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Derechos que ponen a prueba nuestros valores

Amadu (Mauritania), Marin (Bulgaria) y Hamid (Marruecos), podando en Albalate de Cinca; aunque la recolección supone el pico de trabajo, los frutales exigen cuidados todo el año.

Violeta Assiego

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En nuestras ciudades, en nuestros barrios, en los lugares donde vivimos hay márgenes y fronteras. Territorios habitados por mujeres, hombres, adolescentes, niñas y niños que han vivido y viven a la intemperie de las políticas públicas de empleo y protección social. Son vecinas y vecinos que, ahora, con la crisis de la COVID, siguen abandonados a su suerte y que gracias a las redes vecinales y a decenas de asociaciones están haciendo frente a otra crisis, la que empieza a denominarse corona-hambre.

¿Autorización de trabajo?, ¿número de la seguridad social?, ¿empadronamiento?, ¿tarjeta sanitaria?, ¿permiso de residencia?, ¿contrato de trabajo?, ¿número de cuenta bancaria?, ¿contrato de alquiler?, ¿alta de autónomos?, ¿justificante de haber pagado las tasas?, ¿libro de familia?, ¿sentencia de impago de pensión de alimentos?, ¿pasaporte?, ¿partida de nacimiento?... Es la respuesta negativa a alguna de estas preguntas la que está impidiendo que, en estos momentos excepcionales, las personas en altísima situación de vulnerabilidad personal y económica puedan acceder a las medidas y ayudas del famoso escudo social.

Un mes antes de decretarse el estado de alarma, el relator para la pobreza de Naciones Unidas advirtió con extrema preocupación que el sistema de protección social en España estaba roto. En su declaración oficial vino a decir que los diferentes gobiernos habían tomado la decisión política de no luchar contra la pobreza. De hecho, sus palabras textuales fueron: “los niveles de pobreza en España reflejan una decisión política. Esa decisión política ha sido hecha durante la última década. Quiero resaltar el hecho de que entre 2007 y 2017, los ingresos del 1% más rico crecieron un 24% mientras que para el 90% restante subieron menos de un 2%”.

Se pueden hacer políticas basadas en los derechos humanos o adoptar medidas basadas en las necesidades de los mercados financieros, de las grandes empresas y de los que especulan con la sanidad, la vivienda, la educación y los servicios sociales. En España, ha sido esta última opción la que han venido tomando los distintos gobiernos del bipartidismo con políticas económicas que han beneficiado a las empresas y a las personas con más poder adquisitivo.

Viendo la vulnerabilidad y extrema exclusión que está destapando esta crisis sanitaria hasta me surgen las dudas de si en ese 26,1% de personas en situación de pobreza que dicen los datos (2018) estarán incluidos los sectores de población que se dejan la salud trabajando bajo los plásticos de Almería, que viven hacinados en las infraviviendas y trasteros de las ciudades, que se encuentran en los asentamientos chabolistas de Huelva, que duermen tapados por cartones en las calles, que comparten ollas, colchones y pesadillas...

Esta crisis sanitaria destapa con toda crudeza que hay un porcentaje inusual de población que vive al límite, que tiene extremas dificultades para sobrevivir y que no existe a ojos de las políticas públicas. Me pregunto si siquiera estarán en las estadísticas oficiales. Lo que sí parece claro es que por su situación administrativa, hay trabajadoras del hogar y de los cuidados, manteros, personas que viven de la venta ambulante, temporeras, jornaleros, trabajadoras sexuales, personas sin hogar, menores extranjeros no acompañados, víctimas de las violencias de las redes y las organizaciones criminales que no existen como ciudadanos, por lo que no existen para el sistema de protección social ni el servicio público de empleo.

Sus trabajos sostienen la vida, la economía y el campo, pero estos ni se pagan ni se reconocen. Ni siquiera en un momento como este, cuando comprobamos que no podemos suprimirlos porque son trabajos esencialmente imprescindibles. El conocido “escudo social para no dejar a nadie atrás” solo es posible si se regulariza la situación administrativa de toda la población que no puede acceder a los derechos económicos, sociales y culturales porque les faltan “los papeles”.

El gran reto de esta crisis de efectos impredecibles es hacer que la lógica de los derechos humanos y de la dignidad esté por encima de la lógica de la instrumentalización mercantilista del neoliberalismo y del fascismo. Pedir en este momento que haya una “regularización ya” para la población migrante es pedir algo tan sensato como que se apueste por todas y cada una de las personas que van a ser imprescindibles para superar las consecuencia sanitarias, sociales y económicas de la COVID-19. Como ha dicho hace unos días. Michelle Bachelet, “el coronavirus también pondrá a prueba, sin duda, nuestros principios, valores y humanidad compartida”. Este es el momento de una regularización, no va a haber otro mejor para que esto no vaya a peor.

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