¿Qué queda del procés?
Sinceramente, me produce un poco de pereza escribir de nuevo sobre el procés. Con la que está cayendo, mis preocupaciones -creo que las de la mayoría de la ciudadanía- están más centradas en cómo hacer frente a un futuro incierto, con la mirada puesta en Europa y las consecuencias de todo tipo de la invasión rusa de Ucrania.
Con ello no quiero decir que los hechos del 6 y 7 de septiembre del 2017 y los acontecimientos posteriores pertenezcan solo al pasado. Sus consecuencias continúan muy presentes. Por eso tiene sentido que hablemos de ello, pero no para pasar cuentas del pasado, sino para intentar pasar página en positivo hacia el futuro.
Los cinco años transcurridos desde aquel Pleno y los diez desde la manifestación del 11 de septiembre del 2012 ofrecen suficiente distancia temporal para analizar las lecciones que nos ha dejado el procés.
Para intentar que aquellas lecciones puedan convertirse en enseñanzas útiles –algo que no está garantizado- parece oportuno hacernos dos preguntas: ¿qué queda del procés? y ¿qué nos anunció y anticipó?
Queda –no lo olvidemos- un conflicto abierto, sin resolver, y de momento sin cauces para su canalización democrática. Los indultos y la apuesta por el diálogo del Gobierno español y de una parte del independentismo han contribuido a destensar el clima social, pero el conflicto continúa enquistado. Lo explique aquí.
Aún se mantienen en sectores independentistas ciertas dosis de ficción, astucia y autoengaño que se repiten litúrgicamente -lo he ido explicando en diferentes artículos, aquí y aquí. Pero lo más significativo que queda del procés es lo que desde el principio ha sido su principal motor, la pugna insomne en el seno del independentismo.
La batalla por la hegemonía nacionalista entre ERC y los neoconvergentes ha sido la gran fuerza propulsora del procés y al mismo tiempo, la principal causa de su descarrilamiento en otoño del 2017. Las diferentes oportunidades y momentos que hubo para parar máquinas y tomar aire fueron desbaratadas por el perverso juego del gallina entre los partidos independentistas.
Si bien entre las bases del movimiento la independencia se vivió legítimamente y de forma entusiasta como una utopía alcanzable –a corto plazo y de manera unilateral-, para su dirección política siempre fue el terreno de juego de una batalla más prosaica, por mantener o conseguir el control del poder autonómico.
El descarado y descarnado conflicto entre Junts y ERC en relación a la mesa de diálogo y ahora ante la manifestación del 11 de septiembre no es más que el aggiornamiento de una lógica que comenzó hace diez años, aunque tiene raíces muy profundas en nuestra historia.
Del procés quedan también sus graves efectos colaterales. En primer lugar, un importante deterioro de la calidad de la democracia en Catalunya y España. Las ideas iliberales y los procedimientos antidemocráticos que sustentaban las leyes de desconexión continúan arraigadas en sectores del independentismo. Algunas de las respuestas del Estado han producido una degradación de la democracia española. Los excesos policiales del 1 de octubre mostraron un Gobierno desbordado, sin capacidad de control de sus fuerzas de seguridad. La reacción de la cúpula del poder judicial que se autoimpuso, en un exceso de celo, la misión de salvar al Estado, han deteriorado su credibilidad y complicado, aún hoy, la salida del conflicto.
Y, sobre todo, las actuaciones mafiosas de las cloacas policiales, toleradas cuando no organizadas desde el poder político, con la connivencia de algunos medios de comunicación. En este apartado del deterioro democrático cabe apuntar el nefasto papel jugado por algunos medios de comunicación. El procés no es ni la causa ni el detonante de un problema mucho más profundo provocado por la doble crisis, de mediación y de negocio, que sufre el mundo de la comunicación, pero sí ha sido un terreno propicio para la degradación de la función social de los medios. Una buena parte de la crispación social ha sido provocada por las burbujas cognitivas respectivas, alimentadas por la división mediática Ítaca y su homónima, la Brunete. Lo destaco porque es otro de los daños colaterales del procés que continúa entre nosotros.
Catalunya, en estos cinco años, ha retrocedido en términos económicos y de cohesión social, también de autogobierno. Afortunadamente, la fortaleza y resiliencia de su tejido económico y de su asociacionismo cívico y social han evitado males mayores y permite ser optimistas de cara al futuro. A condición, claro, de que se acabe con el grave deterioro institucional que provoca la pugna insomne en el seno del independentismo y las dificultades para construir una alternativa.
Otro efecto indeseado es la radicalización simultanea de unos nacionalismos, centrales y periféricos, que se retroalimentan mutuamente. En Catalunya se expresa en una deriva cada vez más excluyente, incluso xenófoba, de sectores minoritarios pero significativos del independentismo. En España, el procés ha servido de catarsis, aunque no ha sido el único factor, para un reforzamiento de la ideología y las propuestas de la extrema derecha, en sintonía con su crecimiento en toda Europa, ahora ya sin excepciones.
Hace cinco años, al calor de la fase álgida del conflicto, me preguntaba si el procés era un fenómeno singular o una variante local de una crisis más global. En el libro “Empantanados” intente ofrecer una respuesta en la que apuntaba que hay un poco de todo.
Con la mirada que nos ofrece el paso de los años hoy podemos afirmar que el conflicto “catalán” fue en buena parte expresión de una lógica más global. Al mismo tiempo que anunciaba tendencias que ya estaban en marcha y que hoy son mucho más evidentes.
Quizás la más grave sean las crecientes tendencias hacia democracias iliberales, como si este oxímoron fuera posible. Ante la crisis del dogma teológico del indisoluble matrimonio canónico entre economía de mercado y democracia, las tentaciones de apostar por un libre mercado sin democracia -otro oxímoron- son cada vez mayores.
La reacción social ante los excesos de un modelo de globalización sin reglas ni derechos ha adoptado en muchos países formas de nacionalismo exacerbado. Lo hemos visto en EEUU con Trump y ahora en Europa tenemos buenas muestras de ello. El conflicto catalán lo anticipó.
Con la evidente contradicción de que, cuando más evidente es la interdependencia global de todo tipo, más reacciones autárquicas y unilateralistas se producen en el seno de los estados. Hoy, ante la crisis energética aún hay quien habla de soberanía energética nacional o incluso catalana. Este es uno de los espejismos de la propuesta independentista, un concepto de soberanía, propio de los siglos XIX y XX, que está desapareciendo. Lo que no excluye que, como sucede con el nacionalismo ruso, lo haga de manera violenta, una manera de morir matando.
Termino estos apuntes como comencé, con otra confesión. Mirando hacia el futuro no soy capaz de imaginar una solución sistémica al conflicto en el marco en el que está planteado, el del Estado español. No solo porque las propuestas jurídicas, que existen en el papel, no parecen viables políticamente y menos a corto plazo -que es el de la política. Sobre todo porque igual la solución a este conflicto que se da en muchas latitudes, el de hacer compatible globalización e interdependencia con identidades nacionales propias de los tiempos del estado nación, requiera espacios más amplios.
Por eso sugiero que dediquemos nuestros esfuerzos a intentar que la Unión Europea salga reforzada de estas crisis y se configure como una alternativa a proyectos que combinan el nacionalismo de los imperios con formas de gobierno no democráticas o de democracia devaluada.
Mientras tanto, en Catalunya y España, lo más sensato es apostar por que el empantanamiento no se convierta en enquistamiento y este acabe generando gangrena social. Quizás convendría recordar que cuando los conflictos no tienen solución, lo que toca es pactar el desacuerdo.
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