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Los espías que nos odiaban: testimonio de dos periodistas británicos informando sobre secretos de Estado

Conversación entre dos periodistas de The Guardian que han cubierto información de defensa y seguridad nacional.

Dan Sabbagh

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Es la hora del café por la mañana y Richard Norton-Taylor y yo charlamos de confidencialidad, engaños y sobres marrones, algo que nos sale con naturalidad. Él fue corresponsal de defensa y seguridad para The Guardian y yo lo soy ahora.

Norton-Taylor se unió al diario en enero de 1973 (cuando, casualmente, quién escribe estas palabras todavía no había cumplido dos años), comenzó en Bruselas y pasó a seguridad unos años más tarde. La primera parte de su carrera estuvo marcada por una serie de batallas memorables en torno a los secretos oficiales.

“Bruselas era genial para observar a los espías: la OTAN estaba allí, así como la joven Comunidad Económica Europea”, recuerda, señalando que no había escasez de espías rusos en la zona. De regreso en Reino Unido en 1975, y armado de experiencia, el editor de The Guardian de ese entonces, Peter Preston, creó un puesto para él: cubriría inicialmente “temas confidenciales y gubernamentales”.

En aquel momento, el Estado británico cometió lo que resultó ser un error, al tratar de detener las filtraciones a través del sistema judicial. “Hubo casos tremendos y el comportamiento del Gobierno fue muy contraproducente”, dice. Fue un escenario ideal para los periodistas que cubren asuntos confidenciales de Estado.

Los juicios de ese tipo son menos frecuentes hoy y la acción suele suceder en el Parlamento, que en esa época, hace más de 30 años, no se involucraba en tareas de inteligencia. Hoy en día, le cuento a Norton-Taylor, es crítico mantenerse enchufado al cotilleo de Westminster, del que surgen tantas noticias mediante un café, WhatsApp o copas.

No faltan puntos sobresalientes en la época dorada de mi antecesor. “Estuvo el juicio de Clive Ponting”, dice, refiriéndose a la absolución del funcionario público acusado de violar la Ley de Secretos Oficiales al filtrar documentos vinculados al hundimiento del crucero General Belgrano durante la guerra de las Islas Malvinas.

“Pero lo glorioso fue que el día que absolvieron a Ponting, The Guardian entró en huelga. Así que no fue sino hasta el día posterior que pudimos informarlo –dos hojas de gran formato sobre el caso Belgrano–”. ¿Fue frustrante? “Bueno, nos tomamos un par de copas más (algo típico en The Guardian)”.

Denunciado por el Gobierno

Poco después llegó el caso Spycatcher –que involucró intentos sucesivos y cada vez más vergonzantes del Gobierno británico por prevenir la publicación de las memorias del exoficial del MI5 Peter Wright. Norton-Taylor recuerda haber publicado un resumen de los contenidos del libro, lo que provocó un requerimiento judicial.

La batalla se desplazó luego a Australia, donde los editores del libro esperaban publicar el relato de Wright. Y Norton-Taylor fue hasta allí. “El juicio fue en Sídney y duró seis semanas”, recuerda, lo que obligó al periodista de The Guardian a quedarse en el Sheraton, en una época donde las coberturas de gastos eran un poco más generosas.

Malcolm Turnbull, que más tarde se convertiría en primer ministro de Australia, defendió al editor, “dándole una patada a las estrictas instituciones británicas”, mientras Robert Armstrong, el secretario del gabinete británico, proveyó evidencia en la cual, en vez de admitir que mentía, dijo haber “economizado la verdad”.

El Gobierno británico perdió, Spychatcher fue publicado en Australia y las copias llegaron inmediatamente a Reino Unido. “A los jueces australianos les encantó darle una patada a los británicos, a mí también y creo que a los lectores de The Guardian le encantó”, dice Norton Taylor con entusiasmo.

