En diciembre de 1931, José Ortega y Gasset pronunció un trascendental discurso en el Cinema de la Ópera, en Madrid, que tituló Rectificación de la República. El filósofo era entonces uno de los 13 diputados por la Agrupación al Servicio de la República, un movimiento creado meses antes por él mismo, junto a otros intelectuales como Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. En esa ocasión, Ortega reprochaba el resultado final de la Constitución, que se aprobaría tres días después y que se comenzó a elaborar tras la implantación del nuevo régimen. En especial, su disensión se focalizaba en el apartado de los estatutos autonómicos, respondiendo a los deseos de “dos o tres regiones ariscas”; por el marcado anticlericalismo que a su juicio se contenía en ese texto o la intervención estatal en la propiedad privada.
Es frecuente recordar aquella exclamación orteguiana del ‘No es esto, no es esto’, en referencia a los inicios de la Segunda República española, si bien esta es anterior a ese discurso de referencia, intervención que sería publicada tiempo después en la prestigiosa Revista de Occidente. Aquel texto constitucional, que sentó las bases legislativas del Estado surgido en abril de 1931, constituiría el punto de referencia para que, con razonamientos menos filosóficos que los que esgrimía Ortega, los sectores más conservadores del país se predispusieran contra la República, aquella que había acabado con la monarquía y mandado al exilio al rey Alfonso XIII desde el puerto de Cartagena.
Un año antes, su exministro Niceto Alcalá-Zamora había fundado un partido de derechas y republicano, al que se incorporó otro destacado político de la época: Miguel Maura Gamazo. Se llamó Derecha Liberal Republicana (DLR), y sus miembros participaron activamente en el denominado Pacto de San Sebastián, concurrida reunión que en agosto de 1930 sentaría las bases para proclamar la República, incluso con el propio Alcalá-Zamora ya como presidente provisional.
En las elecciones constituyentes de junio de 1931, DLR obtuvo un total de 25 escaños. Durante la elaboración de la nueva Constitución, su portavoz parlamentario se mostró crítico con la dictadura de Primo de Rivera, fue proclive a los estatutos autonómicos y abogó por la participación de los trabajadores en la gerencia de las empresas para mitigar así los conflictos laborales. El único punto en el que mostró una abierta oposición fue en el sesgo anticlerical, que consideraron contenía la Carta Magna, discrepando de la posible disolución de las órdenes religiosas o la nacionalización de sus bienes. En 1932, la formación política se desgajó y sus diputados se dividieron, ocupando esa parte del espectro conservador y moderado el Partido Radical de Alejandro Lerroux.
Valgan estos apuntes, a modo de repaso histórico de los albores de la Segunda República, para esbozar que, ya desde su origen, ese régimen político contó con firmes partidarios desde las filas de la derecha. Cuando hoy en día, los más contundentes defensores de la monarquía en nuestro país son los situados ideológicamente a ese lado del tablero, sorprende que desde esas mismas posiciones, tiempo atrás, se apostase por esa otra forma de gobernar, tan legítima como cualquier otra que se rija por los principios democráticos. Porque asociar de forma permanente la República con lo que triste y lamentablemente vino después en España es descafeinar un concepto perfectamente válido en otros países tan cercanos y homologados como Francia, Alemania, Italia o Portugal, donde prescindir del monarca nunca supuso una garantía de caos y ruina asegurada.
Lo más dañino en la España actual no es ya solo que la monarquía sea defendida con especial ahínco por la derecha más o menos radical, patrimonializando así una institución que debería ser, como la bandera en su caso, de todos y cada uno de los españoles que para sí lo quisieran. Tan lamentable, además, es que los adalides del advenimiento de la República sean los que, asentados en el Gobierno del Estado, con sus bravatas, no son capaces de discernir que no se puede soplar y sorber al mismo tiempo. Porque flaco favor con ello se le hace a la aspiración legítima de relevo a un régimen que, como en 1930 denunciara Ortega en las páginas del diario El Sol, “sigue solitario, acordonado, como leproso en lazareto”.
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