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Dentro de la guerra por el Sáhara Occidental: una contienda discreta en medio del desierto

Un soldado del Frente Polisario junto a varios cohetes a unos 8 kilómetros del muro marroquí.

Gabriela Sánchez

Mahbes (Sáhara Occidental) —

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Un cohete sobrevuela el desierto en dirección al muro. El sol empieza a caer cuando un fuerte estruendo avisa de la llamarada rosada que avanza hacia una torre de vigilancia marroquí levantada en la barrera de arena de más de 2.000 kilómetros, rodeada de miles de minas antipersona, que separa los territorios bajo control saharaui de los ocupados por Marruecos. Al otro lado, varios soldados del Frente Polisario intentan divisar, acostados en lo alto de una duna, el lugar de su caída.

No llega a alcanzar la garita pero, en realidad, su principal objetivo no era la torre de vigilancia que detecta el movimiento enemigo. Ese cohete, lanzado este viernes por el Ejército saharaui, buscaba demostrar al mundo la existencia de una guerra negada por Marruecos desde la ruptura del alto el fuego del histórico conflicto. Los soldados del Frente Polisario, desplegados a unos 8 kilómetros del muro marroquí, no estaban solos. Los acompañaba, por primera vez y durante casi 24 horas, una decena de periodistas españoles, entre los que se encuentra elDiario.es, que presenció la respuesta marroquí.

El fuego cruzado se produjo en el sector militar de la región de Mahbes, donde se han producido un 83% de las operaciones militares desde la vuelta a las armas del conflicto saharaui, según un reciente informe del secretario general de la ONU. La réplica del lado marroquí no tardó en provocar una fuerte detonación que desembocó en la retirada del bando saharaui.

El primer mortero, de 120 milímetros, cayó a menos de un kilómetro de la posición del Polisario. “¡Corred”, gritaron varios de los soldados desplegados, que se retiraron de la zona en escasos minutos, a bordo de varias pick-ups. Según el Frente Polisario, los marroquíes lanzaron otras dos bombas en la misma dirección, que colisionaron en puntos más próximos al lugar donde los soldados dirigían la operación, acompañados de la prensa. Los militares atravesaban el desierto en zig-zag para, decían, evitar ser detectados por un dron cuya presencia no ha podido ser comprobada por este medio. Marruecos niega el uso de aviones teledirigidos de combate.

Bajo la sombra de un árbol, sobre un cojín verde colocado en la arena, el jefe militar de este punto del muro, Baali Hamudi, explica los detalles de una guerra distinta. Una guerra de desgaste, cuenta, desarrollada en la superficie casi lisa del desierto, solo resguardados por la orografía dibujada entre sus dunas. El lado saharaui realiza desde el 13 de noviembre “una cadena de hostigamientos” con la finalidad de dañar bases militares, personal o armamento militar marroquí.

Las AK-47 que cargan los soldados en el operativo datan de 1978 y los vehículos artilleros, visiblemente antiguos, se enfrentan a una tecnología de guerra más desarrollada del bando marroquí. “A pesar del material bélico habitual, nos enfrentamos a otro nuevo que parte de Israel, que incluye drones, cámaras térmicas o infrarrojos, seguimos manteniendo la capacidad de maniobra y nos adaptamos a la nueva situación”, sostiene el general, un antiguo soldado con experiencia en la guerra anterior del Sáhara Occidental. El Ejército del Polisario se dedica a atacar ciertos objetivos estratégicos, mientras que Marruecos toma, por lo general, una actitud defensiva. En ocasiones, el bando marroquí ha derribado “objetivos detectados” sin una previa incursión marroquí, asegura el jefe militar.

La vuelta a las armas en el conflicto saharaui era, desde hacía casi una década, deseada y solicitada por la mayoría de jóvenes del Sáhara Occidental, esa generación que no ha nacido –y en su mayoría no ha pisado– el país por el que, se les transmitía desde niños, debían luchar. El 13 de noviembre de 2020, después de que un grupo de refugiados procedentes de los campamentos de Tinduf protagonizase durante semanas una protesta en el paso de Guerguerat, que conecta Marruecos con Mauritania, el Ejército alauí decidió disolver la concentración. La operación fue interpretada por el Polisario como la ruptura del alto el fuego, después de confiar durante 20 años en la vía diplomática para la resolución del conflicto que, según las Naciones Unidas, pasa por la celebración de un referéndum de autodeterminación del Sáhara Occidental.

Omar Deidih, de 23 años, está sentado en la parte trasera de uno de los vehículos, mientras se levanta una polvareda de arena durante su retirada. Con su rostro semicubierto con un turbante verde oscuro, el joven saharaui avisaba de la posible presencia de aviones teledirigidos a su superior. El 16 de noviembre, dos días después de la ruptura del alto el fuego, Deidih se ofreció como voluntario para aprender durante tres meses en las escuelas militares ubicadas en los campamentos de refugiados saharauis y alistarse para combatir en el frente.

