Jumilla, nuevo capítulo de la “cruzada” murciana. No podemos negar la inquietud, incluso el miedo que caracteriza nuestra época, pero lo que no podemos consentir es que esos sentimientos sean canalizados políticamente por fuerzas reaccionarias. Debemos hacer un esfuerzo por comprender la causa de la creciente inquietud que nos domina, y debemos saber responder al fenómeno migratorio fuera del marco de las políticas de PP-Vox, y eso no se hace diciendo que no pasa nada.
Se podría decir que la historia de la humanidad es la historia de las palabras. Los retóricos antiguos, los cabalistas, todos comprendieron que existe solo lo que nombramos, y que ese nombrar era ya una forma de apropiarse de las cosas. El nominalismo —la doctrina que sostiene que los nombres anteceden o incluso constituyen la naturaleza de las cosas— nos plantea un dilema ético y político contemporáneo: ¿se puede cambiar la realidad cambiando el lenguaje?
Vivimos tiempos en los que la expresión “guerra en Gaza” irrumpe cada día en los noticieros españoles, transformando el padecimiento de miles en una “invasión” televisada, un genocidio transmitido en directo. Se insiste en usar una palabra, “guerra,” que falsea lo que ocurre: en una guerra se enfrentan dos ejércitos, pero ¿dónde está el ejército palestino, sus cañones, sus aviones bombarderos? No importa que no exista; para los medios y para los responsables gubernamentales, esto es una “guerra”.
Si la de Irak fue la primera guerra televisada minuto a minuto, la de Gaza es el primer genocidio en abierto, amplificado por los medios. La exposición mediática genera una complicidad colectiva: la imagen nos confronta, nos implica, nos responsabiliza. Durante el genocidio nazi muchos dijeron después que no supieron nada. Pero, ¿quién podrá decir hoy que no sabía nada solo porque apagó la televisión?
Estamos ante una nueva forma de deportación: pueblos enteros expulsados, un fenómeno que ya se repite en varios lugares del planeta. Se ha creado una industria de la deportación y de la ilegalización de millones de seres humanos. Deportados en Italia o en EE. UU., fronteras cerradas en Grecia o España, Murcia acosando a inmigrantes islámicos. El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio humano.
Frente a esto, la ética oscila entre dos polos: la responsabilidad individual —cuando, más allá de las consignas, percibes lo que ocurre y el gesto de la víctima pesa más que los discursos del poder— y la obediencia. La obediencia es siempre religiosa, dogmática; ignora el placer y el dolor, es la ética burocrática del que se ahorra pensar y se limita a buscar su propio beneficio. Hoy, los medios juegan en el bando de los obedientes. Confunden, desdibujan, pervierten los hechos y los tornan ideológicos.
Y así brota el núcleo de todo sistema totalitario: la disciplina del mando y la sumisión del sujeto. Pero el totalitarismo, lejos de ser un simple resultado del imperialismo ultramarino clásico –francés, británico, americano– encuentra su ensayo general en las metrópolis de los imperios continentales, como en el siglo XIX y XX (Arendt, Los orígenes del totalitarismo). Lo que en tiempos del viejo colonialismo se hacía fuera, hoy se practica dentro, mediante la creación de infra-clases: estratos poblacionales degradados hasta la infra-humanidad, convertidos en enemigos internos, laboralmente explotados y abandonados en las puertas de un hospital (Jaén 2019, Lorca 2020).
Zygmunt Bauman explicó cómo se construye esta infraclase. Es una amenaza funcional. En el capitalismo de consumo aparece esta nueva categoría: no es la clase baja que aún puede ascender, sino una clase expulsada. Carl Schmitt afirmaba que la soberanía radica en la prerrogativa de excluir, de declarar quién queda fuera de la ley. Eso es lo que se hace con quienes deben ser expulsados: palestinos en Gaza, bosnios en Serbia, marroquíes en España, venezolanos en EE.UU.
Esa infraclase es el nuevo enemigo interno, empleado y despreciado. Y sin ese enemigo, la maquinaria del poder pierde sentido. Por eso, las fuerzas políticas reaccionarias construyen sus discursos en torno al miedo a esa clase. Lo que debía ser gestionado con políticas de integración y justicia social, se convierte en violencia pura. Hoy, incluso los discursos solidarios son presentados como amenazas. El “solidario”, el “woke”, el “comunista”, son etiquetados como enemigos del sistema.
