estado de salud de los vecinos, definen diferentes diagnósticos e introducen todos esos datos en un sistema estadístico.

“Cuando empezamos a ver los datos nos dimos cuenta de que el resultado de las encuestas era muy similar en localidades de diferentes provincias, alejadas entre sí, y muy diferentes del perfil de Argentina”, cuenta el médico. Mientras que en Argentina la principal causa de muerte son los problemas cardiovasculares –los infartos–, en las comunidades investigadas, la enfermedad más mortífera era el cáncer. Además, se daban muchos trastornos endocrinos, como el hipotiroidismo.

“En busca de una respuesta que aclarase esta desviación del perfil nacional, los investigadores comprendieron que 23 de las 26 comunidades estudiadas, –el 80% de un universo de 87.382 personas–, se encontraban a menos de 1.000 metros de campos de fumigación”, relata.

Según los datos publicados por los alumnos de Verzeñassi, si se suman los casos de cáncer diagnosticados desde el 2000 hasta el 2015 en estas localidades, la mitad ocurre en los últimos cinco años. “¿Esto significa que pasó algo en el 2010? No, significa que 10 o 15 años atrás tiene que haber pasado algo. Ese algo se evidencia diez años más tarde, que es más o menos el tiempo que tarda un cáncer en desarrollarse”, explica el profesor.

Un cambio de modelo productivo

El principal cambio en el modelo productivo de la Argentina rural se dio en 1996, cuando el Gobierno aprobó la utilización de cultivos transgénicos capaces de sobrevivir a potentes agroquímicos, especialmente la soja Roundup Ready (RR) –del inglés 'lista para el roundup', un herbicida cuyo principal activo es el glifosato–. Todas las localidades del interior del país fueron quedando rodeadas de campos extensivos de soja, aunque también de maíz y trigo, con semillas transgénicas.

Lo curioso, según Verzeñassi, es que en los años 80 la OMS había calificado el glifosato como elemento de riesgo 2A –“probablemente cancerígeno”– y a principios de los 90 rebajó su peligrosidad hasta un nivel 4 –“inocuo para la salud humana”–, poco antes de que la multinacional Monsanto lanzase la patente de la soja RR y comercializase el roundup como el herbicida más eficaz.

A partir de 1994, la compañía radicada en Sant Louis comenzó a vender licencias a las principales empresas de semillas del país, como Nidera o Don Mario, para que pudieran distribuir su soja transgénica, tal y como explica Marie-Monique Robin, la autora del documental El mundo según Monsanto, en su libro del mismo título.

Dos años después, la soja RR se expandió por todo el territorio. Si en 1971 los cultivos leguminosos ocupaban 37.000 hectáreas, en 2007 representaban el 60% del territorio cultivable del país con 16 millones de hectáreas. Actualmente, Argentina es el tercer exportador mundial de soja, después de Estados Unidos y Brasil.

Unos diez años después, se ven efectos en la salud en las zonas colindantes con las área de cultivos en la que se desarralló el sistema de producción a base de los productos del gigante de los agroquímicos. Según el Instituto Nacional de Cáncer argentino, en 2012 hubo 217 casos de cáncer por cada 100.000 habitantes. En los pueblos analizados por el proyecto de Verzeñassi, ese número asciende a los 397,4, cerca de un 48,7% más, una ratio que se mantiene estable desde el comienzo del estudio.

Un periodista francés expuso todos estos datos a Patrick Moore, un lobista defensor de Monsanto, durante una entrevista para un documental de Canal +. Para Moore, quien en su pasado formó parte de Greenpeace, el trabajo de Verzeñassi no existía en la medida en que no estaba publicado en ningún artículo científico. Ante esta respuesta, el periodista ofrece al defensor del glifosato beberse un vaso de ese líquido, dada su supuesta inocuidad. “No soy estúpido”, contesta. 

“¿Cuánto cuesta nuestra salud?”

El Gobierno argentino, quien todavía mantiene la clasificación del glifosato en nivel 4 contradiciendo a la calificación más reciente de la OMS, habla de “buenas prácticas”. En la página de la Cámara Argentina de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe) hay una guía que muestra el equipamiento que deben llevar quienes trabajan en la fumigación de los campos: un traje similar al que usan los médicos que tratan el ébola. Para Verzeñassi, la contradicción es clara: “Si el producto es inocuo, ¿por qué es necesaria tanta protección?”.

A Tomasi su empresa nunca le proporcionó esa protección. Aun así, rechaza la idea: “No hay manera de esparcir bien 300 millones de litros de veneno”. Los estudios de la Universidad de Rosario le dan la razón: ni siquiera es necesario tener un contacto directo con el material. Las partículas quedan en suspensión tras ser rociadas desde el avión y el aire las transporta. De hecho, la fumigación aérea está prohibida en la Unión Europea por una directiva de 2009 salvo en situaciones excepcionales que requieren solicitud y aprobación expresas.

“¿Cuánto crecimiento de PIB de un país justifica la leucemia de un niño? Que me respondan eso. ¿Cuánto crecimiento justifica un niño nacido con malformación, el desarrollo de cáncer, de hipotiroidismo en una persona? ¿Cuánto cuesta nuestra salud? ¿Quién y cuándo decidió que la vida se puede medir en términos económicos?”. Las preguntas de Verzeñassi se quedan en el aire, sin respuesta.

Antes de colgar el teléfono, Tomasi llama a su madre para que lo ayude a acostarse. “Sé que es discutible, pero yo te puedo asegurar que, en países como el nuestro, siendo pobres se muere más fácil: esa es mi experiencia”, lamenta.

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