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Ocho serpenteantes kilómetros de gente

La desbandá.

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Hace exactamente 85 años, cientos de miles de personas cogieron entre sus brazos todo aquello que les dio tiempo a alcanzar y emprendieron un camino de huida de Málaga a Almería. Más de 200 kilómetros de distancia por una carretera que tenía, a un lado, las montañas de Sierra Nevada, y al otro, el mar. Era el 7 de febrero de 1937. A la mañana siguiente, 25.000 tropas fascistas entraron en la ciudad de Málaga. Tenían tanques, submarinos, buques de guerra, aviones capaces de bombardearlo todo en cuestión de segundos. Y así lo hicieron. Ni siquiera se sabe cuántas personas fueron asesinadas, las cifras oscilan entre los 3.000 y los 5.000 muertos. Familias enteras alcanzadas por las bombas. La mayoría de ellas siguen todavía en las cunetas. Como tantas otras vidas arrancadas de cuajo como las raíces de la tierra, fusilados en las tapias de los cementerios, en las fosas. Nuestros muertos yacen bajo la hierba que pisamos. Es curioso el empeño que algunos ponen en querer que olvidemos la guerra que atravesó la vida de nuestros abuelos y bisabuelos, muchos de ellos, memoria viva todavía de aquellos años de hambre y miedo. Pero resulta que, de repente, al otro lado de Europa, sucede una guerra, los tanques rusos cruzan las fronteras ucranianas, los muchachos tienen que aprender a coger un fusil y familias enteras huyen como pueden del horror.

Mientras leía el testimonio de Norman Bethune, médico canadiense que estuvo en la Guerra Civil, sobre “La Desbandá” que acaba de reeditar Pepitas de Calabaza, no podía dejar de pensar en las madres ucranianas. Cuando mi tía y mi abuela me contaban la historia de la Guerra Civil, la historia de cómo su padre, mi bisabuelo, tuvo que irse del pueblo porque, si no, lo mataban por ser rojo y pasó años preso en una cárcel, pensaba en mi bisabuela, que vivió la guerra sola con cinco hijos siendo la mujer de un rojo y pensaba en ellas dos, las hijas rojas de un rojo. Un día estás en el corral de tu casa viendo crecer a tus hijos y, al día siguiente, estalla una guerra. Me sorprende el uso que se hace de la palabra 'civiles' cuando anuncian las muertes, cuando repasan las cifras. Qué palabra tan vacía para describir la vida de un hombre, de una mujer, de un niño que no sabe lo que es la guerra, aunque su cuerpo entero tiemble con cada sacudida. Veo a las madres ucranianas amamantando a sus hijos en los improvisados refugios en la frontera con Polonia. En el libro La Desbandá, una madre sostiene a su bebé en los brazos y le da el pecho. Una imagen que se repite como se repiten las guerras, una y otra vez a lo largo de los siglos.

Hace tan solo dos años, un virus mortal hacía tambalear los cimientos de nuestro mundo, cientos de miles de muertos después, no ha cambiado nada ni hemos cambiado nosotros. ¿O sí? Me resisto a pensar que no hemos aprendido nada. En estas circunstancias cabe preguntarse, ¿qué puedo hacer? ¿qué responsabilidad tengo? ¿de qué sirve escribir otro artículo más sobre la guerra? Me entran muchas dudas, me dejo llevar por la emoción, pienso en esas madres que van a cuestas con sus hijos, con una mochila con ropa, con una bolsa del supermercado con comida, que no saben adónde van ni cuándo volverán ni si su casa seguirá ahí cuando regresen. ¿Cómo se escapa de una guerra? ¿Cómo se sobrevive? Y no me refiero a las bombas, no solo a las bombas, quiero decir, sino a la identidad que comienza a escindirse cuando tienes que dejarlo todo atrás y volver a empezar en otra parte, con los sueños desgajados, sin dinero.

Leer y escribir son grandes ejercicios de empatía, me hacen ponerme en el lugar de los otros y, en ese lugar, soy un ser doliente, desgarrado, perdido. La maternidad también es un gran ejercicio de empatía. Te acerca a tu hijo, pero también te acerca al mundo, te conecta con una genealogía de mujeres que han vivido y sufrido lo mismo que tú y te permiten ser compasiva con los otros. ¿Acaso las guerras no son lo opuesto a la maternidad? Sostengo entre las manos el libro de Bethune y leo: «Estaba todo tupido de refugiados, miles y miles, apretados, cayendo unos contra otros, como un enjambre de abejas en una colmena, y, como abejas, llenaban la llanura con el zumbido de sus voces, llantos, gemidos, los grotescos ruidos de las bestias. Si eran de Málaga, llevaban andando cinco días con sus cinco noches. ¿Era posible? Aquella señora anciana con úlceras abiertas en las piernas, ¿podía haber sobrevivido cinco días y cinco noches a cielo abierto? Ocho serpenteantes kilómetros de gente, entre ellos miles de niños…». 

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