“El anuncio me pilló estudiando en Argelia. Había acabado los exámenes, pero tenía otros estudios. La lucha de mi pueblo es más importante. No puedo estar en otro lado mientras mi pueblo está en guerra”, dice el joven. La mayoría de sus compañeros de batalla son jóvenes voluntarios como él. Omar solapa desde hace unos años unos estudios con otros. Antes estudiaba Ingeniería de Telecomunicaciones, que no llegó a acabar, porque empezó un curso internacional en desarrollo web. También le interesa la Medicina y la Literatura. A sus 22 años, ha vivido en Cuba, Túnez, Argelia y Libia. Ya en el frente, recibió el aviso de una nueva beca para cursar Medicina en la Universidad de Moscú, según su relato.

Tiene muchos planes, sus ambiciones se acumulan, pero participar en la ofensiva militar es, dice, un deber: “Ahora la batalla es una responsabilidad de los intelectuales y jóvenes saharauis. Ahora hay un relevo generacional, creo que los jóvenes saharauis van a ser importantes en esta nueva etapa de la guerra, y tienen mucho que aprender de la experiencia de los guerreros anteriores”, explica en español, aprendido también durante sus veranos en España –a través del programa vacaciones en paz–.

Uno de esos maestros de los que Deidih aprende es Mahmud Salama, jefe de sanidad militar de la región 6 del muro. El veterano combatió durante cerca de una década en la anterior guerra del Sáhara Occidental, extendida desde 1975 hasta 1991, tras el inicio de la ocupación marroquí de la excolonia española. De la guerra de guerrillas librada entonces, el soldado aprende ahora a esquivar armamento de última tecnología que, según el Frente Polisario, posee el Ejército marroquí.

“En la guerra no hay diferencia. Se cambia el material, pero la guerra es una guerra”, asegura Salama, antes de señalar uno de los arbustos dispersos por el desierto. “Si tocas esta rama y hay algo que te molesta, no lo vuelves a tocar otra vez. Así se aprende en la guerra”, dice, en referencia a las espinas que cubren el tallo de la planta. Las mejores estrategias para esquivar los ataques de drones, dice, los aprendió a través de Internet.

Salama, cuando camina hacia el muro, piensa en los compañeros caídos en la anterior guerra. “Yo no puedo quitarme eso de la cabeza. Pienso en ello más que en mis hijos”, detalla el veterano, que dirige la mirada hacia la dirección donde se encuentra el muro, aún indistinguible. Se acuerda de Sidi: “Murió delante de mí con una bala en la cabeza”.

Las filas saharauis han sufrido, desde hace casi un año, nueve bajas, según Mohamed Hamida, un veterano militar que trabaja en la dirección militar del Frente Polisario. Los heridos, dice, no superan la veintena. Uno de ellos es Lahsan Salek.

Tras un juego de té, recostado y apoyado en la pared de la vivienda donde vive, Salek muestra las heridas que le impiden volver al frente desde el 22 de noviembre, la primera semana de regreso a las armas. En una de las operaciones de guerra, que pretendía batir varias bases militares en la región 5 del muro, los soldados marroquíes respondieron con artillería para frenar su avance, detalla.

En la tibia del soldado, de 48 años, sobresale una fijación externa de hierro que busca tratar la ruptura sufrida debido al impacto de restos de artillería, explica.

“Lo que quiero es curarme para poder volver”, dice el soldado lesionado en los alrededores del muro a los que Saleck quiere regresar. Su mujer, Zruga Mohamed, estaba embarazada de siete meses cuando su marido cayó herido. “Cuando me llamaron desde el hospital, me asusté mucho. No pude creerlo hasta que lo vi en el hospital”, cuenta, ataviada con una melfa de flores. La mujer, a un mes de dar a luz, tenía que hacerse cargo sola del cuidado de sus otros seis hijos, con el apoyo de sus vecinas y familiares. Su bebé nació cuando Saleck aún estaba hospitalizado, relata.

En el campamento de refugiados de Bojador (Tinduf), Arabia Sidahmed, de 37 años, recuerda el día que conoció la muerte de su único hermano. Representantes del Ministerio de Defensa del Polisario acudieron a su casa para informarla de que el nombre de Chej Sidamed estaba en la lista de víctimas mortales. Cayó, cuenta, en una operación militar desarrollada en el área de Tifariti. “Había ido tres veces a la guerra –suelen combinar un mes en el frente y dos meses de descanso–. Él estaba encantado de ir, estaba entregado en favor de la vida del pueblo. Sacrificó su única vida para alcanzar la libertad”, explica.

El último día antes de dejar su casa y trasladarse a los alrededores del muro, Arabia acompañó a Chej al Ayuntamiento del campamento, el punto de encuentro de los militares que salen hacia la zona de combate. Su hermano le pidió que cuidara de su hijo, de cinco años. La mujer se cubre la cara con su melfa: “Desde que murió ya no me interesa nada, solo la guerra”.

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