Presiones institucionales

El caso de Sarah Tisdall fue una de las situaciones más difíciles jamás afrontadas por The Guardian –porque tensó las relaciones entre el periódico y las autoridades–. Comenzó con un sobre marrón entregado de forma anónima la noche de un viernes en 1983. Contenía el horario confidencial del despliegue de cruceros estadounidenses con misiles en Greenahm Common. Una primicia extraordinaria.

Pero bajo una presión enorme y tras una sentencia judicial que amenazaba con multas duras, los documentos fueron devueltos a quien los filtró, Tisdall, que pasó seis meses en prisión. Norton-Taylor estuvo involucrado tangencialmente en la historia, pero recuerda las presiones que afrontó el editor, Preston, cuando dijo que temía que las multas hundieran a The Guardian.

Los episodios de Ponting y Spycatcher desencadenaron una apertura modesta de las instituciones de seguridad, y aquí podemos comparar experiencias. Hoy, el MI5 y el MI6 tienen algo parecido a portavoces, personas a los que los periodistas pueden contactar (aunque deben permanecer anónimas y, en general, no pueden ser citadas).

Norton-Taylor dice que, hacia fines de la década de 1980, esto era una innovación –cuando The Guardian y The Times fueron los primeros que recibieron números de teléfono autorizados a los que llamar–. “Ken Clarke, que era el ministro de Interior, dijo que sería como la danza de los siete velos: si les das un poco, querrían más y más. Por eso, a veces, los ministros se oponen a contestar más preguntas”, agrega Norton-Taylor.

Pero, ¿quién se beneficia de estos intercambios? Hay un riesgo de que los periodistas se vuelvan demasiado dependientes de sus contactos y de los encuentros en bancos de plazas donde los transeúntes no puedan escuchar con facilidad. La única manera de lidiar con eso es leer mucho, cultivar una variedad de fuentes independientes y dar un paso atrás y estar siempre preparado para evaluar críticamente lo que dicen. No es un trabajo para los crédulos o los poco escépticos.

Norton-Taylor sostiene que “nos necesitan tanto como nosotros a ellos”, y agrega: “Si dicen que tienen una buena historia y resulta que se equivocaron o exageraron, perderás confianza y ellos no quieren eso. En ese sentido, no es tan difícil”.

Sin embargo, las relaciones de este tipo pueden complicarse fácilmente. Le cuento a mi antecesor que un espía me ayudó en un artículo reciente –no puedo decir cuál– solo para advertirme luego que, si se filtraba que me había ayudado, no solamente negaría haberme asistido, sino que tendría que insinuar que mis conclusiones eran erradas. Lo que me había presentado con convicción de pronto se volvió gris.

MI6 y la guerra de Irak

Esto suscitó que Norton-Taylor me contara una anécdota vinculada a las vísperas de la guerra de Irak en 2003. Un agente del MI6 le había dicho que la razón por la cual ciertos integrantes de la agencia de inteligencia se opusieron a la invasión de Irak era que “algunos de los rumores en torno a la alianza entre Sadam Hussein y Al Qaeda eran ridículos. Sadam Hussein era un dictador laico, no estaba encantado con el extremismo islamista”.

Una preocupación particular era que “el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Gobierno británico aceptaban todo lo que decía la CIA y los estadounidenses” –incluso algunos miembros del MI6 estaban dispuestos a hacerlo, porque la guerra en Irak era lo que deseaban el presidente de los Estados Unidos, George Bush, y su homólogo británico, Tony Blair.

Poco después, un artículo publicado en The Guardian resumía la información de esa conversación, que mereció una queja por parte de la fuente el día después. Norton-Taylor, algo desconcertado, recuerda haber preguntado: “¿Fue correcto el artículo?” A lo cual respondió: “Sí, fue correcto, pero eso no debería haber estado en el dominio público”.

Esta es una respuesta asombrosamente común de las instituciones de seguridad británicas, que parecen sorprenderse cuando los periodistas redactan artículos basados en la información que les fue revelada. También es un recordatorio de por qué escribir un artículo y luego lidiar con las consecuencias suele ser lo mejor: vale la pena seguir un criterio propio y mantenerse firme.

Traducción de Ignacio Rial-Schies

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