Así se organiza la “batalla cultural”: guerra de palabras y símbolos que anteceden y justifican la violencia real. Ante ella, se invocan soluciones políticas, respuestas institucionales que supuestamente resuelven el problema. Pero el problema mismo es verbal, una lucha de nombres: de la conceptualización depende la vida y la muerte; los mapas mentales trazan el destino de pueblos enteros. Surgen políticas para problemas inexistentes. Este discurso, aporofóbico, xenófobo y racista, falsea tanto las intenciones de sus perpetradores —que ocultan su voluntad depredadora y roban los recursos comunes— como la vida de los migrantes que trabajan y reconstruyen sus vidas lejos de su tierra.
La conciencia exige un retroceso: sabemos que un asesinato no es una guerra, que ningún artilugio mediático puede hacernos cómplices sin nuestro consentimiento. No hay infraclases sin sujetos dispuestos a aceptar esa degradación. Sin aceptación, la amenaza se desvanece.
Esta lógica —la amenaza, el enemigo, el conflicto perpetuo— conduce a sociedades condenadas a una guerra civil sin tregua. Hobbes ya proponía un orden basado en vigilancia y represión ante la amenaza extrema. Hitler, Stalin y otros regímenes totalitarios siguieron ese camino. Pensadores como Benjamin, Adorno o Foucault nos advirtieron de las consecuencias: sociedades donde la libertad se sacrifica por una seguridad ficticia, y la vida se desintegra entre miedo y obediencia. Estamos cada vez más cerca de esa distopía. Los miles de descontentos, frustrados, atemorizados, abrazarán las “soluciones finales” en cualquier momento, ya lo han hecho en Gaza.
La tarea de nuestro tiempo es desarticular la retórica de la amenaza, rescatar la dignidad común, y negar la complicidad que nos imponen los dogmatismos ciegos y los influencers del odio. Solo así reconfiguraremos el mapa ético, político y lingüístico. Pero la libertad –como la justicia– es más que una palabra, es un proyecto de vida en común que no acepta la degradación de nadie y desafía todos los discursos que, para dominar, convierten primero a las personas en nombres, luego en amenazas, y finalmente en nada, deshumanizándolos.
En estas circunstancias parece ineludible preguntarnos: ¿No es hora de analizar los hechos sin la coartada del lenguaje, sin la protección del eufemismo? ¿Qué está causando tantos desplazamientos, tantas huidas? Las pantallas muestran el éxodo, pero rara vez nos permiten comprenderlo. No se trata solo de guerras televisadas ni de complicidad mediática, sino de una violencia estructural más profunda: desempleo, crisis climática, inseguridad, persecuciones, discriminación. Migrar no es hacer turismo.
La pregunta no es únicamente por el migrante en tránsito, sino también por la crisis de identidad que determina el malestar de nuestra cultura. Los antiguos referentes comunitarios se desmoronan, erosionados por la globalización, la velocidad de las mutaciones tecnológicas y el colapso de los relatos identitarios compartidos. La sensación de pertenencia ha quedado erosionada por las revoluciones industriales y los movimientos que desplazaron a las masas a las metrópolis urbanas, ahora se pierde por los efectos de un mercado de trabajo global, los individuos se desplazan y abandonan sus redes familiares y culturales, eso supone una pérdida de sentido de aspectos decisivos de la vida.
Podríamos pensar que la migración es efecto de la globalización, pero en realidad todo empezó con la crisis climática —el planeta mismo se tornó inhabitable para millones— y continúa ahora, agudizada, con la irrupción de inteligencias artificiales, realidades virtuales, mundos algorítmicos. Se trata de realidades posthumanas que cuestionan nuestra idea de inteligencia humana, de actividad, de relaciones, de comunidad.
Pierden vigencia los mapas antiguos: el terruño ya no es seguro, la cultura ya no es una coraza; de la desposesión física y simbólica brotan los nuevos movimientos migratorios. ¿Cómo no sentirse amenazado en el propio territorio, si la naturaleza y la cultura han dejado de dar cobijo, si las categorías para nombrar y comprender la realidad ya no sirven? La identidad se resquebraja; la movilidad es el síntoma y también la respuesta.
Así, la raíz de la crisis no es solo política ni económica, sino ontológica: la imposibilidad de permanecer cuando el “nosotros” mismo ya no puede definirse, cuando la pertenencia deviene relato quebrado. Frente a esta realidad, urge un giro ético y político radical: repensar los marcos de acogida, reconstruir la solidaridad, restablecer la dignidad como frontera última.
En última instancia, la responsabilidad no es solo no consentir la degradación nominalista del otro, sino comprender —y transformar— las causas profundas que hacen del mundo un campo de expulsados, migrantes y desplazados. El reto es recuperar la palabra para la hospitalidad, y la política para la vida compartida, justo allí donde la crisis —climática, tecnológica, identitaria— se ha convertido en el verdadero motor de la historia contemporánea.
Podríamos pensar nuestra perplejidad desde un doble aspecto: el climático y el tecnológico. La crisis climática y la inteligencia artificial (IA) contribuyen de manera decisiva y, a menudo, complementaria, a la pérdida de referentes identitarios tradicionales. Y esta crisis afecta tanto a los que permanecen como a los que migran. Ambas crisis, climática y tecnológicas, socavan los referentes identitarios tradicionales Pero a ese abismo entre lo que fuimos y lo que ya no sabemos que somos, que crea un profundo malestar, y a ello se le suma en constante flujo migratorio que nos hace sentir desconocidos entre grupos tremendamente heterogéneos.
Es decir, estamos ante un planeta en transformación, donde las crisis identitarias de unos, los que no se mueven de su país, se suman a las crisis de los que migran. Comprender esto es decisivo para poder recrear una comunidad que nos ayude a todos a afrontar el futuro. No nos sirven las soluciones totalitarias, y aunque se impongan durante algún tiempo no duraran, aunque acumulen cientos de miles víctimas no proporcionan respuestas ante problemas reales.
Sabemos que la crisis climática genera desplazamiento y erosión de la identidad, genera un desarraigo físico y simbólico. El cambio climático obliga a comunidades —especialmente pueblos originarios y rurales— a migrar por la escasez de agua, la degradación ambiental o fenómenos meteorológicos extremos. Este desplazamiento interrumpe la conexión ancestral con la tierra y los rituales ligados al territorio, poniendo en riesgo su patrimonio material e intangible y la transmisión de saberes tradicionales de generación en generación. Las migraciones hacen desaparecer elementos culturales y materiales básicos, lenguas, tradiciones, etc elementos que organizaban y conservaban la vida de los individuos. Al migrar hacia entornos urbanos, muchos individuos pierden el contacto con los espacios y costumbres fundacionales de su identidad. Los núcleos comunitarios desaparecen, debilitando la cooperación mutua y la pertenencia grupal.
Por otra parte, la gran transformación tecnológica está desplazando a muchas personas de sus actividades tradicionales, y sabemos que muchos trabajos desaparecerán. Pero hay otro efecto que tiene que ver con una brecha generacional que está generando una crisis identitaria descomunal. La introducción de las máquinas en nuestra vida nos exige descubrir nuestra propia humanidad. Saber que es lo que somos es cada vez más difícil en un entorno desarraigado e hipertecnificado. Se trata de una tecnificación que amenaza con acabar con la diversidad cultural. Sabemos que con la IA somos más vulnerables: el uso de IA para la vigilancia puede vulnerar la autonomía de comunidades tradicionales, disuadir prácticas culturales y poner en riesgo la privacidad y el sentido de colectividad. Además, los modelos de IA entrenados con datos sesgados, dirigidos, están permitiendo amplificar desigualdades y consolidar estereotipos.
Ambos fenómenos —la crisis climática y la irrupción de la IA— generan una “doble pérdida”: la del espacio vital y la del espacio simbólico. Se debilitan los lazos que unían a las personas con su entorno y con sus relatos fundacionales. Así, la cultura y la identidad se ven desafiadas por la necesidad de adaptación a contextos materiales hostiles y a entornos digitales moldeados por lógicas ajenas a las tradiciones. La resistencia pasa, entonces, por una reinvención creativa de las comunidades y por un uso crítico y participativo de las nuevas tecnologías y políticas de adaptación. No podemos resistirnos a una realidad como es que el humano es un animal migratorio, ni a otra realidad que es la de que los humanos a lo largo de la historia hemos mutado y creado innumerables culturas. Desde esa perspectiva debemos asumir el reto de un planeta que muta, y que nosotros, los ciudadanos debemos pensar donde queremos ir. Porque no nos bastan las palabras: son los cuerpos los que, finalmente, hablan, al desplazarse, al detenerse. Y ahí, la vida sigue.
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